?No existe la muerte?
Hace un cuarto de siglo, la psiquiatra estadounidense Elisabeth Kubler-Ross public¨® Sobre la muerte y los moribundos, un libro entra?able y magistral sobre el sufrimiento, la lucha interna, el terror y la soledad que afligen a los enfermos terminales. En esta obra, que todav¨ªa no ha dejado de reimprimirse en Norteam¨¦rica, la admirada doctora de origen suizo humaniz¨® el implacable final de la vida exaltando la caducidad de nuestra existencia. "Si acept¨¢ramos la realidad de nuestra mortalidad, lograr¨ªamos alcanzar la paz, nuestra paz interior y la paz entre las naciones", escribi¨®.Hace unas semanas, en una sorprendente y radical transformaci¨®n, esta conocida experta en los pormenores del fin ha propuesto p¨²blicamente y con aplomo que "la muerte no existe". A¨²n m¨¢s, considera que la conclusi¨®n de la vida en este mundo "es la cosa m¨¢s bella que nos puede pasar". Su tesis original del destino humano es que los muertos vienen a recibir al moribundo para conducirle a un lugar rebosante de alegr¨ªa y de felicidad.
Algunos eruditos se quejan de que Kubler-Ross est¨¢ tratando de destruir su obra maestra negando el final irrevocable que nos espera a todos. Yo pienso que, como tantos otros h¨¦roes motivados por el anhelo de encontrarle alg¨²n significado a la vida, esta mujer eminente ha cruzado los l¨ªmites de la enigm¨¢tica existencia humana y ha apostado por la irresistible inmortalidad. Ya Sigmund Freud, en 1915, en uno de sus ensayos comentaba que, "en el fondo, nadie cree en su propia muerte. En el inconsciente todos estamos convencidos de nuestra inmortalidad".
Recientemente ha brotado un inter¨¦s popular sin precedentes en las noticias sobre experiencias luminosas de personas que han estado cerca, o incluso se han asomado al otro lado de la muerte. Como en el mito evang¨¦lico de L¨¢zaro, quien despu¨¦s de cuatro d¨ªas en la tumba resucit¨® al grito de ?lev¨¢ntate y anda!" que le dio Jesucristo, muchas obras actuales de gran ¨¦xito relatan las vicisitudes de hombres y mujeres ordinarios que, tras entrar en el mundo de los muertos, retornan al mundo de los vivos. De hecho, de los diez libros de bolsillo m¨¢s vendidos en Estados Unidos estos d¨ªas, cuatro tratan sobre la muerte, el m¨¢s all¨¢ o la inmortalidad.
A pesar de esta ola de curiosidad esperanzadora en el destino humano, el terror a la muerte sigue siendo universal. S¨®lo nos salvamos durante los primeros ocho o nueve a?os de la vida, cuando todav¨ªa no reconocemos lo que significa desaparecer para siempre; un concepto por lo general demasiado abstracto, incongruente y lejano de nuestras experiencias infantiles rebosantes de vitalidad de ilusi¨®n y de fantas¨ªa. Pero, con la excepci¨®n de estos pocos a?os de inocencia, el miedo al final nos sigue tan de cerca como nuestra sombra. Aunque no sea siempre evidente.
Una cierta conciencia de vulnerabilidad tiene sus ventajas: nutre muchas de nuestras motivaciones del d¨ªa a d¨ªa, modera nuestra prepotencia, estimula nuestra creatividad y mantiene despierto nuestro instinto de conservaci¨®n. Seg¨²n conceptos evolucionistas, en los or¨ªgenes de la humanidad los hombres y mujeres con m¨¢s temor de la muerte eran los m¨¢s realistas acerca de su situaci¨®n en la Tierra. Estos transmitieron a sus descendientes un mayor grado de aprensi¨®n autoprotectora, mejorando as¨ª la calidad de vida y las probabilidades de supervivencia. No obstante, muy pocas personas pueden concebir la no existencia sin angustiarse. La mayor¨ªa tenemos que reprimir el miedo a la muerte para poder vivir con entusiasmo.
