Un refugiado en casa
Nada de lo que he ido leyendo de Cioran me ha ilustrado tanto sobre la compleja y delicada trama de su esp¨ªritu como aquella visita, hace m¨¢s de 20 a?os, en compa?¨ªa de Fernando Savater. Fuimos a verle a su buhardilla del Barrio Latino -una chambre de bonne de un ascetismo parejo al de Dreyer, pintada de blanco hasta por el suelo y con una estufa de hierro colado en medio de la habitaci¨®n, cierta tarde de febrero o marzo, ya no recuerdo, con un fr¨ªo que pelaba. La estufa, que parec¨ªa una deidad primitiva y mal¨¦vola en aquel refugio evidentemente santo, estaba apagada.Savater andaba por entonces traduciendo a Cioran para aquella editorial Taurus dirigida por quien no hab¨ªa alcanzado todav¨ªa a ennoblecer su sangre, y nadie conoc¨ªa al rumano. Recuerdo que en aquellas fechas no muy alejadas de 1970 se hab¨ªa producido una tremenda huelga de basureros en Par¨ªs y la ciudad estaba cubierta de basura. Las ratas se cruzaban por entre las piernas de los paseantes y un humo excrementicio manaba de las monta?as de materia descompuesta. Cada d¨ªa, mientras dur¨® la huelga, Beckett llam¨® por tel¨¦fono a Cioran para dar un pase¨ªto juntos. "Nunca Par¨ªs ha estado m¨¢s hermoso", comentaba Beckett con exaltaci¨®n juvenil.
Cioran nos recibi¨® con una cortes¨ªa dieciochesca. Era un caballero entrado en a?os (es decir, mi actual edad), de mediana estatura y mirada inquisitiva. Nos sentamos a conversar, y Fernando me present¨® como un espa?ol que viv¨ªa provisionalmente en Par¨ªs. Cioran ya no atendi¨® a nada m¨¢s. Me mir¨® intensamente y comenz¨® a interesarse por m¨ª. "?Come usted con regularidad?"me pregunt¨®. "?Los inviernos de Par¨ªs son temibles, pero a¨²n lo son m¨¢s sus prirnaveras!". Me observ¨® de arriba abajo, deteni¨¦ndose con inter¨¦s en los zapatos, y a?adi¨®: "?El fr¨ªo h¨²medo y pegajoso del Sena produce m¨¢s muertes que la s¨ªfilis!". Se levant¨® presuroso y nos conmin¨® a seguirle.
Perplejos, lanz¨¢ndonos miradas furtivas, Savater y yo salimos detr¨¢s de Cioran, quien se dirigi¨® a uno de los huecos de la buhardilla en donde reposaba un ba¨²l gigantesco. Abri¨® la cubierta, se aboc¨® en la negrura y comenz¨® a sacar ropa. La observaba un instante, comparaba su efecto sobre mi escu¨¢lido cuerpo, y luego volv¨ªa a guardarla. Finalmente solt¨® un breve grito de satisfacci¨®n: hab¨ªa dado con una gruesa gabardina de forro guateado; verdinegra, enorme y con solapas orejudas. "??sta es la prenda adecuada!", dijo, y me la lanz¨® a los brazos. Luego sigui¨® buscando y sac¨® del ba¨²l un par de botas forradas de borrego. "?Y esto!", a?adi¨®. "Imposible subsistir m¨¢s de tres d¨ªas con los pies fr¨ªos", coment¨® con voz l¨²gubre.
Est¨¢bamos tan confusos que no acert¨¢bamos a decirle a Cioran que yo no era un refugiado pol¨ªtico, ni un exiliado de la Espa?a de Franco, ni un obrero emigrante, sino un becado de la Fundaci¨®n March, confortablemente pagado para redactar una novela.
Me sent¨ªa avergonzado de usurpar la noble figura del refugiado, pero no sab¨ªa c¨®mo deshacer el malentendido. Es m¨¢s, yo creo que no dijimos absolutamente nada para no destruir la espl¨¦ndida escena de generosidad y amor de aquel anciano fil¨®sofo descre¨ªdo y pesimista.
De esa visita guardo, adem¨¢s de la fraternidad que siempre nace entre las gentes que se prestan la ropa, una impresi¨®n bastante clara de la compleja y delicada trama del intelecto de Cioran. Creo que Cioran comprend¨ªa, ciertamente lo incomprensible de nuestra condici¨®n con mucha mayor acuidad que sus compa?eros de generaci¨®n, casi todos ellos existencialistas. Cioran comprend¨ªa que hemos nacido desnudos de cuerpo y de esp¨ªritu en una tierra indiferente, pero con la extra?a enfermedad de la conciencia. Comprend¨ªa, por lo tanto, que no hay otro gesto significativo entre los humanos que la entrega, el don, el reparto de los pocos bienes que podemos usar y la disponibilidad para luchar contra el sufrimiento. Pero tambi¨¦n comprend¨ªa, creo yo, que ese desprendimiento es un refugio acorazado para un coraz¨®n demasiado vulnerable, incapaz de dar el paso siguiente en el razonamiento.
Si yo le hubiera dicho que no necesitaba su ropa, ni su generosidad, ni su fraternidad, ni su solidaridad, y que mi vida en Par¨ªs, como la de muchos, humanos sobre la tierra, era todo lo contrario de un calvario, le habr¨ªa confirmado sus peores sospechas y me habr¨ªa incluido entre los enfermos de muerte.
Para poder escribir, Cioran estaba obligado a acorazarse con la desdicha universal, sin cuya ayuda se habr¨ªa visto obligado a reconocer que al fin y al cabo s¨®lo estaba construyendo un drama individual, el suyo. Yo era el comparsa de aquella fr¨ªa tarde de Par¨ªs en la que Cioran necesitaba un refugiado espa?ol aterido de fr¨ªo y muerto de hambre para componer su magn¨ªfico drama de amor y fraternidad. Lo que yo fuera en realidad le era indiferente. Para Cioran, como para cualquier aut¨¦ntico artista, lo real es s¨®lo una mala imitaci¨®n de lo verdadero. As¨ª que salimos muy contentos de la buhardilla de Cioran y le dimos la gabardina a V¨ªctor. Creo que a¨²n la conserva. Las botas me han seguido en diversos traslados hasta perderse, el a?o pasado, cerca del Sena. No muy lejos de su casa.
Babelia
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