La coleccionista de arte
Un relato de El comisario Muratori me cogi¨® la mu?eca y mir¨¦ la hora en mi reloj. Todos se cre¨ªan con derecho a tocarme, a disponer de m¨ª y de mi vida: la mujer en la iglesia, el comisario en el vestibulo del hotel.-?Me permite un consejo, se?ora Cohen? V¨¢yase de Roma, Estoy seguro de que la noche del 28 de julio Sandro Belli no estuvo solo en la habitaci¨®n 106. El recepcionista Rinaldi deber¨ªa saberlo, pero nos jur¨® al juez y a m¨ª que el se?or Belli estaba solo. Usted habl¨® de una mujer la ma?ana del d¨ªa 29, pero no lo recuerda ahora mismo. Y yo, que por casualidad estaba de servicio el d¨ªa 28, s¨®lo por casualidad, hago algunas preguntas, se?alo algunos detalles en el dormitorio y en el cuarto de ba?o de la habitaci¨®n del muerto, y soy relevado fulminantemente del asunto, y me mandan a hacer un servicio extraordinario a Mil¨¢n.
-Si puedo ayudarlo en algo...
-Yo puedo ayudarla a usted. Usted tambi¨¦n puede desaparecer, como el recepcionista. Aunque tenga usted mala memoria, aqu¨ª tiene mi tel¨¦fono. No lo olvide.
El lunes era el d¨ªa m¨¢s muerto de agosto, el m¨¢s deshabitado, y yo buscaba ruinas aquel lunes: era el d¨ªa de los templos como otros d¨ªas eran el d¨ªa de las torres o el d¨ªa de las tumbas. Yo dibujaba edificios antiguos, trazaba l¨ªneas y m¨¢s l¨ªneas que borraban otras l¨ªneas, y siempre dibujaba gasolineras, mi gasolinera fracasada. Y el calor era un zumbido de insecto venenoso. Andar por aquella blancura daba sue?o: era como ver caer nieve, nieve a raudales, una nieve impalpable y muda, ni siquiera blanca, s¨®lo luminosa, una luz caliente. Los tel¨¦fonos sonaban en las casas y las oficinas vac¨ªas. Los timbres de tel¨¦fono me cortaban la respiraci¨®n: mi marido me llamaba a la ciudad muerta, mi marido, qu¨¦ nunca hab¨ªa contestado a mis llamadas desde que yo estaba en Roma.
Me sent¨ªa vigilada.
Hab¨ªa muerto un hombre cerca de m¨ª mientras yo dorm¨ªa; quiz¨¢ hab¨ªan tratado de matarme; la polic¨ªa acababa de interrogarme y yo hab¨ªa enga?ado a la polic¨ªa. Hac¨ªa menos de dos horas, me hab¨ªan aconsejado que me fuera de Roma. Yo segu¨ªa en Roma. O¨ªa pasos, y tras de m¨ª no hab¨ªa nadie: un grupo de turistas, una multitud sin cara ni nombre, caras que no recordar¨ªa nunca, hombres y mujeres con su nombre escrito sobre el coraz¨®n en un coraz¨®n rojo con la insignia de una agencia de viajes: me ve¨ªan mirarlos, y cre¨ªan que los saludaba, y me saludaban, alzaban cucuruchos de helado que se derret¨ªa, me gritaban como a una compatriota, aunque no hablaran mi lengua.
Ten¨ªa que irme de Roma, pero no ten¨ªa ganas de volver a mi casa, que ni siquiera era mi casa. Mi casa era el apartamento que dej¨¦ para vivir otra vez con mi marido: el gusto de ser infeliz. ?Por qu¨¦ no hab¨ªamos seguido separados? ?Yo cre¨ªa que para ser feliz ten¨ªa que ser infeliz? Yo no quer¨ªa volver a mi casa porque era la casa de mi marido, y la casa de m¨ª marido no era mi casa, aunque yo poseyera la mitad de la propiedad: lo que verdaderamente pose¨ªa era la mitad de un tesoro de recriminaciones, la insatisfacci¨®n, la conciencia perpetua d¨¦ que falta algo.
Ahora que mi regreso era inminente, notaba- m¨¢s cerca la presencia de mi marido. Ya no lo llamaba por tel¨¦fono, pero segu¨ªa esperando que ¨¦l me llamara, a pesar de que probablemente nadie sab¨ªa d¨®nde estaba yo, perdida en el agosto de Roma, viviendo mal, durmiendo mal. Ve¨ªa hasta muy tarde los v¨ªdeos musicales en la televisi¨®n, o me iba al cine de verano del Ponte Rotto, a ver pel¨ªculas de Tot¨® y a hablar con hombres que me invitaban en los bares del Trastevere y a veces quer¨ªan dormir conmigo. Y de d¨ªa buscaba restauran tes abiertos, y siempre estaban cerrados: encontraba abiertos los peores restaurantes. Me estaba cambiando el olor, el tacto de la piel. Y sent¨ªa cerca la presencia de alguien que vigilaba mis pasos.