El temor al acabamiento rara vez es consciente o ense?a su verdadera cara. Unas veces lo mostramos con sentimientos de inseguridad, de desaliento y de tristeza. Otras lo camuflamos buscando compulsivamente la fuente de la eterna juventud o negando el normal envejecimiento, teniendo hijos, acumulando propiedades a nuestro nombre, persiguiendo aventuras amorosas o escribiendo libros. A veces compensamos nuestro miedo a la muerte desafi¨¢ndola, maltratando nuestro cuerpo o arriesgando la vida en haza?as peligrosas. En mi experiencia profesional he podido comprobar que hasta el acto suicida de los deprimidos desesperados m¨¢s agn¨®sticos o esc¨¦pticos deja entrever a menudo su confianza en la continuidad de la existencia.
Se ha dicho que la muerte es la musa de la filosof¨ªa. Poetas, ensayistas y hombres y mujeres sabios escriben a menudo sobre la idea del final, aunque raras veces hayan visto morir a alguien. La mayor¨ªa de la gente ve la muerte una o dos veces en su vida. Por lo general se trata de situaciones en las que se sienten demasiado abrumados emocionalmente como Para poder contemplarla con claridad. Por otra parte, cada d¨ªa m¨¢s personas fallecen en el hospital, y los detalles de la defunci¨®n se suelen ocultar a los. familiares y amigos, en la creencia piadosa de que hablar de ellos intensifica el dolor.
En momentos fugaces de introspecci¨®n, muchos anhelamos una muerte r¨¢pida o durante ¨¦l sue?o "para no sufrir", un lapso perfecto a la inconsciencia libre de agon¨ªa. A veces reflexionamos sobre las im¨¢genes de nuestros momentos terminales; en ellas representamos un cierto donaire y un sentido profundo de final, un trance de mente clara en el que hacemos una ecu¨¢nime recapitulaci¨®n de la vida. La "muerte con dignidad" es la expresi¨®n emblem¨¢tica actual del deseo universal por alcanzar un compromiso airoso, con la dura y repulsiva irrevocabilidad de los ¨²ltimos chisporroteos de la vida.
En el fondo, casi olvidamos que la muerte es un evento normal en la cadena de ritmo de la naturaleza. Es el cese del funcionamiento del cuerpo que se produce cuando la agotadora batalla contra la enfermedad se pierde. Pero el enemigo del desahuciado no es la muerte, ni siquiera la enfermedad. Como ilustr¨® l¨²cidamente Le¨®n Tolst¨®i en su novela La muerte de Iv¨¢n Ilych, el adversario m¨¢s aterrador del moribundo es la soledad que produce el enga?o, el disimulo o el silencio de los seres queridos y allegados que no pueden admitir abiertamente lo que todos saben que est¨¢ ocurriendo. Y es que nuestra conciencia de mortalidad es una de las pocas cosas con el poder de enmudecernos. Es un susurro hacia fuera y un clamor interno. M¨¢s que el sexo, m¨¢s que la fe, incluso m¨¢s que la propia muerte -su ujier-, el sentimiento de extinci¨®n es silencioso. Es ignorado p¨²blicamente, excepto en los breves instantes de un funeral, o en las conversaciones entre los que reconocemos ese vac¨ªo especial que parece estar enterrado en el centro de quienes somos. Yo pienso que no hablamos de nuestra caducidad porque, cuando nos detenemos a examinarla, poco a poco se convierte en algo m¨¢s indefinido, m¨¢s incomprensible, pero tambi¨¦n m¨¢s grande, m¨¢s permanente y, en definitiva, m¨¢s insuperable. De ah¨ª que la opci¨®n de la inmortalidad, la idea de que la muerte no existe, sea tan irresistible.
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