Jugar con fuego
La conmoci¨®n que ha provocado, en Argentina, el testimonio de las torturas y los cr¨ªmenes cometidos por la dictadura militar que inaugur¨® el golpe de Estado del general Videla, en 1976, y ces¨® con la elecci¨®n de Alfons¨ªn, en 1983, podr¨ªa ser muy saludable para el futuro de la democracia en ese pa¨ªs y en Am¨¦rica Latina. Pero s¨®lo si se ventilan todos los factores y el conjunto de la sociedad saca del debate correspondiente las conclusiones adecuadas. Tengo la impresi¨®n de que nada de ello va a ocurrir.Aunque la magnitud de los horrores de la represi¨®n se conoc¨ªa de sobra, lo que ha desencadenado el esc¨¢ndalo -atizado por la campa?a electoral del momento- son las escalofriantes precisiones ofrecidas por los militares 'arrepentidos' sobre el sadismo con que aqu¨¦lla se abati¨® sobre sus v¨ªctimas, y, sobre todo, que quienes hicieron las revelaciones fueron los propios victimarios. Ahora s¨ª, la evidencia est¨¢ all¨ª. La verdad ya no puede ser cuestionada ni rebajada, pues esas bocas locuaces- que la hacen p¨²blica son las de los mismos que aplicaron las picanas el¨¦ctricas, soltaron a los perros adiestrados en castrar a mordiscos a los prisioneros o empujaron a ¨¦stos, anestesiados y desnudos, desde los helic¨®pteros al mar.
Todo ello es, desde luego, atroz y nauseabundo para cualquier conciencia medianamente ¨¦tica, como es perfectamente comprensible la indignaci¨®n de los cat¨®licos, que se sienten apu?alados a traici¨®n por su Iglesia, al enterarse de que los oficiales o clases encargados de arrojar vivos al oc¨¦ano a los presos pol¨ªticos, eran confortados espiritualmente por sacerdotes y capellanes castrenses, a fin de que no padecieran luego de remordimientos. (Hab¨ªa m¨¦dicos y psic¨®logos para complementar esta tarea, de modo que no cundiera la desmoralizaci¨®n entre los miembros de los cuerpos especializados en la lucha antiterrorista).
Dicho esto, debo confesar que, sin que ello disminuyera mi asco por aquel salvajismo, he seguido con un malestar creciente el debate argentino sobre si, en raz¨®n de estos nuevos elementos de juicio, deber¨ªa levantarse el indulto del 28 de diciembre de 1990, reabrirse los juicios y enviar a la c¨¢rcel al mayor n¨²mero de c¨®mplices -civiles o militares- en las torturas, asesinatos y desapariciones de las 30.000 v¨ªctimas de la dictadura que lideraron los generales Videla, Viola y Galtieri. Desde luego, ser¨ªa magn¨ªfico que todos los responsables de esas inauditas crueldades fueran juzgados y sancionados. Pero ello es pr¨¢cticamente imposible porque aquella responsabilidad desborda largamente la esfera castrense e implica a un amplio espectro de la sociedad argentina, incluida una buena parte de quienes ahora se rasgan las vestiduras condenando retroactivamente una violencia que, de un modo u otro, ellos tambi¨¦n contribuyeron a atizar.
