Soldados de otras guerras
Con menos indignaci¨®n que melancol¨ªa le¨ª hace unas semanas que ninguna autoridad de nuestro pa¨ªs hab¨ªa estado presente en la ceremonia del cincuentenario de la liberaci¨®n del campo de Mauthausen, en el que murieron tantos republicanos espa?oles. Cincuenta a?os despu¨¦s, algunos de los que todav¨ªa no se han muerto regresaron a Mauthausen y, por supuesto, no hab¨ªa para acompa?arlos ninguna representaci¨®n oficial espa?ola, pero al menos el himno en¨¦rgico y atrabiliario de Riego se oy¨® entre los himnos sin la menor duda m¨¢s solemnes de otros pa¨ªses, y una bandera roja, amarilla y morada, una bandera sin pa¨ªs, fue izada entre las otras banderas.Algo semejante cuentan que ocurri¨® en Mauthausen en la primavera de 1945: cuando las tropas americanas avanzaban hacia el campo, ya abandonado por la guarnici¨®n de las SS, los recibi¨® sobre los tejados una bandera tricolor alzada all¨ª por los prisioneros espa?oles. Algunos de los primeros carros de combate aliados que avanzaron sobre Par¨ªs en agosto de 1944 llevaban escritos nombres espa?oles en el blindaje: Madrid, Teruel, Belchite, Ebro. Entre los soldados que tomaron por asalto el Nido del ?guila, la residencia veraniega de Hitler, hab¨ªa uno que era espa?ol. Entr¨® en una sala de estar que parec¨ªa reci¨¦n abandonada y vio un sill¨®n de orejas cerca de una mesa en la que hab¨ªa peri¨®dicos y de una chimenea apagada. Comprendi¨® que estaba frente al sill¨®n donde se sentaba Hitler, y durante unos segundos tuvo la tentaci¨®n de prenderle fuego, o de disparar contra ¨¦l, o de arrojarle una granada. Lo que hizo fue dejar el fusil a un lado, desabrocharse la bragueta y orinar largamente en el sill¨®n de Hitler, con un sentimiento absolutamente personal de alivio y revancha, concentrando en cada segundo de aquella meada victoriosa toda su rabia por tantos a?os de guerra, exilio y desastre.
Nadie sabe ya estas cosas, que no importan casi a nadie m¨¢s que a quienes las vivieron, unos cuantos ancianos que cobran pensiones modestas del Gobierno franc¨¦s y que guardan como reliquias sus trofeos, sus condecoraciones y diplomas de aquella guerra que ellos imaginaron que devolver¨ªa la libertad a Espa?a igual que se la estaba devolviendo a Europa. Nadie se ocupar¨ªa de honrar ni de recordar a esos h¨¦roes si no fuera porque Manuel Leguineche ha incluido el testimonio de algunos de ellos en una serie espl¨¦ndida sobre la II Guerra Mundial que se ha deslizado o se desliza estos d¨ªas por los horarios m¨¢s improbables de la televisi¨®n p¨²blica.
Un domingo, en la hora let¨¢rgica y desganada de la sobremesa, mientras usaba el mando a distancia para huir de anuncios de cosas que no quer¨ªa comprar y fragmentos de pel¨ªculas que no quer¨ªa ver y concursos en los que no estaba interesado, de pronto encontr¨¦ unas im¨¢genes en blanco y negro, y al reconocer en ellas la ¨¦pica de los documentales sobre el desembarco en Normand¨ªa inmediatamente me detuve. Un segundo despu¨¦s estaba asistiendo a lo que parece m¨¢s imposible en la televisi¨®n, al testimonio triste y apasionado de un ser humano real, no un papagayo ni un maniqu¨ª ni un actor, un hombre viejo y fornido que hablaba despacio sentado en un sof¨¢ de confort pobre, en una habitaci¨®n que se adivinaba peque?a, agobiada de pa?itos y recuerdos, un cuarto de estar de pensionista modesto en el que sin embargo resplandec¨ªan el rojo, el amarillo y el morado de una bandera de la Rep¨²blica bordada en un pueblo de Catalu?a en 1938, una bandera que aquel hombre, que sin duda ganaba lo justo para vivir en una penuria digna, dijo que no vender¨ªa nunca a pesar de todo el dinero que le ofrec¨ªan por ella.
Hab¨ªa combatido en la guerra de Espa?a, hab¨ªa padecido un cautiverio indigno en los campos de concentraci¨®n donde el Gobierno franc¨¦s hacin¨® como apestados a los soldados de la Rep¨²blica que cruzaron la frontera tras la ca¨ªda de Catalu?a, se hab¨ªa alistado en el Ej¨¦rcito franc¨¦s y hab¨ªa conocido la derrota en Dunquerque, hab¨ªa participado en la organizaci¨®n de la resistencia contra los nazis, lo hab¨ªan hecho prisionero y enviado a un campo de exterminio. Fue un h¨¦roe y ahora es un pensionista del Gobierno franc¨¦s. Lo escuchaba uno hablar en ese par¨¦ntesis inusitado de la televisi¨®n y se daba cuenta del valor irrecuperable de todas las cosas que se perdieron en los feroces cataclismos de aquella d¨¦cada; no s¨®lo las vidas, sino tambi¨¦n las convicciones y las ilusiones, el coraje c¨ªvico, la entereza sobria e invariable de resistir a la adversidad despu¨¦s de cada derrota sucesiva. Otro espa?ol, veterano de la Divisi¨®n Leclerc, se acordaba con ternura y orgullo de los d¨ªas solares de la liberaci¨®n de Par¨ªs, de las mujeres con vestidos claros y labios pintados de rojo que buscaban aquel verano a los militares acampados en las umbr¨ªas del Bois de Boulogne: para ellos, los republicanos espa?oles, aqu¨¦lla fue la primera victoria contra el fascismo, la ¨²nica y ¨²ltima.
Un lector me cuenta en una carta su indignaci¨®n por el olvido que sufren, en medio de todas las conmemoraciones de la II Guerra Mundial, los dem¨®cratas espa?oles encarcelados o fusilados por la dictadura franquista durante aquellos mismos a?os.
Cuando tantas cosas vanas o da?inas se exaltan, parece que a casi todo el mundo le incomoda el recuerdo del dolor pasado, del hero¨ªsmo sin recompensa, de la dignidad perdida para siempre. Unos cuantos ancianos l¨²cidos y fuertes atesoran en sus viviendas de pensionistas sin fortuna recuerdos gloriosos y exactos, medallas, banderas de una Rep¨²blica abolida, emociones intactas que a¨²n les llenan los ojos de l¨¢grimas y les quiebran la voz. Nadie los honra, porque estos tiempos no los merecen, pero al menos Manuel Leguineche les ha erigido un monumento fugaz de memoria, unos minutos de televisi¨®n.
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