Moral y cultura pol¨ªltica
La moral suele hacer aparici¨®n en los escenarios pol¨ªticos con aires marciales -no en vano se habla de rearme moral- y por eso resulta tan poco simp¨¢tica, como una vecina entrometida que tratara de imponer una paz sin entender siquiera cu¨¢les son los t¨¦rminos del conflicto. Si, adem¨¢s, la sensibilidad de la opini¨®n p¨²blica est¨¢ alterada por la inquietud que producen los esc¨¢ndalos, la moral se hace entonces acompa?ar por el C¨®digo Penal, ese gran tranquilizante de quienes confian a una moral exterior la aliviante tarea de resolver los problemas pol¨ªticos. La consideraci¨®n exclusivamente penal de la moral alivia porque permite actuar como si s¨®lo fuera moralmente relevante lo que a uno pueda llevarle a la c¨¢rcel. Este estereotipo de moral tiene el car¨¢cter parad¨®jico de ser excesiva e insuficiente a la vez. Y condena a sus usuarios a no entender de qu¨¦ va la pol¨ªtica, aunque esa ignorancia no reste patetismo a sus exhortaciones.. Los recriminadores de oficio, los espectadores inocentes de la pol¨ªtica, suelen olvidar que' la capacidad de indignaci¨®n es limitada. La escasez no es un descubrimiento que regula ¨²nicamente el uso que hacemos de los recursos naturales; existe tambi¨¦n algo as¨ª como una econom¨ªa de los recursos morales, especialmente de sus calificativos. Una ecolog¨ªa de la moral social reforzar¨ªa las valoraciones en la misma medida en que hubiera limitado su utilizaci¨®n a lo necesario. Tambi¨¦n en el ¨¢mbito de la moral existen fen¨®menos de inflaci¨®n.
Lo m¨¢s perturbador del uso b¨¦lico de la moral es que la convierte en algo extra?o a la l¨®gica de los asuntos sobre los que pretende decidir. Lo que deber¨ªa ser una l¨®gica propia de acciones en juego se presenta como un entorpecimiento similar al que supone en todo juego un participante desinteresado. La exterioridad de la moral equivale a la integridad de la incompetencia. No hay mesa redonda sin la presencia de un te¨®logo invitado, ninguna escuela de negocios con escr¨²pulos carece de un especialista en valores permanentes, todo programa de tecnolog¨ªa de punta genera una comisi¨®n ¨¦tica correspondiente.
Hoy d¨ªa es una tarea apremiante defender la cultura pol¨ªtica frente a la inmediatez de la moral, de su corto alcance, de su aplicaci¨®n precipitada y su utilizaci¨®n rudimentaria. La moral no es el sustituto de la pol¨ªtica, un horizonte arcano de evidencias del que ca¨ªmos hacia el precipicio de los intereses, esos eternos culpables. Quien desprecia la pol¨ªtica como intr¨ªnsecamente perversa quiz¨¢s suene con que la soluci¨®n para los problemas pol¨ªticos pasa por la intervenci¨®n de los que no son oficialmente competentes.
Que la pol¨ªtica tiene unas reglas que no se deducen de la moral significa, por ejemplo, el beneficioso hecho de que hoy nuestra sensibilidad moral rechazar¨ªa que el partido gobernante se quisiera considerar moralmente mejor por disponer de la mayor¨ªa. Pero la independencia de c¨®digo pol¨ªtico frente a las valoraciones morales no hace las cosas m¨¢s f¨¢ciles, sino m¨¢s dif¨ªciles. Exige la elaboraci¨®n cultural de unas reglas espec¨ªficas para un juego limpio. En el deporte disponemos de un ejemplo ilustrativo de esta liberalidad cercada por un marco de seriedad. Tambi¨¦n aqu¨ª ser¨ªa inaceptable -y moralmente inaceptable- que la victoria y la derrota fueran transformadas en un destino moral. La diferencia decisiva la establecen criterios deportivos. Precisamente por ello existe un juicio moralsobre la pr¨¢ctica del doping, como anormalidad que destruye los c¨®digos deportivos y su autonom¨ªa. El campo de juego protegido de las valoraciones morales exteriores es asegurado por la moral. En este caso, una moral que trata de asegurar que la victoria y la derrota son merecimientos deportivos, no avances de la bioqu¨ªmica. En el fondo, no son otra cosa, por ejemplo, las leyes de financiaci¨®n de los partidos que impiden la transformaci¨®n de la lucha pol¨ªtica en una batalla econ¨®mica.
Un caso de la especificaci¨®n pol¨ªtica de la moral puede verse en la relativa indiferencia con la que los rivales encajan la descalificaci¨®n rec¨ªproca. Si las invectivas morales fueran eficaces, la escena estar¨ªa hace tiempo despejada y s¨®lo quedar¨ªan unos escasos supervivientes: aquellos jefes de Estado cuyo prestigio se debe a que la generalidad de sus exhortaciones no puede molestar a casi nadie. Pero esa integridad vac¨ªa no puede permit¨ªrsela quien aspira a conseguir o mantener el poder: porque su respeto a las formalidades del juego viene acompa?ado por su intervenci¨®n -de intereses, prioridades y argumentos- en el juego. La moralidad espec¨ªfica de la cultura pol¨ªtica no, es la apelaci¨®n a sus marcos exteriores, sino la pertinencia de unas decisiones particulares cuya especifidad consiste precisamente en que no pueden presentarse como derivadas directamente de principios morales, como traducciones ¨²nicas y excluyentes. La moralidad aut¨®noma se basa en la prohibici¨®n de declarar la inelegibilidad moral del contrario, lo que equivale a abrir un espacio de Indeterminaci¨®n en el que hace valer argumentativamente la inconveniencia pol¨ªtica de votar al contrario.