Estaba en la Via Claudia, dibujando lo que queda del templo del Divo Claudio, los restos de lo que un d¨ªa fue. El pasado es cosa de la imaginaci¨®n. Yo trazaba l¨ªneas y, sin darme cuenta, dibujaba una gasolinera que tachaba otra gasolinera. Era mediod¨ªa, la hora de la claridad sin sombras. Entonces me llamaron desde un coche, desde la esquina entre Via Claudia y V¨ªa Marco Aurelio. Me llamaron por mi nombre, dos veces, tres veces, una voz chillona, forzada, de muchacha que violenta la voz para que la oigan. Ya se estaba apeando del coche. Era la mujer a la que me estaba. prohibido nombrar, a quien yo no hab¨ªa visto nunca, aunque la hubiera visto en el Albergo Dogana y, en la iglesia del Sacro Cuore del Suffragio. Llevaba un vestido de mil colorines que parec¨ªa una combinaci¨®n, unas sandalias de tiras de piel de colores: todo su dolor se hab¨ªa esfumado, como si todo, hasta la muerte, hubiera sido un juego. Pero en el p¨®mulo izquierdo llevaba una nueva marca roja.
-Soy muy feliz de verla, Raquel.
Me hablaba en espa?ol, me llamaba por mi nombre, como si en la semana que llevaba sin verme lo hubiera aprendido todo sobre m¨ª. Hab¨ªa aparcado de cualquier manera, me cog¨ªa de la mano y me hablaba sin parar de las incomodidades del verano: costaba mucho encontrar un bar abierto en Roma. Encontr¨® un barucho en la Piazza Celimontana. Me pregunt¨® qu¨¦ iba a beber. Ya que me hab¨ªa hecho saber que me conoc¨ªa, volv¨ªa a hablarme en italiano.
Parec¨ªa d¨¦bil, pero era en¨¦rgica y afectuosa, con los huesos y las sandalias demasiado grandes. Y el vestido: pod¨ªa, salirse del vestido. Empezaba a amorat¨¢rsele la marca que ten¨ªa en el p¨®mulo izquierdo. Quien le hab¨ªa pegado era zurdo o pegaba con el rev¨¦s de la mano, con un anillo quiz¨¢: aquella marca color de tierra cocida pod¨ªa ser la marca de un anillo. Con los primeros tragos de cerveza, antes de que la cerveza se calentara en la copa, me vino la sensaci¨®n feliz de serle fiel a alguien, de haber respetado la palabra dada, aunque yo no hubiera abierto la boca para darle mi palabra a nadie: el calor de merecer la confianza de alguien que no era fuerte, sino vulnerable. Quiz¨¢ ella era una asesina. quiz¨¢ hab¨ªa matado al cantante Belli, su padrastro: pero yo pod¨ªa evitar que la asesina cayera en el agujero que hab¨ªa cavado para su enemigo.
-?De d¨®nde vienes?
Volv¨ªa a tutearme. Era cinco o seis a?os menor que yo, hab¨ªa o¨ªdo otras canciones, hab¨ªa visto otras pel¨ªculas, hab¨ªa visto otras series de televisi¨®n y le¨ªdo otros peri¨®dicos, pero hab¨ªa algo com¨²n entre nosotras, algo que quiz¨¢ s¨®lo era la soledad de Roma, m¨¢s abandonada que nunca aquel lunes de agosto.
-Vengo del hotel.
Yo sab¨ªa que me preguntaba otra cosa, que me preguntaba d¨®nde estaba mi casa, pero yo entonces no sab¨ªa d¨®nde estaba mi casa. Yo estaba mirando, como quien no mira, las moraduras en las piernas de mi nueva amiga, marcas negras y azules y amarillentas en las espinillas y m¨¢s arriba de las rodillas.
-?Le has contado al polic¨ªa que me viste en el hotel?
-?A qu¨¦ polic¨ªa?
-Al polic¨ªa.
Dec¨ªa poliziotto, y a m¨ª la palabra italiana me sonaba a jerga de criminales, como si fu¨¦ramos dos c¨®mplices que preparan una coartada y se ponen poco a poco de acuerdo. Yo pod¨ªa mentirle, como al comisario Muratori, decirle a aquella muchacha, que para m¨ª ni siquiera ten¨ªa nombre propio, que yo no hab¨ªa hablado con ning¨²n polic¨ªa. Pero le dije:
-He hecho lo que me dijiste: no te he nombrado. Yo no s¨¦ tu nombre. ?Me est¨¢s vigilando?
