La tiran¨ªa de la actualidad
Es crucial el tipo de lectura de la existencia que nos propongamos si queremos defender una cultura en la que el hombre sea capaz de asumir su responsabilidad, elegir libremente y respetar la diferencia. Nuestra cotidianidad nos ofrece una lectura restringida de la existencia, con el agravante de que nos es presentada, y nosotros tendemos a aceptarla, como la ¨²nica lectura posible. Quiz¨¢ el fen¨®meno m¨¢s poderosamente inquietante de este final de siglo sea el definitivo encumbramiento del Comunicador como figura hegem¨®nica. El Comunicador domina por completo la vida colectiva y en buena medida, tambi¨¦n, las vidas individuales. Pero lo que denomino Comunicador rebasa el ¨¢mbito de la abrumadora influencia de los medios de comunicaci¨®n para integrar nuestras propias conciencias: en cuanto obedecemos las leyes que reducen la realidad a la representaci¨®n de lo actual nosotros asimismo formamos parte del Comunicador. Somos el Corri.unicador.Aunque en apariencia crea gozar de libertad, el hombre que acata esta lectura mutilada de la existencia est¨¢ sometido a un totalitarismo de consecuencias devastadoras. La gran paradoja de nuestro tiempo es que el v¨¦rtigo reduce al ser humano a la inmovilidad. El v¨¦rtigo de la producci¨®n, el v¨¦rtigo de la informaci¨®n, el v¨¦rtigo del consumo: tras la enloquecida secuencia de escenas en las que permanentemente se excita a la acci¨®n sobrevive un hombre atrapado en la pasividad, un hombre que acaba necesitando la completa trivializaci¨®n de su vida para defenderse del miedo que esta misma le produce.
Desde este ¨¢ngulo parece evidente que la idea de saber -y la educaci¨®n en el saberse vivo- se enfrenta radicalmente al totalitarismo de la actualidad. Naturalmente, con esto no niego la obvia importancia de lo actual como fuente de conocimiento. El verdadero peligro estriba en la usurpaci¨®n de funciones por la que la actualidad ocupa el entero horizonte de lo que consideramos real empobreciendo la visi¨®n que tenemos de nosotros mismos. Contra esta usurpaci¨®n deber¨ªamos forjar otra lectura de la existencia, empezando por la constataci¨®n de que no hay una ¨²nica sino m¨²ltiples lecturas posibles.
Todos los totalitarismos, sean del pasado o del presente, tienen en com¨²n la unidimensionalidad en la mirada sobre el mundo. Frente a ellos el poder de la cultura conduce, o deber¨ªa conducir, a la duda, a la complejidad, a la tensi¨®n. La formaci¨®n del hombre ¨²nicamente tiene su raz¨®n de ser en cuanto descubrimiento de los inagotables interrogantes que acompa?an a las escasas respuestas. Es justo que aspiremos al mayor n¨²mero de certezas posibles, pero lo que aut¨¦nticamente enriquece nuestra vida es el peregrinaje que realizamos por el ilimitado territorio de las preguntas. Por eso acumulamos saberes que nos son ¨²tiles e imprescindibles, pero el gran saber es un perpetuo giro alrededor del enigma. Y es precisamente ah¨ª donde reside la fuerza educadora de la poes¨ªa, del arte, de la filosof¨ªa. La radical utilidad de esas actividades esencialmente in¨²tiles.
Es quiz¨¢ por esa, raz¨®n que me parece superfluo oponer, como se hace habitualmente, la cultura de la palabra y la cultura de la imagen. El aut¨¦ntico antagonismo viene se?alado en t¨¦rminos de lectura de la existencia. Frente a la invitaci¨®n a la trivialidad y a la amnesia que supone la hegemon¨ªa del Comunicador, la cultura deber¨ªa ser una invitaci¨®n a la b¨²squeda y a la interrogaci¨®n. Tambi¨¦n al deseo: al deseo de libertad, al deseo de plenitud, al deseo de armon¨ªa. Las viejas aspiraciones eternamente j¨®venes sobre las que gravita, para decirlo en t¨¦rminos de Schiller, cualquier proyecto de educaci¨®n de la humanidad.