Alguien podr¨ªa considerar que esta defensa de la cultura pol¨ªtica frente a la reducci¨®n de la pol¨ªtica a la moral ha escamoteado el esc¨¢ndalo de la corrupci¨®n. Pues bien, los esc¨¢ndalos llaman la atenci¨®n sobre casos ¨²nicos, subrayan un comportamiento individual y dejan que el montaje general siga su curso. A quien se le pilla, se le sacrifica para que todo lo dem¨¢s pueda seguir su curso inalterado. Lo cual exige que el pecado individual sea suficientemente preciso y claro como para que todos los que no han participado puedan mostrarse sorprendidos e indignados tras el descubrimiento. La corrupci¨®n apunta a individuos y confirma as¨ª la excesiva estimaci¨®n que se concede a la significaci¨®n de las personas individuales para el sistema pol¨ªtico. Pero as¨ª se olvida que la burocracia administrativa est¨¢ construida como una red cuyo fin principal consiste en asegurar que no pasa nada cuando algo pasa.
Por eso el saneamiento de la corrupci¨®n o la predicaci¨®n de honestidad son insuficientes. Las comisiones de investigaci¨®n y las sanciones a la corrupci¨®n no son una garant¨ªa suficiente de buena pol¨ªtica. Lo que va en contra de la pol¨ªtica no es la inmoralidad, sino la mala pol¨ªtica. Pero todav¨ªa hay quien piensa que la ¨¦tica pol¨ªtica se agota en impedir la delincuencia de los pol¨ªticos.
Lo que llamamos corrupci¨®n no es m¨¢s que un g¨¦nero de delitos ejercidos por un personaje p¨²blico; no cometerlos no garantiza estar a la altura moral de una verdadera cultura pol¨ªtica. La actual p¨¦rdida de credibilidad de los pol¨ªticos corresponde menos a la corrupci¨®n que atenta contra las reglas de la moral privada que a la vetustez de los usos pol¨ªticos en unos escenarios que est¨¢n determinados por tareas hist¨®ricas nuevas. El problema no es la carencia de virtudes, sino el saber escaso, la pobre iniciativa e imaginaci¨®n, la indecisi¨®n y la rutina, la falta de conciencia de las nuevas responsabilidades que llevan consigo los cambios sociales y pol¨ªticos.
La moral que ha de regir la esfera p¨²blica no puede deducirse de las experiencias privadas que se adquieren en lo que podr¨ªamos llamar una moral de cercan¨ªas, en contextos de Inmediatez, corto alcance y abarcabilidad de las consecuencias de la acci¨®n. Los criterios para medir la responsabilidad del arte de lo posible han cambiado sustancialmente en los ¨²ltimos decenios. No solamente se han incrementado las exigencias morales en la configuraci¨®n de la vida social -en la l¨ªnea de nuevas sensibilidades hacia la extensi¨®n de los derechos humanos o el respeto a las minor¨ªas-, tambi¨¦n han crecido las expectativas hacia la acci¨®n pol¨ªtica por lo que se refiere a las consecuencias de las decisiones adoptadas. Con la ampliaci¨®n del horizonte de las responsabilidades en relaci¨®n con lo que es objetivamente posible en una sociedad, lo que puede. conseguirse o perderse por desatenci¨®n o indiferencia, la pol¨ªtica ha ganado una nueva dimensi¨®n moral espec¨ªfica.
En las sociedades modernas el sistema pol¨ªtico s¨®lo puede controlarse. por criterios pol¨ªticos. En todo caso, el control moral externo es circunstancial. Esto no significa abrir un espacio de indiferencia, sino de juego, y las reglas de juego no son nunca una broma, como sabe todo buen jugador. Evidentemente, esto lleva a una imagen de la sociedad m¨¢s compleja de lo que desear¨ªa el, moralismo simplificador. Es el sistema pol¨ªtico mismo -y otro tanto ocurre con los otros sistemas- el que regula en qu¨¦ medida y de qu¨¦ forma es relevante la moral. Esto es m¨¢s exigente que el control extr¨ªnseco y puntual, correctivo, penal, que dejara todo lo no prohibido en el apartado de lo moralmente irrelevante. Que el sistema pol¨ªtico no sea gobernado desde fuera quiere decir que aumenta su vitalidad en la misma medida en que crece la complejidad de sus significaciones morales propias.
Es comprensible que la tendencia a moralizar estalle en los casos de corrupci¨®n porque crea la sensaci¨®n de que todo lo dem¨¢s vale igualmente, porque simplifica gratamente las cosas y le da a uno lo oportunidad de colocarse en el lado bueno. Pero esta simplicidad ¨²nicamente era posible bajo las condiciones del holy watching de los vecinos, en las culturas de barrio y aldea. Con la ampliaci¨®n del mundo han crecido las responsabilidades, pero tambi¨¦n el individuo ha podido respirar aliviado al comprobar que, actualmente, nadie que se movilice en favor de la moral puede pretender la representaci¨®n de la sociedad. -
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