Lo normal y lo patol¨®gico
En este Pa¨ªs Vasco de nuestros pecados faltan a¨²n tantas cosas por decir, y por aprender, que la buena voluntad siempre est¨¢ tentada de desesperar. S¨®lo la disposici¨®n al di¨¢logo mantiene viva alguna esperanza. ?Qu¨¦ es la democracia, en ¨²ltimo t¨¦rmino, sino el gobierno de la palabra libre? Hemos malgastado ya varias generaciones en la trifulca; hay todav¨ªa demasiados pobres de esp¨ªritu que aguardan a la autodeterminaci¨®n colectiva para ponerse a la tarea de su personal autodeterminaci¨®n. De ah¨ª que haya que felicitarse de cualesquiera iniciativas movimientos que contribuyan traer la paz. ?El movimiento Elkarri, por ejemplo? Ve¨¢moslo de cerca, porque no todo sedicente mediador es un mediador verdadero, as¨ª como tampoco cualquier hablar entre varios resulta un di¨¢logo provechoso para el conjunto.Y es que no puede hacer de hombre bueno en un conflicto quien se empe?a m¨¢s bien en exagerarlo o en predeterminar unilateralmente su salida. Mal puede ser un mediador fiable el que -con premeditaci¨®n o sin ella, en delegaci¨®n o por cuenta propia- representa m¨¢s bien a una sola de las partes. ?se ser¨¢ un mediador mediado... Por lo dem¨¢s, que nadie piense que la verdad reside justamente en el punto medio de las posturas contendientes, porque bien podr¨ªa estar m¨¢s cerca de un extremo. Aqu¨ª ha habido demasiados excesos, y m¨¢s de un lado que del otro, como para concluir que todos los adversarios deben ceder por igual. Ni la paz duradera se obtiene por v¨ªa de una estrategia meramente pragm¨¢tica o posibilista ni la reconciliaci¨®n de esta sociedad puede ser fruto de un lenguaje ama?ado o ambiguo, que, sin contentar del todo a los tirios, no irrite demasiado a los troyanos. Negociar viene de negocio, pero la democracia no se reduce a la negociaci¨®n ni ¨¦sta puede incurrir en el puro mercadeo.
La principal trampa tendida en este di¨¢logo yace en el uso y abuso del t¨¦rmino normalizaci¨®n. ?Qu¨¦ se desliza, como si tal cosa, en semejante vocablo? Aplicado al caso de Navarra, como hizo Elkarri en otro encuentro reciente, la pura y simple invenci¨®n del problema. Aqu¨ª se suponen expresamente dos cosas igual de falsas: que la comunidad foral no se halla a¨²n pacificada y que la causa de ello estriba en no haber normalizado sus relaciones con la comunidad aut¨®noma vasca..., ?y con Iparralde [Pa¨ªs vasco-franc¨¦sl! Tan rid¨ªculas premisas postulan nada menos que su estado pol¨ªtico presente es anormal (o sea, sociol¨®gicamente, excepcional; en su sentido cl¨ªnico, patol¨®gico; en t¨¦rminos morales, indebido) y la situaci¨®n contraria -la invocada incorporaci¨®n de Navarra a Euskadi-, la normal y debida. Esta ¨²ltima ser¨ªa la norma, el canon o el criterio con arreglo a los cuales se mide aqu¨¦lla. As¨ª que lo que hoy es ordinario y adem¨¢s justo (porque lo apoya m¨¢s del 80% de los navarros) se juzga como extraordinario y excepci¨®n malsana, algo que es preciso curar. Lo normal se convierte en patol¨®gico.
.?Y en la comunidad aut¨®noma vasca? Si en Navarra se creaba el conflicto de la nada, aqu¨ª, sobre todo, se oculta su origen (que no es propiamente pol¨ªtico) y se predetermina tambi¨¦n su soluci¨®n. Normalizar significa ahora hacer de lo patol¨®gico presente algo normal y aceptable para el futuro. No me refiero a dar por bueno el recurso a la violencia armada, que eso casi todos coinciden en querer erradicar, pero s¨ª a consagrar la doctrina que alimenta a esa violencia y que hoy los nacionalistas buscan hacer valer -ya que no por la fuerza, pero tampoco por las urnas- mediante la negociaci¨®n. ?O es que han condenado a ETA por sus fines adem¨¢s de por sus medios? Se trata de un nacionalismo ¨¦tnico nutrido de ese sentimiento confuso y difuso que construye la historia propia como historia sagrada de un pueblo escogido y reparte sus papeles entre v¨ªctimas y verdugos. Una historia a la que se atribuye la capacidad de ordenar a los vivos someterse a la voluntad de los antepasados y de dispensar misiones salv¨ªficas a ese pueblo oprimido. Una historia ficticia y unas pasiones infundadas, no hace falta decirlo, que van de la mano de una visi¨®n antropol¨®gica, moral y pol¨ªtica, igualmente primitivas.
