Las llaves de la ciudad
No s¨¦ si ustedes han vivido la aventura de dejarse las llaves en casa y no poder entrar. Es muy ¨²til. Entre las cosas que el experimento coloca en su sitio, uno mismo figura en primer t¨¦rmino. En un instante, por la extraordinaria alquimia de un olvido rid¨ªculo, seregresa a la condici¨®n primordial de forastero en su propia ciudad, viajero a la deriva. ?Acaso somos otra cosa?A m¨ª me pas¨¦ el pasado 13 de junio, a las nueve menos un minuto de la noche, cuando a¨²n de d¨ªa regres¨¦ de mi jard¨ªn, el parque, con un libro en la mano y en un segundo comprend¨ª la magnitud de la cat¨¢strofe: hac¨ªa una hora que mi portero se hab¨ªa marchado a su casa, en Alcal¨¢ de Henares, y junto con las llaves, yo, amn¨¦sico, me hab¨ªa dejado tambi¨¦n mi agenda, que para m¨ª es como un ojo, un brazo, un buen pedazo de mi cabeza. En ella anoto mis ideas, mis indignaciones, mis planes de venganza, mis citas galantes, mis dibujos, los tel¨¦fonos y en general todo lo que me une con el mundo, como una lista de libros que debo leer antes de morir pero que ni siquiera tengo la certeza de que existan. Separarme de mi agenda, sobada y suave como unos zapatos viejos, es como meterme en una c¨¢psula y arrojarme al espacio sideral. ?Se hacen ustedes una idea? Por eso, aunque ya hace tiempo, apenas ahora comienzo a reponerme. Esta ciudad desierta de la que tantos han huido me lo recuerda ahora con insistencia.
Lo primero que hice, ignoro por qu¨¦, fue cruzar la calle y mirar mi edificio como si as¨ª pudiera encontrar una grieta por la que colarme. De ese modo descubr¨ª que mi edificio es tolerable, incluso noble, pero fr¨ªo como la estatua de un antiguo presidente olvidado. Aprovech¨¦ que sal¨ªa un vecino para precipitarme hasta ¨¦l y explicarle la situaci¨®n, y ¨¦l muy amablemente me dej¨® pasar y me dese¨® suerte. Conmigo entr¨® tambi¨¦n una joven nueva en el edificio que de vez en cuando gime misteriosamente por las noches (no parece que de placer, aunque tampoco de dolor) y que tambi¨¦n me escuch¨® con atenci¨®n y me dese¨® suerte. Ahora s¨¦ que me deseaban suerte, con la generosidad del que ya la tiene, porque uno de nuestros primeros miedos es el de quedarnos sin techo en la oscuridad.
Eso era: pura noche aunque fuera suave y agradable noche de primavera. Despu¨¦s de mirar mi puerta con la estupefacci¨®n de la impotencia, es cierto que volv¨ª a salir e intent¨¦ un par de tel¨¦fonos que milagrosamente me s¨¦ (tengan en cuenta que yo carezco de memoria, por lo que tengo por lo menos tanto m¨¦rito como esos triunfadores que s¨®lo tienen memoria) pero como en esos tel¨¦fonos no encontrela dram¨¢tica comprensi¨®n que buscaba, la r¨¢pida solidaridad en la cat¨¢strofe, lo dej¨¦: pocas cosas chafan como que te traten una herida del destino igual que un corte al afeitarse.
Adem¨¢s, en el fondo, yo quer¨ªa esa noche de intemperie. ?Tenemos tan pocas! ?Vivimos llanto tiempo entre plazo y plazo del sof¨¢! ?Tan a menudo nuestra mayor emoci¨®n no es m¨¢s que un chollo en las rebajas o el cotilleo cine-paleto del ver¨¢n(> en la pornograf¨ªa rosa!
De modo que me fu¨ª al cine. Como las llaves del coche iban con las de la casa y no ten¨ªa mucho dinero uno se vuelve avaro en la desgracia, y adem¨¢s me puse unos l¨ªmites, como esos cazadores empachados de tedio que quitan la mira telesc¨®pica y as¨ª creen que le dan emoci¨®n a su domingo ensangrentado, me fui a pie en busca de los cines de mi barrio. Toda una experiencia: el paso lento de los ¨¢rboles, el seguimiento del telediario de balc¨®n en balc¨®n... al igual que el sandwich mixto hecho con aceite de colza que uno s¨®lo come cuando es estudiante en el extranjero y a¨²n no sabe que ese hecho inocente autoriza a los tigres con problemas de convivencia a negociar su divorcio en tu intestino grueso. Pero eso, el envenenamiento de cafeter¨ªa, es hoy uno de los s¨ªntomas del viaje por el centro de las ciudades europeas: entre edificios hist¨®ricos, corrales de pl¨¢stico donde a la gente le echan de comer en cajas de cart¨®n.
Ni recuerdo la pel¨ªcula, lo cual, qui¨¦n sabe por qu¨¦, me ocurre ahora con preocupante frecuencia; y c¨®mo no, el portero de noche del hotel me dirigi¨® una mirada oblicua cuando aparec¨ª sin equipaje y sin novia, y s¨®lo se humaniz¨® cuando le pude mostrar un viejo carn¨¦ de periodista que ya no servir¨ªa ni para un descuento en un museo. A¨²n as¨ª, se encasquet¨® un Borsalino, mordi¨® un puro y me enca?on¨® con una recortada antes de comunicarme el impuesto revolucionario: "Ser¨¢n 18.000".
Pero no me arrepiento. En realidad, 18.000 por una habitaci¨®n desconchada a tres manzanas de mi casa, una cama estrecha y blanda, un aire acondicionado indestructible y una televisi¨®n donde las noticias de la medianoche mostraban algo as¨ª como la corte de los milagros s¨®lo que con corbata, no me parecen una mala inversi¨®n.
Y no porque sea millonario ni una variante del masoquista que se busca espinas para sentirse vivo. En realidad uno tiende a olvidar ciertas cosas tras haber elegido una mujer, un ¨¢rbol, un r¨ªo, tras dejarse convencer de que ya tiene el futuro en el bolsillo porque puede encadenarse a unas letras para siempre. Gracias a que el azar me quit¨® de encima el techo de la ciudad, aunque fuera s¨®lo una noche, record¨¦ esas cosas y aprend¨ª otras, creo. Pero aunque se dir¨ªan las mismas, son diferentes para todos. O sea, que no se pueden transmitir. Hay que vivirlas.
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