Castillos en Espa?a
Despu¨¦s del derrumbe de los sue?os lo que parece haber llegado a la Espa?a de ahora es el descr¨¦dito de la realidad. En 1982, cuando los socialistas llegaron al poder, se hab¨ªan borrado ya la mayor parte de los sue?os m¨¢s generosos y m¨¢s ineptos, que alimentaron a la izquierda durante la dictadura, as¨ª que muchas personas que en 1977 a¨²n aspiraban a la rep¨²blica y a la revoluci¨®n proletaria consideraron, cinco a?os m¨¢s tarde, que el ¨²nico futuro veros¨ªmil era el de una socialdemocracia s¨®lida, eficaz, burguesa, incluso aburrida, una socialdemocracia que mantuviera razonablemente limpias las calles y las dependencias del Estado, que volviera puntuales a los funcionarios p¨²blicos y los transportes p¨²blicos, que nos convirtiera, en resumen, en un pa¨ªs europeo, con esa mezcla algo ingenua de romanticismo y de modernidad que ten¨ªa entonces la palabra europeo para los o¨ªdos espa?oles.
En 1981 hab¨ªamos sobrevivido casi de milagro a una tentativa de golpe de Estado militar. En octubre del 82 al votar a los socialistas, muchos dem¨®cratas espa?oles renunciaban a algunos de sus sue?os m¨¢s audaces con la esperanza de que se disiparan a cambio las peores pesadillas del militarismo. Ya casi nadie esperaba la revoluci¨®n, a no ser una concienzuda tard¨ªa revoluci¨®n burguesa: legalidad, laicismo, educaci¨®n y sanidad universales, algunas cosas obvias que cualquier ciudadano europeo occidental disfrutaba sin darles demasiada Importancia y que nosotros mismos, los que nos educamos en el radicalismo de los setenta, hab¨ªamos tendido a despreciar.
Muchos amigos me dicen ahora que ellos nunca votaron al partido socialista, que en ning¨²n momento fueron enga?ados por ¨¦l. A m¨ª no me da verg¨¹enza confesar que en las elecciones de octubre de 1982 vot¨¦ por ellos y me alegr¨¦ de la amplitud abrumadora de su victoria. Abolidos los sue?os, o los delirios leninistas, parec¨ªa que por fin ¨ªbamos a consagrarnos a la edificaci¨®n de la realidad. Ahora se nos olvida, pero la victoria del partido socialista era un hecho del todo excepcional en la historia de Espa?a.
Por primera vez una fuerza de izquierda ganaba por mayor¨ªa absoluta unas elecciones libres, en un periodo de relativa estabilidad internacional y sin graves convulsiones interiores. Hay que recordar que en 1931, cuando la alianza de republicanos de izquierda y socialistas emprendi¨® las grandes reformas legales y sociales de la II Rep¨²blica, el mundo entero atravesaba una crisis econ¨®mica feroz, los totalitarismos ascend¨ªan en Europa y la propia Espa?a yac¨ªa en un estado de ignorancia y desigualdad intolerable. Los Gobiernos de los dos primeros a?os de la Rep¨²blica padecieron adem¨¢s una permanente debilidad parlamentaria, que acab¨® provocando en 1933 el triunfo electoral de una derecha m¨¢s adicta a Mussolini y a Hitler que a las fr¨¢giles formalidades de la democracia.
En 1982, ninguno de los peligros que hab¨ªan acechado a la Rep¨²blica de 1931 exist¨ªa: Espa?a ya no era un pa¨ªs analfabeto y rural, propenso al oscurantismo religioso o al milenarismo anarquista; los avances en la construcci¨®n europea volv¨ªan inveros¨ªmil un rebrote de fascismo; y un Gobierno fortalecido por una vasta mayor¨ªa absoluta ten¨ªa delante de s¨ª la legitimidad jur¨ªdica y popular y el tiempo necesario para llevar a cabo las reformas m¨¢s imprescindibles, para convertir en pr¨¢ctica pol¨ªtica las ganas de cambio de la gente. Felipe Gonz¨¢lez y los suyos se parec¨ªan en las primeras fotos de Gobierno al pa¨ªs posible que entonces no costaba demasiado trabajo imaginar: gente joven, sensata, honesta, con capacidad t¨¦cnica y arrojo pol¨ªtico, gente nueva que no ten¨ªa nada que ver con los carcamales del franquismo, ni siquiera con los pol¨ªticos profesionales europeos.