El reemplazo de un Gobierno democr¨¢tico por un r¨¦gimen dictatorial -un sistema que regula la ley por otro en el que domina la fuerza- abre las puertas y las ventanas a un desencadenamiento impredecible de la violencia, en todas sus manifestaciones, desde la impunidad, para la corrupci¨®n hasta el crimen institucionalizado, pasando, desde luego, por el imperio de la arbitrariedad en las relaciones sociales y el reino del privilegio y la discriminaci¨®n en la esfera p¨²blica. Los alcances de esta violencia impl¨ªcita en todo r¨¦gimen cuyo sustento es la fuerza bruta, dependen, claro, de factores que var¨ªan de pa¨ªs a pa¨ªs y de ¨¦poca a ¨¦poca, pero es una ley sin excepciones -sobre todo en Am¨¦rica Latina- que toda dictadura, aun la m¨¢s 'benigna', deja siempre tras de s¨ª un siniestro reguero de sangre y de muerte y un largo prontuario de atropellos a los derechos humanos.Por eso, est¨¢ muy bien que las revelaciones de los oficiales Adolfo Scilingo y H¨¦ctor Verg¨¦s, el gendarme Federico Talavera y el sargento V¨ªctor Ib¨¢?ez provoquen indignaci¨®n, pero de ning¨²n modo es admisible la sorpresa, pues ?torturar, asesinar y 'desaparecer' no ha sido acaso, desde siempre, pr¨¢ctica habitual de las dictaduras en Am¨¦rica Latina y en todas partes? Lo que ha variado, sin duda, es la tecnolog¨ªa, hoy d¨ªa mucho m¨¢s avanzada que la de aquellos tiempos artesanales en que Trujillo lanzaba a sus adversarios a los tiburones no desde una avi¨®n sino desde un mediocre acantilado de la capital dominicana. Todo esto lo conocemos los latinoamericanos de sobra y, por eso, quienes aplauden o callan cuando un r¨¦gimen democr¨¢tico es destruido por los tanques saben muy bien lo que ¨¦stos traen consigo como proyecto de vida para la colectividad entre las muelas de sus orugas. ?Necesito recordar que el golpe militar del 24 de marzo de 1976 contra el Gobierno de Isabelita Per¨®n fue jaleado alegremente por un sector muy grande, acaso mayoritario, de la sociedad argentina? Esa muchedumbre de caras an¨®nimas que respir¨®, aliviada y feliz, cuando se instal¨® la Junta Militar, no es ajena al horror que en estos d¨ªas despliega su abyecta cara en la vida pol¨ªtica argentina y es objeto, de examen p¨²blico gracias a que ahora hay en ese pa¨ªs un r¨¦gimen de libertad y legalidad.
Ahora bien, si es hip¨®crita jugar al inocente o al ciego sobre lo que significa una dictadura, tambi¨¦n lo es jugar al desmemoriado y mantener fuera del debate un hecho c¨¢pital: el clima de zozobra y de impotencia que reinaba en Argentina en los a?os setenta por culpa de la acci¨®n insurreccional de los montoneros y el Ej¨¦rcito Revolucionario del Pueblo (ERP). Esta guerra, recordemos, fue desatada no contra una dictadura militar, sino contra un r¨¦gimen civil, nacido de elecciones, y que, con todos los defectos que ten¨ªa -eran innumerables, ya lo s¨¦-, preservaba un cierto pluralismo y permit¨ªa un amplio margen de ' acci¨®n a sus opositores de derecha y de izquierda, lo que significa que hubiera podido ser reemplazado pac¨ªficamente, a trav¨¦s de un proceso electoral.
Pero los rom¨¢nticos e idealistas guerrilleros urbanos' no quer¨ªan conservar el corrupto e ineficiente sistema democr¨¢tico, sino hacer de ¨¦l t¨¢bula rasa y edificar otra sociedad, desde el principio. Para ellos, ese sistema era una simple m¨¢scara y sus asesinatos, atentados, secuestros y 'expropiaciones' -como llamaban a los asaltos y robos- ten¨ªan por objeto, precisamente, restablecer la verdad: es decir, que salieran los militares de los cuarteles a gobernar ?pues, qu¨¦ era la democracia sino un pat¨¦tico testaferro del verdadero poder representado por la instituci¨®n castrense y sus aliados, los capitalistas? Su estategia tuvo ¨¦xito y los militares, aclamados por una buena parte de los civiles a quienes el terrorismo ten¨ªa aturdidos y aterrados, salieron de los cuarteles a librar la guerra a la que eran convocados y, como en eso de matar estaban mejor equipados y entrenados que los guerrilleros, mataron a mansalva, diez o veinte -o acaso m¨¢s- por cada una de las v¨ªctimas del otro bando, sin importarles mucho que, entre las v¨ªctimas, cayera un considerable n¨²mero de inocentes.
El salvajismo de unos no es jam¨¢s atenuante del salvajismo de los otros, por supuesto, y de ninguna manera creo que se pueda excusar o mitigar la responsabilidad de los espantosos abusos de la dictadura por los cr¨ªmenes de los montoneros y el ERP. Pero s¨ª sostengo que no se puede desligar la ferocidad de la represi¨®n de la dictadura militar de la insensata declaratoria de 'guerra armada' lanzada por esos movimientos extremistas contra una democracia que, por d¨¦bil e incompetente que fuera, era la defensa m¨¢s preciosa que el pueblo argentino ten¨ªa contra la violencia. Por eso, todos los que ayudaron, de un modo o de otro, a que ese sistema se desplomara y a que lo sustituyera una Junta Militar, pusieron un manojito de paja en el terrible incendio que asol¨® al pa¨ªs m¨¢s instruido, pr¨®spero y moderno de Am¨¦rica Latina y lo retrocedi¨® a la barbarie pol¨ªtica.
