Trench Town Rock
Ante el irresistible avance de las fuerzas de Cromwell que -invadieron Jamaica en 1655, los colonos espa?oles libertaron a sus mil quinientos esclavos, que desaparecieron en la maleza. Reaparecieron, en los turbulentos siglos sucesivos, adornados con el nombre de maroons (desprendido de la voz cimarr¨®n) y una aureola ind¨®mita. Dentro de esta brav¨ªa estirpe naci¨®, en 1887, Marcos Garvey, ap¨®stol de la 'negritud' y del retorno de los negros de Am¨¦rica al ?frica, sin el cual el culto rastafari jam¨¢s hubiera trascendido las fronteras jamaiquinas y sin cuya pr¨¦dica Bob Marley no hubiera sido quien fue.A Marcos Garvey se atribuye la prof¨¦tica advertencia (los historiadores lo discuten): "Mirad al ?frica, donde coronar¨¢n un rey negro. ?l ser¨¢ el Redentor". A?os despu¨¦s, en 1910, en Etiop¨ªa, Ras Tafari Makonnen fue entronizado emperador y proclamado Negus (rey de reyes). En los ¨¢rboles y techos de las aldeas y en los muros de los guetos de Jamaica, comenzaron a aparecer devotas reproducciones de la cara de Haile Selassie y el verde, el rojo y el oro de la bandera et¨ªope. Los fieles de la nueva religi¨®n proced¨ªan de estratos humildes y su doctrina era, simple: Jah (ap¨®cope de Jehov¨¢) guiar¨ªa en una hora secreta al pueblo negro de regreso a Etiop¨ªa, sac¨¢ndolo de Babilonia (el mundo dominado por el blanco, el vicio y la crueldad). El momento se acercaba, pues Jah hab¨ªa encarnado en el monarca de Addis Abeba. Los rastas evitaban el alcohol, el tabaco, la carne, los maxiscos y la sal, y segu¨ªan el precepto lev¨ªtico (25:5) de no cortarse los cabellos, las barbas ni las u?as. Su comuni¨®n y rito b¨¢sico era la ganja o marihuana, planta sacramental ennoblecida por el rey Salom¨®n, en cuya tumba brot¨®.
La primera vez que Bob Nesta Marley vio un rasta fue en Nine Miles, caser¨ªo de la parroquia de St. Ann, donde hab¨ªa nacido en 1945. Hijo de una negra y de un blanco que se cas¨® con ella pero inmediatamente la abandon¨®, el ni?o mulato escuchaba deslumbrado las historias medievales del preste Juan con que entreten¨ªa a los campesinos el brujo del lugar, un inspirado contador de f¨¢bulas. La aparici¨®n del hombre que llevaba un nido de serpientes en la cabeza, una mirada brumosa y en vez de andar parec¨ªa flotar, asust¨® al ni?o, que, esa noche, so?¨® con ¨¦l. Su conversi¨®n al culto rastafari ocurrir¨ªa mucho despu¨¦s.
Nine Miles no debe de haber cambiado desde entonces. Es todav¨ªa una ¨ªnfima aldea, en lo alto de una abrupta cordillera a la que se llega despu¨¦s de recorrer una largu¨ªsima trocha de curvas y de abismos. La caba?a de tablas donde Bob Marley naci¨® ya no existe. Los devotos est¨¢n reconstruy¨¦ndola, en cemento, y han plantado una mata de ganja en el umbral. Su sepulcro est¨¢ m¨¢s arriba, en otra cumbre que hay que trepar a pie y desde la cual, me dicen, el infausto d¨ªa del entierro se pod¨ªa percibir un hormiguero humano de muchos kil¨®metros. All¨ª est¨¢ la piedra donde sol¨ªa sentarse a meditar y a componer y, all¨ª, su guitarra. Un tapiz bordado por et¨ªopes adorna el monumento f¨²nebre, al que se entra descalzo, y del que cuelgan, a manera de exvotos, fotograf¨ªas, recortes de diarios, banderines y hasta el emblema de su autom¨®vil, un BMW, su marca preferida porque sus iniciales reun¨ªan las de su nombre y la del conjunto musical con que se hizo c¨¦lebre: The Wailers.