Cre¨ªamos que est¨¢bamos ingresando en la realidad, y ahora, 13 a?os m¨¢s tarde, comprendemos que hab¨ªamos sido hechizados por un sue?o que se parec¨ªa a ella, por una nueva utop¨ªa que ya no se nos antojaba inveros¨ªmil por el simple hecho de que era razonable. Nuestras ilusiones socialdem¨®cratas han resultado tan insensatas como las antiguas ilusiones leninistas: pens¨¢bamos que no estaba mal renunciar al colectivismo si a cambio se lograba que las ciudades estuvieran limpias y que los administradores p¨²blicos fueran honrados, por ejemplo, pero ahora sucede que las, calles est¨¢n m¨¢s, sucias que nunca y que los administradores p¨²blicos tienden a saltarse las leyes, pero ya parece que no le quedan a nadie principios lo bastante s¨®lidos como para afirmar sobre ellos una rebeld¨ªa pol¨ªtica, no s¨®lo un rapto de furia, o de des¨¢nimo.
Durante los ochenta, los socialistas en el poder dedicaron toda su maquinaria publicitaria y su astucia dial¨¦ctica a proponerle al pa¨ªs una transacci¨®n: los mitos antiguos de la igualdad, la solidaridad y la justicia deb¨ªan ser abandonados, o al menos pospuestos, en nombre de la modernizaci¨®n y de la eficacia. Si no ¨¦ramos modernos, competitivos y eficaces, no pod¨ªamos sustentar la justicia; si se favorec¨ªa no la solidaridad, sino la codicia y el tiburonismo econ¨®mico, la prosperidad que traer¨ªa consigo una tal liberaci¨®n de las fuerzas del mercado acabar¨ªa benefici¨¢ndonos a todos. Ninguna de las convicciones de izquierda que el propio partido socialista hab¨ªa defendido hasta no mucho antes pod¨ªa mantenerse ya en pie: el pacifismo neutralista y la inclinaci¨®n hacia Am¨¦rica Latina y el Tercer Mundo quedaban desacreditados por la urgencia de ingresar en la OTAN y en la Comunidad Europa. En marzo de 1986, la campa?a del refer¨¦ndum sobre la OTAN signific¨® una novedad radical en el modo en que los socialistas trataban la disidencia de izquierdas: por primera vez se volvieron abiertamente agresivos, intolerantes en la ebriedad de su soberbia.
Vistos a distancia, aquellos a?os, la segunda mitad de los ochenta, adquieren una luz de alucinaci¨®n. En vez de utilizar sus colosales fuerzas parlamentarias en cambiar de verdad el pa¨ªs, los dirigentes socialistas se dedicaron, con la complicidad parcial de los dem¨¢s partidos, a inmiscuirse en todos los poderes de la sociedad, a extender a todas partes el dominio arbitrario e impune de una casta pol¨ªtica que se crey¨® por encima de la ley, invulnerable a los l¨ªmites de la decencia y al mismo tiempo a la corrupci¨®n del dinero. En 1982, una de las promesas m¨¢s insistentes de la campa?a electoral hab¨ªa sido la reforma de la Administraci¨®n p¨²blica. Para cualquier dem¨®crata era evidente que hac¨ªa falta limpiar y racionalizar el Estado, liberarse de la siniestra incompetencia y de los h¨¢bitos represivos de una Administraci¨®n forjada durante casi medio siglo por los vencedores de la guerra civil. La polic¨ªa, el Ej¨¦rcito, las jerarqu¨ªas ministeriales continuaban intactas. Pero no se trataba principalmente de la necesidad de una depuraci¨®n pol¨ªtica, sino de una modernizaci¨®n en el sentido m¨¢s profundo.