Y esta concepci¨®n no es s¨®lo anormal en tanto que excepcional o, en todo caso, minoritaria en nuestro pa¨ªs. Por ser prepol¨ªtica, y por fuerza antidemocr¨¢tica, es asimismo patol¨®gica. Tan enfermiza, que es ella misma -y esto suelen pasar por alto los normalizadores- el mayor obst¨¢culo para la paz. Al invocar una comunidad natural que nunca existi¨®, al confundir esa fabulosa comunidad natural de pertenencia con la real sociedad pol¨ªtica de elecci¨®n (o, mejor dicho, al sujetar ¨¦sta a los dictados de aqu¨¦lla), esa mentalidad no discurre bajo categor¨ªas pol¨ªticas, sino religiosas. Nada le afecta el hecho crucial de que si no existe suficiente conciencia de naci¨®n, entonces no hay nacionalismo radical que valga. Para ello no ha de contar tanto la conciencia real de los individuos como la fatal predestinaci¨®n inscrita en el conjunto desde los or¨ªgenes. A sus ojos, la violencia del Estado -la ¨²nica en principio leg¨ªtima- pierde toda la legitimidad al reprimir la suya. A las claras unos, m¨¢s oscuramente otros, los partidos nacionalistas s¨®lo pueden aceptar a sus correligionarios, pero no a sus conciudadanos: ?c¨®mo habr¨ªan de sentirse concernidos, ni menos comprometidos, por la voluntad de quienes no experimentan formar parte de ' su comunidad por excelencia, esto es, de una comunidad anterior y m¨¢s honda que la pol¨ªtica? Pero entonces, si no hay otro tribunal al que rendir cuentas que aquel pueblo (y no su sociedad), y aun cuando hubi¨¦ramos alcanzado al fin la paz, ?por qu¨¦ no habr¨ªa de resurgir la violencia -lo m¨¢s natural- cada vez que su presunta salvaci¨®n, y a juicio de sus privilegiados int¨¦rpretes, as¨ª lo requiriese?
En un r¨¦gimen democr¨¢tico no hay ninguna duda: lo normal en pol¨ªtica es lo que quiere la mayor¨ªa, y lo gravemente enfermizo es que la minor¨ªa no acate de hecho esa voluntad mayoritaria. Normalizar pol¨ªticamente nuestra sociedad significa hacer que la minor¨ªa acepte la norma que ha establecido la mayor¨ªa. Esta voluntad es la ¨²nica leg¨ªtima para decidir sobre su presente y su futuro. As¨ª que, una vez supuesto el respeto a las minor¨ªas, ?acaso no es primero el debido respeto a las mayor¨ªas? Si no son los m¨¢s los que deban imponerse, ?ser¨¢ entonces justo que se impongan los menos?
Celebremos, pues, esta Primera Conferencia de Paz para Euskal Herria. Supongamos, m¨¢s a¨²n, que en este pa¨ªs se abre un amplio periodo dedicado a la libre y exhaustiva formaci¨®n pol¨ªtica de sus gentes. Que se debatan hasta la hartura todas las f¨®rmulas posibles en que plasmar el af¨¢n nacionalista, pero no menos (y antes, por ser su condici¨®n previa) todos los conceptos que subyacen a la democracia. Que nadie se quede sin expresar sus ideas, sin mencionar sus quejas, sin exhibir sus heridas o sus muertos, sin exponer sus proyectos, sin denunciar lo que haga falta... Pero, como estamos en la historia de los hombres y no en la eternidad de los dioses, ese proceso no puede prolongarse hasta el infinito; entre otras razones, porque entretanto debemos vivir juntos, sin miedo a los tiros en la nuca, y afrontar problemas m¨¢s acuciantes. ?O habremos de esperar para cerrarlo (como ese jugador que no consiente retirarse de la partida hasta haber recuperado sus p¨¦rdidas) a que los unos o los otros consideren segura la victoria de los suyos? Al final de ese periodo, en suma, habr¨¢ que adoptar un acuerdo para asegurar la convivencia de todos. ?Y qu¨¦ otro procedimiento cabe m¨¢s acorde con nuestra raz¨®n y libertad como no sea el de la regla de la mayor¨ªa? Todo lo cual en modo alguno zanja el contencioso de una vez y para siempre, pero ayuda, desde luego, a convivir en medio de ese pleito y, lo que es m¨¢s, dispone la mejor salida para su resoluci¨®n pac¨ªfica. Tampoco evita el riesgo de que esa mayor¨ªa pudiera estar equivocada, s¨®lo que en la cosa p¨²blica -donde no est¨¢ tanto en juego el conocimiento corno la voluntad de los ciudadanos- la verdad no es ni la revelada ni la de las ciencias exactas. Ni siquiera les priva a esas minor¨ªas, no faltaba m¨¢s, de su derecho a la discrepancia o a persuadir alg¨²n d¨ªa a la mayor¨ªa. Tan s¨®lo se les pide que empleen para ello medios l¨ªcitos y esgriman argumentos, si no concluyentes, al menos lo bastante razonables. Y eso, puesto que a¨²n se niegan a reclamar el alto el fuego, parecen tenerlo dif¨ªcil.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.