Sangre de lanza
Un relato de Javier Mar¨ªas
Me desped¨ª para siempre de mi mejor amigo sin saber que lo estaba haciendo, porque a la noche siguiente, con demasiado retraso, lo descubrieron tirado en la cama con una lanza en el pecho y una mujer desconocida al lado, tambi¨¦n muerta pero sin el arma homicida en el cuerpo porque el arma era la misma y se la hab¨ªan tenido que arrancar tras clav¨¢rsela, para mezclar su sangre con la de mi mejor amigo. Las luces estaban encendidas y la televisi¨®n, y as¨ª sin duda hab¨ªan permanecido durante todo aquel d¨ªa, el primero de mi amigo sin vida o del mundo sin su mundana presencia desde hac¨ªa treinta y nueve a?os, bombillas incongruentes con el sol severo de la ma?ana y quiz¨¢ no tanto con el cielo tormentoso de la tarde, pero a Dorta le habr¨ªa molestado el dispendio. No s¨¦ bien qui¨¦n paga los gastos de los muertos.Ten¨ªa la frente abombada por un golpe previo, no era un chich¨®n o si lo era ocupaba la superficie entera, la piel tirante sobre el cr¨¢neo elefanti¨¢sico, como si se hubiera frankensteinizado, el arranque del pelo con una peque?a calva que nunca hab¨ªa tenido. Ese golpe deber¨ªa haberlo dejado fuera de combate, pero al parecer no le hab¨ªa hecho perder del todo el conoci miento, porque ten¨ªa los ojos abiertos y las gafas puestas, aunque pod¨ªa hab¨¦rselas colocado despu¨¦s el lancero, como escarnio, uno no necesita gafas cuando es seguro que ya no va a ver m¨¢s nada: toma, cuatro ojos, para que veas bien el camino del infierno. Llevaba el albornoz que utilizaba siempre a modo de bata, compraba uno nuevo cada pocos meses y este ¨²ltimo fue amarillo, quiz¨¢ deber¨ªa haber evitado el color, como los toreros. Ten¨ªa sus zapatillas calzadas, zapatillas duras y r¨ªgidas como de americano, una especie de mocas¨ªn bien escotado por el empeine, sin ribetes y con el tac¨®n muy plano, uno se siente m¨¢s seguro si oye sus propios pasos. Las dos piernas desnudas asomaban por entre los faldones, vi que aunque era hombre velludo ten¨ªa las canillas calvas, hay quien pierde el pelo de esa zona por el roce eterno de los pantalones, o de los calcetines si son altos, medias de sport las llaman y ¨¦l las usaba siempre, nunca se le vio franja de carne con las piernas cruzadas en p¨²blico. Las sangres hab¨ªan manado lo suficiente durante horas -con las luces encendidas y testigos de la pantalla- para empapar el albornoz y las s¨¢banas y arruinar el suelo. La cama, sin colcha por el calor, no hab¨ªa sido abierta, el embozo intacto. Se lo ve¨ªa p¨¢lido en las fotos, como a todos los cad¨¢veres, con una expresi¨®n en ¨¦l desusada, pues era hombre festivo y risue?o y bromista y la cara se aparec¨ªa seria, m¨¢s que aterrorizada o estupefacta con un gesto de amargura, o tal vez -m¨¢s sorprendente- de mero desagrado o fastidio, como si. se hubiera visto obligado a algo no demasiado grave pero contrario a sus inclinaciones. Como morir parece grave al que muere si sabe que muere, no pod¨ªa descartarse que le hubieran clavado la lanza estando ¨¦l tan aturdido por el golpe previo que no hubiera tenido mucha conciencia de lo que ocurr¨ªa, y eso podr¨ªa explicar que tampoco hubiera reaccionado mientras hund¨ªan y sacaban con anterioridad el arma del pecho de la desconocida. La lanza era suya, tra¨ªda unos a?os antes como recuerdo de un viaje a Kenla que le pareci¨® - detestable y del que vine) lament¨¢ndose, como de costumbre cuando se ausentaba. Yo la vi m¨¢s de una vez, metida descuidadamente en el parag¨¹ero, Dorta pensaba siempre que habr¨ªa de colgarla alg¨²n d¨ªa, uno de esos adornos fantaseados al verlos en manos ajenas y que ya no nos gustan tanto cuando por fin llegan a casa. Dorta no los coleccionaba pero de vez en cuando ced¨ªa al impulso de un capricho, sobre todo en pa¨ªses a los que sab¨ªa que no volver¨ªa. Quienes lo quer¨ªan mal vieron algo de sarcasmo en la forma de su muerte, a ¨¦l le gustaban mucho los bastones met¨¢licos y puntiagudos, de ¨¦sos ten¨ªa unos cuantos. Poca originalidad, una pedanter¨ªa.