El rasta que nos gu¨ªa va al mismo tiempo comulgando y comulgan tambi¨¦n. una pareja de norteamericanos que se han colado en nuestra camioneta. La visita incluye un recorrido por un extenso campo de plantas sagradas. Como, en teor¨ªa, la marihuana est¨¢ prohibida en Jamaica, pregunto al comulgante si no han tenido problemas con la polic¨ªa. Se encoge de hombros: "A, veces vienen y las arrancan. ?Y qu¨¦? Crecen de nuevo. ?No son naturales, acaso?". Lo de la prohibici¨®n es una f¨®rmula. Unos d¨ªas antes, en un reggae bashi o concierto al aire libre, en Ocho R¨ªos, la ganja se vend¨ªa, en fibras o liada en spliffs, a la vista de todo el mundo, y los vendedores la voceaban como las gaseosas y las cervezas. Y no creo haber estado en un lugar p¨²blico en Jamaica sin que me la ofrecieran o sin haber visto a alguien y no s¨®lo a los rastas- fum¨¢ndola.
Pero no es en Nine Miles, ni en la mansi¨®n de Hope Road, en Kingston, que le compr¨® a su productor en el apogeo de su carrera y en la que funciona ahora un museo dedicado a su memoria, donde hay que rastrear las claves de Bob Marley. Sino en la barriada de Trench Town, en la periferia occidental de la capital jamaiquina, pues fue en esas calles violentas y espirituales, en las que pas¨® su ni?ez y juventud, donde se hizo rasta y artista y donde a¨²n ahora se respira el humus social de su filosof¨ªa y su m¨²sica. Las moscas y los altos de basuras, la abigarrada colecci¨®n de desechos con que los miserables han construido las viviendas en las que malviven, son id¨¦nticas a las que cualquier villa miseria del Tercer Mundo.
La diferencia consiste en que, aqu¨ª, adem¨¢s de mugre, hambre y violencia, uno se topa tambi¨¦n a cada paso con exhalaciones de esa "religiosidad en estado salvaje" que Claudel encontraba en la poes¨ªa de Rimbaud. Ella transpira de la barbada faz del Le¨®n de Judea y de los colores abis¨ªnicos que asoman en tablas, parapetos y calaminas y en los gorros merovingios con que se sujetan las trenzas los rastas que juegan al f¨²tbol. De muchacho, antes de que el guru Mortimo Plano lo convirtiera y lo enrumbara por una senda m¨ªstica que no abandonar¨ªa jam¨¢s, el Bob Nesta Marley que se impuso en estas calles como pandillero, futbolista y mat¨®n debi¨® ser una especie de Rimbaud: arcang¨¦lico y demoniaco, apuesto y bruto, crudo y genial.
Como el culto rastafari, el reggae est¨¢ amasado con el sudor y la sangre de Trench Town: en ¨¦l se mezclan at¨¢vicos ritmos de las tribus de donde fueron arrancados los ancestros y tra¨ªdos al mercado de esclavos del que es reminiscencia el muro que cerca la barriada, el sufrimiento y la c¨®lera acumulados en siglos de servidumbre y opresi¨®n, una esperanza mesi¨¢nica nacida de una lectura ingenua de la Biblia, nostalgias de un ?frica m¨ªtica revestida con las suntuosas fantas¨ªas del Ed¨¦n y un af¨¢n desesperado, narcis¨ªstico, de encontrarse y perderse en la m¨²sica.
Bob Marley no invent¨® el reggae, que, en los a?os sesenta, cuando The Wailers graban sus primeros discos en el r¨²stico Studio One de Kingston, promovido por The Skatalites y otros conjuntos jamaiquinos y pese a la resistencia de las autoridades -que ve¨ªan en las letras de sus canciones unta incitaci¨®n a la rebeld¨ªa y el crimen- ya se hab¨ªa impuesto como la m¨²sica m¨¢s popular, pero le imprimi¨® un inconfundible sello personal y lo elev¨® a la dignidad de rito religioso y evangelio pol¨ªtico. La poes¨ªa que le insufl¨® remov¨ªa las entretelas del alma de sus coterr¨¢neos, porque en ella reconoc¨ªan sus tormentos, las mil y una injusticias de que estaba hecha la vida en Babilonia, pero, en ella hallaban tambi¨¦n. razones optimistas persuasivas, para resistir la adversidad: saberse los elegidos de Jah, los que estaban por superar la larga prueba, a punto de llegar a la tierra prometida, los inminentes redimidos.