-Me llamo Alessandra. ?Le has hablado de una mujer?
-?De qu¨¦ mujer?
Se ech¨® a re¨ªr: una risotada breve, un golpe de histeria. Se llev¨® la mano a la boca, se arregl¨® la cara, se borr¨® la alegr¨ªa, si aquello hab¨ªa sido alegr¨ªa.
-Ven.
Me cogi¨® la mano. Ahora, m¨¢s all¨¢ del arco de Dolabella, ten¨ªamos sombra, una sombra que pesaba y nos acompa?aba hasta la iglesia de San Stefano Rotondo.
Los dos obreros que en el atrio a?ad¨ªan piedras nuevas a las piedras viejas me miraron a m¨ª m¨¢s que a Alessandra, que me llevaba de la mano. La iglesia circular estaba llena de luz polvorienta, y la recorr¨ªamos como las agujas de un reloj que anduviera en sentido contrario a las agujas del reloj. Era un reloj de dolor: 34 escenas de degollaciones, decapitaciones, mutilaciones, tenazas y cuchillas y hogueras contra la carne de los santos y las santas. Alessandra me apretaba la mano, me llevaba de una pintura a otra.
-Mi padre me las ense?aba cuando ven¨ªamos a ver a su madre al Hospital Brit¨¢nico.
-?Tu padre ha muerto?
-S¨ª. Lo mataron mi madre y la madre de mi madre.
Solt¨® una risilla, como si bromeara: los hombres matan a las mujeres, y las mujeres matan a los hombres. Pero habl¨¢bamos en voz baja, como se habla en las iglesias cat¨®licas, aunque la iglesia s¨®lo era un estanque de luz rojiza, sin divinidades, y o¨ªamos lejanas, fuera de nuestro mundo, las voces de los obreros en el patio. Yo notaba en la mano el sudor de la mano de Alessandra, o quiz¨¢ era mi mano la que sudaba, dos sudores mezclados. Era la hora en que se cuentan secretos. Entonces la luz cambi¨®, disminuy¨® o se hizo m¨¢s negra, como si hubiera pasado una nube, y Alessandra dijo:
-Bueno, vamos, se hace tarde para comer.
No paraba de hablar mientras ¨ªbamos en busca del coche: se alegraba mucho de la casualidad de que nos hubi¨¦ramos encontrado en Via Claudia. Se sent¨ªa en deuda conmigo, quer¨ªa invitarme a comer en casa de su madre: me ped¨ªa por favor, por favor, que la acompa?ara a su casa y comiera con su madre y su abuela.
Y as¨ª me vi viviendo en aquella casa retorcida. Estaba cerca de la iglesia del Sacro Cuore, frente al puente Regina Margherita, cruzada la Piazza de la Libert¨¤, en una callejuela entre V¨ªa Orsini y el Lungotevere Michelangelo: una callejuela que nunca he vuelto a encontrar ni he hallado en ning¨²n plano, como si estuviera en otro mundo al que s¨®lo pude acceder en aquel mes de agosto, acompa?ada por Alessandra del Duca. Era una casa retorcida: ocultaba sus intenciones, sus intenciones malignas. Era una casa apesadumbrada, aunque primero daba una impresi¨®n de dulzura, dulzura podrida: como una tarta agriada en la bandeja. Parec¨ªa que el constructor hubiese querido recordar una casa que vio una vez, pero hab¨ªa recordado muchas casas mezcladas, azulejos y piedra, lisuras y rugosidades, enrejados y perforaciones en el muro, agujas g¨®ticas y un torre¨®n rom¨¢nico, vidrios de colores en las ventanas altas.
Hab¨ªa un r¨®tulo en la cancela pintada de verde, Villa Lodovigi, y nos abri¨® un hombre con la cabeza afeitada y protegida por un pa?uelo negro y escarlata, en ba?ador bajo un delantal de cuero, con un cepillo de limpiabotas en la mano.
-Buenos d¨ªas.
Nos salud¨® con un acento extra?o, y se sent¨® en el jard¨ªn, rodeado de latas de crema y zapatos de mujer. Lade¨® la cabeza para ver bien qui¨¦n acompa?aba a Alessandra en el coche, sonri¨® y pronunci¨® una frase en una lengua que no reconoc¨ª. En el garaje ya hab¨ªa otro coche, un coche largo y negro. Un coche largo y negro hab¨ªa tratado de matarme hac¨ªa once d¨ªas en el callej¨®n del Moro. Y, cuando me baj¨¦ del coche de Alessandra, vi el faro derecho roto y los guardabarros abollados, como si el coche largo y negro se hubiera rozado y golpeado contra una pared. (Continuar¨¢)
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