La locomotora embarazada
Mi primer recuerdo de Michael Ende es tambi¨¦n mi primera experiencia de un relato fant¨¢stico en estado puro: un artefacto ficcional envolvente, inesperado en todos sus recodos; una m¨¢quina (le imaginar que te dejaba, materialmente, sin aliento. Y fue as¨ª: una ma?ana de Navidad de hace muchos a?os mi abuelo se present¨®, como sol¨ªa, con tres ejemplares del mismo libro: uno para cada uno de sus tres nietos mayores. En esta ocasi¨®n era Jim Bot¨®n-y Lucas el maquinista.En cuanto pude abr¨ª el libro y empec¨¦ a leerlo. La acci¨®n comenzaba en una isla habitada por un rey y tres s¨²bditos y medio. El rey se llamaba Alfonso Doce menos cuarto. Uno se sent¨ªa de golpe en terreno familiar, porque adem¨¢s de las descripciones el autor hab¨ªa hecho unos bellos dibujos a plumilla donde se, ve¨ªa la isla, cubierta de v¨ªas f¨¦rreas y horadada de t¨²neles, y a Lucas el maquinista, con su pasmosa habilidad para escupir en looping. Pront6surg¨ªa el conflicto (que siempre tiene que existir para que la acci¨®n progrese), y el maquinista y su ayudante Jim ten¨ªan que abandonar la isla a bordo de su locomotora Emma, calafateada de modo que pudiera hacer de barco.
Paladeo la palabra ca-la-fa-te-a-da, y me sigue sabiendo Igual que cuando la encontr¨¦ en este libro. Cada vez que presenci¨® los intentos por controlar el vocabulario de la literatura para ni?os, por ajustar sus palabras a unos presuntos niveles de dificultad por edades, recupero el sabor de las muchas palabras desconocidas encontradas en este y otros muchos, libros maravillosos. ?Castradores del lenguaje? ?Que los calafateen a todos!
?l viaje llevaba a unas costas de ¨¢rboles transparentes que emit¨ªan m¨²sica con el viento.
?China!", reconoci¨® inmediatamente Lucas. La China de Ende era un prodigio de recreaci¨®n literaria de un t¨®pico para delicia del lector: destaco s¨®lo la tarea minuciosa de los limpiaorejas callejeros, con su bater¨ªa de pinceles, cepillitos y algodones, y el agradabil¨ªsimo cosquilleo que despertaban en el abandonado cliente, y que desde entonces s¨®lo he podido a?orar.
Hab¨ªa tambi¨¦n muchas otras cosas, claro. Una figura descomunal aparece en el desierto: se trata de un desdichado gigante aparente, que se agranda a medida que se aleja, a diferencia de los seres normales, enanos aparentes. O la vida inversa de los dragones, que nada m¨¢s levantarse por la ma?ana se ensucian con carb¨®n. Pero en mi memoria pocas cosas brillan como el embarazo secreto de Emma, que da a luz en un cap¨ªtulo final a una peque?a locomotora, de suave silbido y faros entrecerrados.
No s¨¦ qu¨¦ hora ser¨ªa cuando abandon¨¦ esa primera lectura. Las letras me bailaban, y ten¨ªa una sensaci¨®n de v¨¦rtigo. Dentro de m¨ª bull¨ªa el ancho mar, la China imaginada, desiertos sin l¨ªmites, m¨¢quinas que viv¨ªan, la ca¨®tica ciudad de los dragones y adem¨¢s mi 's¨²bita, angustiosa consciencia de ser un enano aparente. Puedo decir que nunca m¨¢s fui el mismo, porque es verdad. Y Ende tuvo ese poder: no en todas, pero s¨ª en muchas de sus obras. El poder de sacar de s¨ª al lector para devolverlo muchas horas despu¨¦s, sobrecogido y exultante, a una morada extra?a.
Babelia
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