Esa m¨²sica los embriagaba, pues era la suya tradicional, enriquecida con los ritmos modernos que ven¨ªan de Am¨¦rica, el rock, el jazz: o el trinitario calipso, y los himnos y danzas de las iglesias. El lenguaje con que Bob Marley les hablaba era el patois jamaiquino, indescifrable para el o¨ªdo no avezado, y sus temas los de sus querellas, pasiones y chismograf¨ªas callejeras, pero arrebosadas de ternura, misticismo y piedad. La palabra aut¨¦ntico tiene un peligroso retint¨ªn aplicada a un artista: ?existe acaso la autenticidad? ?No es ¨¦sta un simple problema t¨¦cnico para cualquier creador que domina su oficio? Para Bob Marley nunca lo fue: ¨¦l volc¨® en las canciones que compuso, por lo menos desde 1968, cuando gracias a sus pl¨¢ticas con Mortimo Plano asumi¨® definitivamente la religi¨®n rastafari, su basta fe y su m¨ªstica canaille, su sue?o mesi¨¢nico al mismo tiempo que su sabidur¨ªa musical, su ardiente celo religioso y el denso, selv¨¢tico lamento de su voz.
Por eso, aunque en su ¨¦poca -los sesenta y los setenta- surgieron muchos compositores y artistas de talento en el mundo, s¨®lo ¨¦l fue, adem¨¢s de inspirado y original, de una autenticidad sin m¨¢cula, que resisti¨® todas las tentaciones, incluso la m¨¢s hechicera que es la de la vida, pues prefiri¨® morir, a los treinta y seis a?os, antes de permitir que le amputaran el dedo del pie ro¨ªdo por el c¨¢ncer, porque su religi¨®n se lo prohib¨ªa. Es verdad que muri¨® riqu¨ªsimo -dej¨® treinta millones de d¨®lares- pero ¨¦l casi no disfrut¨® de esa fortuna, pues, cuando uno visita la casa de Hope Road, el ¨²nico lujo que se permiti¨® cuando su s¨²bita fama lo hizo opulento, advierte qu¨¦ pobrecito era ese lujo comparado con el que puede permitirse hoy cualquier cancionista de mediano ¨¦xito.
?l s¨®lo disfrut¨®, en la gloria de sus a?os postreros como en la miseria de los primeros, en el polvo y los detritus de Trench Town: pateando una pelota de f¨²tbol sumido en una misteriosa introspecci¨®n de la que volv¨ªa al mundo euf¨®rico o llorando, garabateando una canci¨®n en un cuaderno de escolar, explorando una melod¨ªa en el rasgueo de su guitarra o tragando las nubes agridulces de su cigarro de ganja. Fue generoso y hasta pr¨®digo, con sus amigos y enemigos, y el d¨ªa m¨¢s feliz de su vida fue aquel en que pudo socorrer con su dinero a los parientes del defenestrado Haile Selassie, el d¨¦spota al que cre¨ªa Dios. Cuando visit¨® ?frica descubri¨® que aquel continente estaba lejos de ser aquella tierra de salvaci¨®n para el pueblo negro con que lo mitificaban su credo y sus canciones, y, desde entonces, ¨¦stas fueron menos 'negristas', m¨¢s ecum¨¦nicas, y fue, m¨¢s intensa su pr¨¦dica pacifista y su reclamo de espiritualidad.
No hay que ser religioso para darse cuenta de que sin las religiones la vida ser¨ªa infinitamente m¨¢s pobre y miserable para los pobres y los miserables, y tambi¨¦n que los pueblos tienen las religiones que les hacen falta. Yo abomin¨¦ de los pintorescos sincretismos teol¨®gicos de los rastas, de sus comuniones marihuanas, de las horrendas recetas de su dietario y de sus pelambres inextricables cuando descubr¨ª que un hijo m¨ªo y un grupo de amigos suyos del colegio se hab¨ªan vuelto catec¨²menos de semejante fe. Pero lo que en ellos era sin duda pasajera moda, vers¨¢til voluptuosidad de j¨®venes privilegiados, en los luctuosos callejones de Trench Town o en la pobreza y el abandono de las aldeas de la parroquia de St. Ann me ha parecido una conmovedora apuesta por la vida del esp¨ªritu, en contra de la desintegraci¨®n moral y la injusticia humana. Pido perd¨®n a los rastas por lo que pens¨¦ y escrib¨ª de ellos y, junto a mi admiraci¨®n por su m¨²sica, proclamo mi respeto por las ideas y creencias de Bob Marley.
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