Tanto la imagen como la palabra son instrumentos bifrontes que pueden ser empleados bien para el camuflaje de la vida, bien para su compleja revelaci¨®n. En nuestros d¨ªas se acusa, en general con acierto, a la denominada cultura de la imagen de ser un medio de empobrecimiento mental de las multitudes. Sin embargo, ¨¦ste no es un fen¨®meno exclusivo de nuestra ¨¦poca: la imagen como ¨ªdolo ha servido siempre como herramienta para la manipulaci¨®n de las conciencias, y as¨ª lo advertimos en el temprano testimonio de los fil¨®sofos antiguos. Lo diferencial de nuestra ¨¦poca es, sin duda, el efecto nocivo universal de esa manipulaci¨®n, como consecuencia, en gran medida, de uno de los caracteres que mejor definen la identidad del siglo XX: la fusi¨®n de la t¨¦cnica y la representaci¨®n visual. Nunca como ahora la utilizaci¨®n de la imagen-¨ªdolo hab¨ªa sido tan eficazmente demoledora hasta configurar la formidable idolatr¨ªa cotidiana que todos conocemos.
No obstante, el uso manipulador de la imagen no debe hacernos olvidar el uso, igualmente manipulador, que tambi¨¦n ha tenido, y tiene, la palabra. En este sentido, no es casual que muchos de los mejores escritores y pensadores modernos hayan insistido en las trampas de la palabra: de Baudelaire a Nietzsche y de Kraus a Canetti, una de las constantes de la cultura de nuestro tiempo ha sido la cr¨ªtica a la fetichizaci¨®n de la palabra, especialmente cuando ¨¦sta, sobre todo a trav¨¦s de los pol¨ªticos y los periodistas, aunque tambi¨¦n de otros gremios, ha sido puesta bajo la tutela vampirizadora y niveladora del Comunicador.
La cultura que pudi¨¦ramos reivindicar para nuestro presente deber¨ªa actuar en direcci¨®n contraria, absorbiendo la fuerza evocadora y creadora tanto de la imagen como de la palabra. Evocaci¨®n y creaci¨®n van juntas cuando se trata de leer la existencia en profundidad. La imagen como ¨ªdolo y la palabra como fetiche, al concentrar todos los impulsos en las pulsiones m¨¢s inmediatas, desarticulan el espesor de la vida y ofrecen una visi¨®n esquem¨¢tica del mundo. Por eso son admirablemente aptas para la demagogia: una promesa de movimiento desde la absoluta inmovilidad, un r¨ªo de informaci¨®n que oculta el caudal seco del saber, una explosi¨®n de espor¨¢dicos conocimientos que buscan disimular el terror a conocerse.
La cultura, en la ¨²nica forma que acierto a concebirla, es siempre intempestiva. No est¨¢ contra la actualidad; est¨¢ m¨¢s all¨¢ de la actualidad. No est¨¢ contra el orden existente de las cosas; est¨¢ m¨¢s all¨¢ de ese orden, inmutable ante sus leyes y ante sus prejuicios. Y eso concierne tanto a la cultura de la imagen como a la cultura de la palabra. Pero la intempestividad exige una tercera condici¨®n: permanecer indiferente ante lo que brilla en la superficie. Los caminos del conocimiento transcurren por latitudes en las que no cuenta para nada ni el ¨¦xito ni la moda ni el poder. Tampoco, desde luego, lo "socialmente conveniente" o lo "rabiosamente actual". Un mundo dirigido por el Comunicador es un mundo en el que los hombres son conminados a vivir de "prestado", a vivir por cuenta ajena: viven s¨®lo en la medida en que aceptan integrarse en el gran simulacro que se les ofrece. En esas condiciones su responsabilidad es imposible, y su libertad, falsa. A la cultura le corresponde la funci¨®n subversiva de demostrar que un mundo vertebrado de esta manera es, bajo todas las apariencias de orden que se quiera, un mundo ca¨®tico dominado por la ignorancia.
La apuesta por el conocimiento es siempre subversiva porque supone poner al hombre en tensi¨®n consigo mismo sin posibilidad de recurrir a f¨®rmulas f¨¢ciles ni falsas expectativas. Pero la compensaci¨®n es enorme si con ello le hace avanzar hacia su propio descubrimiento y, por tanto, hacia su libertad.
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