?C¨®mo fue posible semejante regresi¨®n y c¨®mo actuar, desde ahora, para que ella no vuelva a repetirse? ?ste deber¨ªa ser el eje del debate. Los arrepentimientos p¨²blicos de obispos y jefes militares est¨¢n muy bien, sin duda, pero no creo que ellos garanticen gran cosa cara al futuro, a menos que estas exhibiciones vengan acompa?adas de una toma de conciencia colectiva de que aquellos horrores que hoy d¨ªa salen a la luz p¨²blica fueron un efecto, la inevitable consecuencia de una tragedia mayor: la desaparici¨®n del r¨¦gimen civil y representativo, basado en la ley, en las reglas de juego civilizado de las elecciones y el equilibrio de poderes, y su sustituci¨®n por un r¨¦gimen autoritario basado en las pistolas.
Ahora bien, tengo la impresi¨®n de que no es ¨¦sta la direcci¨®n que ha tomado el debate argentino, sino, m¨¢s bien, la arriesgad¨ªsima del arreglo de cuentas', la m¨¢s apta para, en vez de vacunar al pa¨ªs contra la repetici¨®n futura de horrores semejantes, ahondar la divisi¨®n entre los sectores pol¨ªticos y debilitar el fr¨¢gil consenso que ha permitido el restablecimiento de la democracia. Si ¨¦sta se resquebraja y desmorona no s¨®lo no se habr¨¢ hecho justicia a las v¨ªctimas del terror; se habr¨¢ abonado el terreno para que, una vez m¨¢s, se repita el ciclo fat¨ªdico, y a un breve intervalo de libertad siga el autoritarismo, desembozado o encubierto (a la manera peruana, por ejemplo), con su inevitable corolario de nuevos atropellados, abusados, torturados y asesinados para enriquecer la triste historia universal de la infamia de la que hablaba Borges.
Mi pesimismo tiene que ver con declaraciones como la del ex l¨ªder montonero Jorge Reyna, quien, preguntado por los periodistas si ¨¦l tambi¨¦n se "arrepent¨ªa" de su personal contribuci¨®n a la violencia de los a?os setenta, respondi¨® as¨ª: "Yo, todo lo contrario, me enorgullezco de haber tratado de cambiar el mundo. Es la columna vertebral que me sostiene vivo despu¨¦s de todas las cosas que viv¨ª...". Es una actitud coherente, sin duda. Pero ?c¨®mo extra?arse entonces de que a ella responda un general, coronel o capit¨¢n declarando que, por su parte, ¨¦l se enorgullece de haber salvado la civilizaci¨®n occidental y cristiana de la ofensiva atea y comunista? ?se es, una vez m¨¢s, el camino de la guerra civil, y si ella se desata nuevamente los argentinos ya saben qui¨¦n la va a ganar y cu¨¢les ser¨¢n las consecuencias.
Por eso, haciendo esfuerzos para superar la comprensible n¨¢usea y el espanto, har¨ªan bien en mirar hacia aquellos pa¨ªses, como Espa?a o como Chile, que han sabido romper el ciclo infernal y han sido capaces de enterrar el pasado a fin de poder construir el futuro. S¨®lo cuando la democracia echa ra¨ªces y la cultura de la legalidad y de la libertad permea toda la vida social est¨¢ un pa¨ªs defendido contra bestialidades como las que vivi¨® Argentina aquellos a?os, y suficientement9 fortalecido como para sancionar debidamente a quienes amenazan el Estado de derecho. La democratizaci¨®n de las instituciones en Am¨¦rica Latina -y, en especial, de las Fuerzas Armadas, acostumbradas desde el fondo de los tiempos a actuar desde la prepotencia- es un proceso lento y delicado del que depende en gran parte el futuro de la libertad en el continente. Lo sucedido en el Per¨² con una democracia que, por la violencia de los grupos extremistas y la ceguera y demagogia de algunas fuerzas pol¨ªticas, los peruanos malversaron y dejaron caer como una fruta madura en los brazos del poder personal y militar, deber¨ªa abrir los ojos a los imprudentes justicieros que, en Argentina, aprovechan este debate sobre la represi¨®n de los setenta para tomarse el desquite, reparar viejas afrentas o continuar por otros medios la demencial guerra que desataron y perdieron.
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