La mujer estaba casi desnuda, con unas braguitas tan s¨®lo, en la casa no hab¨ªa rastro de las dem¨¢s prendas con las que tendr¨ªa que haber llegado, como si el lancero las hubiera recogido escrupulosamente tras sus asesinatos y se las hubiera llevado, nadie va as¨ª por la calle o en taxi por mucho calor que haga, quiero decir desnuda, hasta tal extremo. Quiz¨¢ era tambi¨¦n un escamio: ah¨ª te quedas en pelotas, puta, as¨ª te ir¨¢n follando en el camino hacia el infierno. Ten¨ªa unos treinta a?os, tanto por el aspecto como por el informe del forense seg¨²n dijeron, y pod¨ªa ser una inmigrante por lo primero, cubana o dominicana o guatemalteca por ejemplo, la tez bronceada y los labios cuarteados y gruesos y los p¨®mulos atrevidos, pero tambi¨¦n hay muchas espa?olas que son as¨ª, en el sur y en el centro y hasta en el norte, no digamos en las islas, la gente se distingue menos de lo que quisiera. Ella s¨ª ten¨ªa los ojos cerrados y una expresi¨®n de dolor en el rostro, como si no hubiera muerto en el acto y le hubiera dado tiempo a hacer el gesto involuntario, el dolor espantoso del hierro en la carne entrando y ya entrado, los dientes apretados instintivamente-y la visi¨®n cegada, su desnudez sentida de pronto como una indefensi¨®n suplementaria, no es lo mismo que un arma blanca traspase primero una tela por fina que sea a que alcance la piel directamente, aunque el resultado no se diferencie en nada. O as¨ª lo creo, nunca he sido herido de este modo, toco madera. En la mujer pod¨ªa verse el boquete a la altura del nacimiento del pecho izquierdo, el uno y el otro me parecieron blandos en la medida en que se discern¨ªan y en que yo los mir¨¦ en las fotos, y fueron escasas ambas medidas. Pero uno se acostumbra a imaginar la textura y el volumen y el tacto de las mujeres al primer golpe, de vista, m¨¢s a¨²n en estos enga?osos tiempos, de haber sido rica se los habr¨ªa siliconado, a su edad sobre todo, un tipo de blandura consustancial, que no depende de los a?os. Estaban manchados, la sangre seca. Ten¨ªa el pelo largo y alborotado y rizoso, parte de la melena la tapaba la mejilla derecha de forma poco natural, como si le hubiera dado tiempo a intentar cubrirse la cara con el cabello empuj¨¢ndolo con la mano, un ¨²ltimo adem¨¢n de pudor o verg¨¹enza para su posteridad an¨®nima. En cierto sentido sent¨ª m¨¢s pena por ella, tuve la sensaci¨®n de que su muerte era secundaria, que la cosa no iba en realidad con ella o que era s¨®lo parte de un decorado. En la boca ten¨ªa restos de semen y el semen era de Dorta, seg¨²n dijeron. Tambi¨¦n dijeron que ella ten¨ªa algunas caries, una dentadura de pobre, o v¨ªctima de los caramelos. Dijeron tambi¨¦n que en ambos organismos hab¨ªa sustancias, ¨¦sa fue la palabra, pero no mencionaron cu¨¢les. No tengo mucho problema para imagin¨¢rmelas.
