El derecho al disparate
El derecho al disparate es el primero de los derechos fundamentales y la premisa de todos los dem¨¢s. Si hay algo que caracteriza esencialmente a la democracia es el derecho a decir disparates.Ahora bien, el que se tenga ese derecho no quiere decir que lo que se dice no sea un disparate, pues una opini¨®n no deja de ser disparatada porque se tenga derecha formularla. La democracia garantiza el derecho al disparate porque sabe que su supresi¨®n es un disparate todav¨ªa mayor, no porque el disparate "democr¨¢tico" del de ser un disparate.
Se trata de un derecho del que se hace un ejercicio constante en todas las democracias. No es dif¨ªcil, en consecuencia, identificar manifestaciones del mismo. Pero hay veces en que el disparate, por venir de quien viene por afectar al n¨²cleo esencial del sistema democr¨¢tico adquiere una dimensi¨®n especial.
Me refiero, concretamente, al ¨²ltimo art¨ªculo de Ignacio Sotelo en este peri¨®dico, en el que afirmaba tajantemente que el Gobierno de la naci¨®n carece de "legitimidad de ejercicio".
Cuando lo le¨ª, no sal¨ªa de mi asombro. La legitimida tanto de origen como de ejercicio del Gobierno ha sido una de las cuestiones que ha atravesado la historia pol¨ªtica espa?ola desde 1808 sin que hayamos sido cap4cc de encontrar hasta 1978 una soluci¨®n satisfactoria. Est es la raz¨®n de que en el ¨²ltimo proceso constituyente le hayamos dado una respuesta radicalmente distinta al que se le di¨® en el pasado-, tanto en el Estado mon¨¢rquico como en el republicano. Y se le ha dado una respuesta distinta de manera deliberada, consciente.
En efecto, desde un punto de vista institucional, el hecho diferencial de la historia espa?ola respecto de la europea ha sido o la exclusi¨®n del protagonismo parlamentario en la definici¨®n de la legitimidad del Gobierno c¨®mo ocurri¨® en la Monarqu¨ªa, o la concurrencia con el parlamentario del protagonismo del presidente de la Rep¨²blica, como ocurri¨® con la Constituci¨®n de 1931. ?se ha sido un elemento clave en el envenenamiento de la vida pol¨ªtica espa?ola de los dos ¨²ltimos siglos.
Con esto es con lo que ha pretendido acabar radica mente el constituyente de 1978. Por eso ha cambiado la denominaci¨®n y la ubicaci¨®n del T¨ªtulo dedicado a la Jefatura de] Estado respecto de las constituciones mon¨¢rquicas y la ordenaci¨®n del Gobierno respecto de la republicana. Por eso ha atribuido al Congreso de los Diputados el monopolio en la definici¨®n de la legitimidad d origen y de ejercicio del Gobierno.
Este monopolio es el que convierte al Gobierno e Gobierno de la Naci¨®n. Y, aunque parezca incre¨ªble, el Gobierno de Espa?a no ha sido nunca constitucional mente el Gobierno de la Naci¨®n en nuestra historia antes de 1978. Ni siquiera en la II Rep¨²blica. El protagonismo democr¨¢tico de la sociedad espa?ola, que se ex presa a trav¨¦s del Congreso de los Diputados y que leg¨ªtima a trav¨¦s de ¨¦l en su origen (T¨ªtulo IV) y en su ejercicio (T¨ªtulo V) al Gobierno, que por eso es de la Naci¨® Espa?ola, es una conquista de nuestro ¨²ltimo proceso constituyente.
Casi dos siglos nos ha costado llegar hasta aqu¨ª en el camino nos hemos dejado lo que nos hemos dejado.
Por lo visto, todo esto no vale para nada. Hay que volver a un sistema de valoraci¨®n extraparlamentaria de la legitimidad del Gobierno.
Como ejercicio del derecho al disparate, no est¨¢ mal.
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