Nada de eso ocurri¨®, al menos en el ¨¢mbito de la realidad, si bien las cosas eran de otro modo en ese espacio publicitario de los sue?os que ha resultado ser el preferido no s¨®lo por los socialistas, sino por todas las organizaciones pol¨ªticas en el poder. En vez de cambiar, la Administraci¨®n empez¨® a multiplicarse hasta extremos de burocracia: asi¨¢tica, crecieron Gobiernos y Parlamentos aut¨®nomos, patronatos, organismos p¨²blicos cuya utilidad nadie conoc¨ªa, pero que incorporaban a militantes y clientes de los partidos y creaban una malla de intereses enquistados como par¨¢sitos de la vida productiva del pa¨ªs, una red populosa de servilismo pol¨ªtico muy ¨²til a la hora de una campa?a electoral.
No se cambiaba la Administraci¨®n, sino los logotipos de los ministerios y el mobiliario de las oficinas; no se desarrollaba en realidad una econom¨ªa productiva, pero se favorec¨ªa la especulaci¨®n financiera y se difund¨ªa el delirio de una incorporaci¨®n a los pa¨ªses de cabeza de Europa, incluso a los grandes del mundo. Mientras se desmantelaba la agricultura y la ganader¨ªa para obedecer a las exigencias de Bruselas, mientras se vend¨ªan sin c¨¢lculo las empresas m¨¢s s¨®lidas del pa¨ªs a multinacionales extranjeras, el sue?o de la modernidad se iba convirtiendo a medida que se acercaba el final de los ochenta en una desmesurada representaci¨®n barroca, en una locura de despilfarro y exhibicionismo que infectaba por igual los h¨¢bitos p¨²blicos y las costumbres privadas.
Se viv¨ªa en una excitaci¨®n febril de comprar y vender, en un aturdimiento que ocultaba o volv¨ªa irrelevantes los datos obstinados de la realidad: el crecimiento del paro, y de las desigualdades interiores; la ca¨ªda constante de la productividad y la competitividad; la multiplicaci¨®n monstruosa del d¨¦ficit del Estado; la p¨¦rdida de cualquier rastro de solidaridad democr¨¢tica, de un proyecto com¨²n de identidad pol¨ªtica espa?ola.
La Olimpiada de Barcelona, el tren AVE y, la Exposici¨®n Universal de Sevilla iban a constituir las pruebas irrefutables de la modernizaci¨®n de Espa?a. El AVE, aparte una maravilla t¨¦cnica, result¨® ser un lujo exorbitante en un pa¨ªs del que se est¨¢n suprimiendo los tendidos ferroviarios de, sus regiones m¨¢s pobres, con la explicaci¨®n c¨ªnica de que esos trenes no son rentables. El AVE fue, entre otras cosas, el trofeo de una sumisi¨®n pol¨ªtica de Felipe Gonz¨¢lez, a Fran?ois Mitterrand y a Helmut Kohl, sus dos patronos europeos.Tarda dos horas y media entre Madrid y Sevilla: el expreso nocturno que circula entre Granada y Madrid tarda lo mismo que hace medio siglo.
En los ochenta, los gobernantes socialistas sol¨ªan decir que Andaluc¨ªa, que es la regi¨®n m¨¢s atrasada de Espa?a, llevaba camino de convertirse en la California de Europa, un cruce entre Sylicon Valley y el Jard¨ªn del Ed¨¦n. Pero, como la realidad es dif¨ªcil y trabajosa de cambiar se prefiri¨® construir en una isla pr¨®xima a Sevilla un simulacro moderno y fugaz de realidad, una Exposici¨®n Universal de la que se dijo que iba ser el asombro del mundo y el impulso definitivo para la prosperidad de Andaluc¨ªa: los cientos de miles de millones que se quedaron all¨ª nadie los ha calculado todav¨ªa, igual que no sabe nadie las fortunas que se labraron en esos pocos a?os de fiebre. Ahora la isla de la Cartuja es un paraje abandonado y desierto, y Andaluc¨ªa sigue siendo la regi¨®n m¨¢s pobre de Europa, con un ¨ªndice de paro que en, algunos lugares alcanza el 60%, pero tambi¨¦n con una televisi¨®n p¨²blica que cuesta cada a?o 10 veces m¨¢s que el Museo del Prado y con un Gobierno regional que no conoce l¨ªmites en el exhibicionismo de su despilfarro.