Los dos estaban sentados, o mejor dicho no estaban del todo tumbados, m¨¢s bien recostados, aunque en el caso de mi amigo no me ahorraron un detalle desagradable: la lanza herrumbrosa hab¨ªa penetrado con tanta fuerza que la punta nunea afilada ni bru?ida ni tan siquiera limpiada desde que lleg¨® de Kenia -pero tan aguda- hab¨ªa alcanzado la pared tras atravesar su t¨®rax, dej¨¢ndolo prendido a la cal como un insecto. Si a Dorta se le hubiera contado esto de otro, se habr¨ªa estremecido pensando en el yeso dejado en el interior del cuerpo por la retirada. de la lanza, alguien tuvo que sacarla, seguramente con m¨¢s esfuerzo que quien la clav¨® en los dos pechos, el femenino y el masculino. El arma no hab¨ªa sido arrojada desde ninguna distancia, sino que se hab¨ªa embestido con ella m¨¢s bien de abajo arriba, quiz¨¢ a la carrera, quiz¨¢ no, pero en el segundo caso la persona que la hubiera empu?ado ten¨ªa que ser muy fuerte o alguien acostumbrado a clavar bayonetas. La alcoba era amplia, permit¨ªa coger carrerilla, toda la casa de Dorta era amplia, piso antiguo remozado, heredado de sus padres, ¨¦l descuidaba todo menos dos espacios, el sal¨®n y el dormitorio, era grande para ¨¦l. Acababa de cumplir los treinta y nueve a?os, se lamentaba de los cuarenta a la vuelta de la esquina, viv¨ªa solo pero invitaba a menudo a gente, de uno en uno.
Lo peor de estas edades es que a uno le parecen ajenas -me hab¨ªa dicho la noche de su muerte, durante la cena. Su cumplea?os hab¨ªa sido una semana antes, pero yo no hab¨ªa podido felicitarlo al estar ¨¦l aquel d¨ªa ausente en Londres. No hab¨ªa podido hacerle las tradicionales bromas por tanto, yo ten¨ªa tres meses menos y me permit¨ªa llamarlo 'viejo' durante ese periodo. Ahora tengo dos a?os m¨¢s de los que ¨¦l tuvo nunca, dobl¨¦ mi esquina- Hace unos d¨ªas le¨ª en el peri¨®dico una noticia que hablaba de un hombre de treinta y siete a?os, y en efecto la asociaci¨®n de esa edad y la palabra 'hombre' me pareci¨® adecuada, para ese individuo al menos. Para m¨ª, en cambio, no lo ser¨ªa. Yo todav¨ªa espero inconscientemente que se refieran a m¨ª como a un joven', y fig¨²rate, soy ya dos a?os mayor que ese hombre de la noticia. Los a?os deber¨ªan cumplirlos siempre los otros. Es m¨¢s: al igual que antiguamente los ricos pagaban a un individuo pobre para que hiciera el servicio militar o fuera a la guerra por ellos, deber¨ªa ser posible comprar a alguien que cumpliera por nosotros los a?os. De vez en cuando nos quedar¨ªamos con alguno, este a?o es m¨ªo, ya estoy harto de tener treinta y nueve. ?No te parece una excelente idea? -
A ninguno pudo ocurr¨ªrsenos que treinta y nueve ser¨ªa en su caso el n¨²mero fijo, del que podr¨ªa hartarse hasta el fin de los tiempos sin posibilidad de cambiarlo. As¨ª eran las ideas de Dorta cuando estaba animado y de buen humor, ideas poco excelentes y disparatadas, a veces ?o?as y pueriles invariablemente, y esto ¨²ltimo ten¨ªa justificaci¨®n al menos conmigo porque nos conoc¨ªamos desde ni?os y es dif¨ªcil no seguir mostr¨¢ndose un poco como se fue al principio con cada persona que conocemos: si uno fue caprichoso, deber¨¢ serlo indefinidamente de vez en cuando; si uno fue cruel, si fue fr¨ªvolo, si fue enigm¨¢tico o d¨¦bil o amado, ante cada uno tenemos nuestro repertorio, en el que se admiten variaciones pero no renuncias. Y por eso a Dorta lo llam¨¦ siempre Dorta y as¨ª lo recuerdo, en el colegio