Exequias por televisi¨®n
Todos hemos podido presenciarlo: los rostros llorosos, los personajes enlutados, los pla?idos, las colas largas y dolientes, las declaraciones conturbadas, los elogios heroicos del difunto ("Ni Juan Sebasti¨¢n Bach", proclam¨® uno, ext¨¢tico). La muerte como espect¨¢culo. Al gun¨¢s cadenas de televisi¨®n -casi todas- echaron el resto con ¨¦xito: las audiencias han sido enormes. Ya lo dec¨ªa la cruel, certera copla sevillana de mi infancia: "Qu¨¦ bonito es un entierro / con su cajita de pino...". El espect¨¢culo manda. En su nombre, cualquier cosa es posible. La televisi¨®n ha absorbido, por de pronto, funciones de Iglesia: ya oficia funerales, donde, bajo la batuta del oficiante, el presentador, se despliega el ritual cat¨¢rtico del homenaje sagrado -es un decir- post mortem. Los amigos, rememoran al finado; los sollozos quiebran las gargantas; el silencio se rompe en dolorosos balbuceos. As¨ª lo demanda el gui¨®n con el que todos est¨¢n de acuerdo. Y si alguien, ind¨®cil, r¨¦probo, no lo sigue, se le manda callar. He aqu¨ª de nuevo, aun con menos estilo, con menos ret¨®rica, los elogios f¨²nebres de los oradores del XVII. Hace algunos a?os parec¨ªa que ¨ªbamos a salir de la edad barroca, pero ya se ve, sobre todo se ve, que no, que en el barroco continuamos: culto de la muerte, expectativas de eternidad, contemplaci¨®n de las sombras, l¨¢grimas penitentes, atrici¨®n, contrici¨®n. El Paravicino o Bossuet quedan ciertamente lejos. ?Y por qu¨¦ ellos s¨ª y nosotros no?, objetar¨¢ el entusiasta. Pues: porque cre¨ªamos, ilusos de nosotros, ?que ¨ªbamos a ser modernos, que toda esa congregaci¨®n- de espectros ser¨ªa pronto cosa del pasado. (De la calidad de los discursos es mejor no hablar). Ilusos, s¨ª, ya se ve, sobre todo se ve.
Ante tan solemne meditatio mortis, el cuerpo social ha de sentirse paralizado, aterrado, perplejo, estupefacto: tal es la propuesta que la televisi¨®n emite. Muere, una alegor¨ªa de Espa?a, al cabo una Espa?a, cierta Espa?a, pero esto da igual: es Espa?a al fin la que muere, y hay que procurarle larga vida en la memoria colectiva. Un paisaje de pasiones oscuras y pu?ales sonoros se superpone, hasta anularlos, sobre los c¨ªrculos del horror de la posguerra (un poco inc¨®moda, pero nada m¨¢s). Ese paisaje perdemos, eso perdemos, no sabemos lo que perdemos: eso se nos quiere decir televisualmente que perdemos. O muere el hijo de la madre, el abandonado de la madre, el desamparado de la madre: muere el hijo, muere la prolongaci¨®n de lo que era Espa?a: Espa?a de nuevo acosada, c¨®mo en los tiempos de Quevedo. ?Tendr¨¢ la culpa el Gobierno y su pol¨ªtica permisiva? Qui¨¦n sabe.
Podr¨ªan hacerse otras consideraciones, podr¨ªan hacerse en realidad todas las consideraciones. No importa: el h¨¦roe televisual es necesario. Eso s¨ª, de la muerte de don Emilio Garc¨ªa G¨®mez, esas cadenas, esos programas, ni se enteran. ?El collar de la paloma, los Poemas ar¨¢bigoandaluces? Pasto de eruditos, manjar de cuatro antiguallas. Volvamos a lo verdaderamente nuestro: la casa del h¨¦roe ca¨ªdo (casa de Espa?a). El jard¨ªn, la caba?a, el silencio. La maldici¨®n gitana. Habr¨¢ que hacer -dicen- una purificaci¨®n: la televisi¨®n p¨²blica se estremece y lo vocea, tr¨¦mula, en funeral sabatino. S¨ª, han o¨ªdo bien: una purificaci¨®n. ?No ¨ªbamos a salir de la edad barroca? No, regresamos. Ya da igual que enmudezcan las campanas de las iglesias, c¨®mo ped¨ªa el poeta. Lo que importa es que no enmudezca la televisi¨®n. Desde ella, con dinero p¨²blico o sin ¨¦l (Ia moral tambi¨¦n debiera ser cosa privada, sobre todo privada), se nos proponen los modelos: la Espa?a de charanga y pandereta, las pasiones sin l¨ªmites: naturaleza, mucha naturaleza, poca historia, y si alguna historia, la de Espa?a. Puerto Hurraco amable. Viva Puerto Hurraco. La televisi¨®n apuesta por Puerto Hurraco. No, desde luego, por Garc¨ªa G¨®mez.
As¨ª las cosas, no s¨¦ por qu¨¦ hay que asombrarse de que en la televisi¨®n laboren las m¨¢quinas de la verdad o que la televisi¨®n se pueble de alcobas paralelas y ga?idos de amantes despechadas. Qu¨¦ m¨¢s da. Es indiferente que los culebrones se emitan a horas de buena audiencia que permiten degustar bien el caf¨¦. Despu¨¦s de todo no son tan malos, incluso son un est¨ªmulo para los narradores can¨®nicos, como ha dicho alguno de ellos. "Con lo que relajan", comentan, seguras, marujas y marquesas. Y adem¨¢s, est¨¢ el sentimiento, hay que recuperar el sentimiento, hay que hablar del sentimiento; todos somos vulgares; se¨¢moslo un poco m¨¢s.
Valga esta an¨¦cdota; parece s¨®lo bien trovada, pero no: es verdadera. Un equipo de televisi¨®n fue a entrevistar a la familia de un desaparecido, uno de esos que van al estanco, etc¨¦tera (la gente tiene derecho a desaparecer y a que no le den la lata). Al terminar el rodaje de las entrevistas el director del equipo not¨® que uno de los familiares del desaparecido, una anciana, trasluc¨ªa cierto malestar. Se dirigi¨® a ella y le pregunt¨® qu¨¦ le ocurr¨ªa. La anciana respondi¨®: "Estoy triste porque no me han sacado ustedes llorando". El director vio el cielo abierto y, dichoso, gozoso e implacable, orden¨® volver a rodar para que la anciana pudiera llorar a gusto por televisi¨®n, como as¨ª sucedi¨®. Par¨¢bola ejemplar, mod¨¦lica. La anciana hab¨ªa llegado m¨¢s lejos que McLuhan:, mi llanto s¨®lo existe si se ve por televisi¨®n. Apliqu¨¦monos, pues, el cuento. Vivan los sentimientos... pero en televisi¨®n. Lloremos por televisi¨®n, cantemos por televisi¨®n, muramos por televisi¨®n (en ella o por ella). Y que en televisi¨®n nos lloren, nos canten, nos entierren. ?Qu¨¦ mejor premio? Am¨¦n.
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