En Espa?a, al final de los ochenta, casi nadie ten¨ªa mucho inter¨¦s por conocer la verdadera realidad ni por restablecer una cierta moral que fuese a la vez c¨ªvica y privada. Se viv¨ªa en la borrachera creciente de los simulacros, en el cinismo de la acomodac¨ª¨®n mediocre o d¨¦ la abierta rapi?a, en la acomodaci¨®n estrat¨¦gica de los ojos cerrados. A forjarse y creerse proyectos sin fundamentos le llamamos en espa?ol "hacer castillos en el aire", Siempre me ha llamado la atenci¨®n que a esas mismas alucinaciones se les llame en franc¨¦s y en ingl¨¦s "castillos en Espa?a". Eso hemos sido tal vez, o somos todav¨ªa, un pa¨ªs de castillos fastuosos e imaginarios, de espejismos car¨ªsimos, de verdades que nadie ha querido ver durante m¨¢s de una d¨¦cada y, mentiras qu¨¦ ya est¨¢n empezando a desmoronarse como esos edificios que se hunden en silencio en las im¨¢genes de derribos que a veces se ven en la televisi¨®n.
En dos a?os, entre 1931 y 1933, el primer Gobierno minoritario y asediado de la II Rep¨²blica Espa?ola llev¨® a cabo una tarea pol¨ªtica educativa fomidable, cre¨® una Constituci¨®n y un nuevo modelo de Ej¨¦rcito, fund¨® escuelas, estableci¨® el voto para las mujeres, la igualdad jur¨ªdica y el derecho al divorcio. En 13 a?os de Gobierno socialista uno tiene la sensaci¨®n dolorosa de que el tiempo ha sido demasiado r¨¢pido y demasiado est¨¦ril y de que todas las cosas que parec¨ªan mas s¨®lidas se disuelven en el aire, como castillos en Espa?a o fuegos artificiales (en espa?ol ha blamos de "castillos de fuegos").
Los sue?os del 77 o del 82 han desaparecido, pero lo peor no es que hayamos dejado de creer en los sue?os, sino que ya no nos creermos la realidad. Hace no mucho tiempo se dec¨ªa que no importaba demasiado que hubiera cierta corrupci¨®n, si a cambio se obten¨ªa eficacia. Tambi¨¦n eso result¨® mentira: somos m¨¢s corruptos, pero no m¨¢s eficaces, y entre nosotros el esc¨¢ndalo se degrada velozmente en parodia, y ya ni nos apetece leer por las ma?anas los titulares del peri¨®dico. Los socialistas han reinado, contagi¨¢ndole al pa¨ªs un sentimiento de irresponsabilidad personal, de que cualquier cosa, si se hace con cierto cuidado, puede hacerse, de que no tienen ya sentido ni las viejas creencias ni el sentido incorruptible de la dignidad que fue en otro tiempo la m¨¦dula moral de la izquierda. Algunos de los personajes m¨¢s altos del Estado se encuentran en la c¨¢rcel: cada d¨ªa se descubren nuevas inmundicias, nuevos despojos de la impunidad de tantos a?os; justo ahora el sue?o, de la integraci¨®n europea es desmentido por el trato vejatorio que ha sufrido Espa?a a manos de sus socios en el conflicto pesquero con Canad¨¢, o por el vandalismo consentido con que los agricultores franceses asaltan cada d¨ªa los camiones espa?oles de fruta.
Detr¨¢s del decorado de los castillos en el aire personas libres de toda sospecha,se han dedicado a robar e incluso a asesinar, pero al menos ahora que se les ha hundido el teatro ya es m¨¢s dificil que se escondan. Mezclada al desaliento, algunos empezamos a encontrar una cierta ilusi¨®n, animada por el trabajo diario de los jueces, de los forenses, de los Polic¨ªas honrados, de las simples personas decentes que no se han rendido en todos estos a?os a la gran marea p¨²blica, pero tambi¨¦n ¨ªntima, de la corrupci¨®n. Al menos ya sabemos que hay mentiras que no pueden volver a contarnos y castillos que nunca m¨¢s se sostendr¨¢n en el aire. Y en medio de todo yo no puedo olvidarme de que vivo en un periodo privilegiado de la historia de mi pa¨ªs, porque nunca hasta ahora hubo una generaci¨®n espa?ola que disfrutara 17 a?os seguidos de libertad. Si no hemos perdido la libertad, no es imposible que seamos capaces de recobrar la decencia.
Antonio Mu?oz Molina es escritor.
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