uno se conoce por el apellido hasta la adolescencia. Y del mismo modo que si contin¨²a el trato uno ve en el adulto el rostro del ni?o con quien se comparti¨® pupitre superpuesto siempre, como si los posteriores cambios o la acentuaci¨®n de unos rasgos fueran m¨¢scara y juego para disimular la esencia, as¨ª los logros o reveses de las edades del otro se aparecen como irreales o m¨¢s bien ficticios, como proyectos o fantas¨ªas o figuraciones o miedos de los que la ni?ez est¨¢ poblada, como si entre esos amigos cuanto acontece siguiera pareciendo y se siguiera viviendo como una espera -el estado principal de la infancia, no es ni siquiera el deseo-, lo presente y tambi¨¦n lo pasado y hasta lo remoto. Poco o nada entre esa clase de amigos puede tomarse en serio porque se est¨¢ acostumbrado a que todo sea fingimiento, introducido expl¨ªcitamente por aquellas f¨®rmulas que despu¨¦s se abandonan para ir por el mundo, Tamos a jugar a esto', Tamos a hacer como que', 'Ahora soy yo quien mando'. Por eso puedo hablar de su muerte con desapasionamiento, como si fuera algo a¨²n no acaecido sino instala do en la espera eterna de lo que no es veros¨ªmil y no es posible. 'Sup¨®n que me matasen con una lanza'. En Madrid, una lanza. Pero a veces s¨ª me viene el apasiona miento -o es ira- justamente por lo mis mo, porque puedo imaginar la angustia y el p¨¢nico aquella noche de quien sigo viendo como un ni?o asustadizo y resignado al que hube de defender a menudo en el patio, y que luego se disculpaba y me regalaba alg¨²n libro por haberme forzado a entrar en combate con los matones cuando no me tocaba -aunque nunca pidi¨® mi auxilio, se dejaba pegar o empujar, eso era todo; pero yo lo ve¨ªa-, a gastar mis energ¨ªas en alguien que no pod¨ªa nunca vencer en lo f¨ªsico y cuyas gafas rodaban por tierra casi todos los d¨ªas de tantos cursos. No es perdonable que hubiera de morir con violencia, aunque no se enterara de su propia muerte. Pero esto es ret¨®rico, qui¨¦n no se entera. Yo no estuve all¨ª para verlo, aunque por poco.
Su estancia en Londres hab¨ªa coincidido con una subasta literaria e hist¨®rica de la casa Sotheby's a la que lo animaron a asistir unos amigos diplom¨¢ticos. En ella se vend¨ªan toda clase de papeles y tambi¨¦n objetos que hab¨ªan pertenecido a escritores y pol¨ªticos. Cartas, postales, billets-doux, manuscritos completos, archivos, fotos, un mech¨®n de Byron, la larga pipa que fum¨® Peter Cushing en El perro de Baskerville, colillas de Churchill no muy apuradas, pitilleras inscritas, historiados bastones. No hab¨ªa sido uno de ¨¦stos lo que hizo aflorar su impulso de comprador inconstante durante las pujas, sino un anillo que hab¨ªa pertenecido a Crowley, Aleister Crowley, me explic¨® ben¨¦volo, escritor mediocre y deliberadamente demente que se hac¨ªa llamar 'La Gran Bestia' y 'El hombre m¨¢s perverso de su tiempo', todos sus objetos particulares con el 666 grabado, el n¨²mero de la Bestia seg¨²n el Apocalipsis, hoy juguetean con esa cifra los grupos de rock coh ¨ªnfulas demoniacas, tambi¨¦n parece que se encuentra oculto en muchos ordenadores, siempre el n¨²mero de los bromistas, los vivos no saben lo antiguo que es todo, coment¨® Dorta, lo dif¨ªcil que resulta ser nuevo, qu¨¦ saben los j¨®venes de Crowley el orgi¨¢stico y el satanista, seguramente un bendito conservador ingenuo para nuestro! tiempos.
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