Julio Caro B¨¢roja
Cuando le conoc¨ª, ten¨ªa Julio Caro en torno a los 50 a?os. Admiraba yo su obra, ped¨ª a Aranguren una introducci¨®n y fui a verle a su casa. Me llamaron la atenci¨®n sus ojos porque, aunque pod¨ªan rehuirte y ten¨ªan un punto de opacidad, eran verdaderos. No eran los ojos de quien calculaba c¨®mo usarte, si podr¨ªa hacerte de su escuela o su secta, si ser¨ªas el representante de la juventud universal que ven¨ªa a confirmar su madurez; si, disc¨ªpulo, le ser¨ªas fiel en las luchas de la gatomaquia madrile?a. Eran los ojos de quien se preguntaba, simplemente, cu¨¢l ser¨ªa la calidad de tus sentimientos y de tus pensamientos.Su voz arrancaba como haciendo un aparte, se hac¨ªa decidida, terca, y se iba aligerando por momentos. La reflexi¨®n parec¨ªa. dispersa, el ritmo era breve, y los p¨¢rrafos, cortos, terminaban como dejados en el aire. Pero, una y otra vez, el hilo de la argumentaci¨®n volver¨ªa a ser recogido; el tono alternar¨ªa, leve y brusco, y los ojos, sensibles, con frecuencia semivelados a veces v¨ªvidos, volver¨ªan a escudri?ar como de pasada tus gestos y tus reacciones.
A medias intu¨ª yo entonces que aquella conversaci¨®n y las que siguieron iban a ser para m¨ª el escenario de la transmisi¨®n de una experiencia, que yo a mi vez tendr¨ªa que transmitir m¨¢s tarde, y parte de un prolongado rito de iniciaci¨®n en el oficio de vivir en un medio m¨¢s bien inh¨®spito.
Tal como le entend¨ª, y le sigo entendiendo, Julio era b¨¢sicamente un hombre libre que, por una serie dee azares y necesidades, hab¨ªa decidido hacer su vida en un medio compuesto, fundamentalmente de gentes tribales, y un hombre l¨²cido, poco inclinado a enga?arse a s¨ª mismo, que hab¨ªa comprendido muy pronto lo poco que pod¨ªa esperar de un medio semejante.
Su rechazo de las gentes tribales no supon¨ªa el de las varias tribus a las que le toc¨® pertenecer. A las tribus de espa?oles y vascos, tan imbricadas entre s¨ª dedic¨® gran parte de su trabajo a entenderlas, hurgarlas por, dentro, contarlas clara y sencillamente, mostrar sus incoherencias, desmontar sus pretensiones. Si una vida de amor al estudio es una vida de amor a los objetos que se estudian (o de amor y ambivalencia, que al final apenas se distinguen), la de Julio fue testimonio de su afecto por las tribus de las que se sinti¨® parte.
De las gentes tribales le separaba no su pertenencia a las tribus, sino el modo de esa pertenencia. El modo de las gentes tribales es el de quienes administran sus afectos y sus, creencias en funci¨®n de su posici¨®n dentro de la tribu, sea comunidad, sea organizaci¨®n, sea red clientelar. Intentan medrar en ella con el apoyo de sus amigos, el concurso de sus subordinados y el favor de sus superiores. Miran en derredor antes de emitir un juicio, para que, entone con lo que unos y otros esperan de ellos. Hacen m¨¦ritos mostrando su disposici¨®n al combate contra las tribus adversarias: ya profiriendo gritos, ya propalando insidias, ya enarbolando estandartes, ya ejecutando danzas de guerra. Y en todo ello el arte al que todos aspiran, y algunos alcanzan, est¨¢ en combinar convicci¨®n y discreci¨®n, vehemencia y c¨¢lculo, seg¨²n tiempo y lugar.
El modo de Julio era distinto. No intentaba medrar; no acomodaba sus pensamientos; no se enredaba en alardes b¨¦licos. Su manera de pertenecer a una tribu implicaba m¨¢s sosiego, y alguna lejan¨ªa. Era la de quien no enajena un solo instante la independencia de su juicio, reparte y mide sus confianzas, y no se entrega al arbitrio de gentes vehementes y mezquinas que reclaman una lealtad que no merecen en nombre de la tribu: tanto cuando estas gentes son pocas y se llaman ¨¦lites, como cuando son muchas y se llaman masas. julio era en esto hombre ecu¨¢nime, que trataba por igual a los muchos y a los pocos.
Quiz¨¢ su ecuanimidad hab¨ªa sido preparada por la tradici¨®n familiar, o4a de su colegio, o la de su medio adolescente. Pero, sin duda, se vio favorecida por el espect¨¢culo de las pasiones elitistas y colectivas que abocaron a nuestra guerra civil, y de las que don P¨ªo, acompa?ado de Julio, se sinti¨® en la obligaci¨®n de escapar, pensando que as¨ª evitaba el dif¨ªcil dilema de elegir entre ser asesinado por los unos o por los otros.
Las cosas cambiaron extraordinariamente entre aquellos terribles a?os treinta, y los sesenta en que comenc¨¦ a tratarle, y los finales setenta en que, tras una ausencia, volv¨ª a verle. Pero creo que, en lo fundamental, su lectura de su medio social, como uno donde los entusiasmos y las cuquer¨ªas tribales ten¨ªan una importancia exagerada, y su distancia respecto a ello, definidas ambas en su etapa formativa, se mantuvieron a lo largo de su vida.
De manera que la pregunta que hubo de formularse desde el principio, posiblemente hasta el final, fue: no la de c¨®mo ser¨ªa posible transformar ese mundo de gentes tribales, que ¨¦l consideraba irrecuperable, sino c¨®mo ser¨ªa posible vivir en ¨¦l y hacer, a pesar de todo, una obra aut¨¦ntica, evitando ser destruido, y evitando quemar la energ¨ªa disponible en una conversaci¨®n que fuera un malentendido, permanente.
Su distancia, que necesitaba para vivir y para trabajar, podr¨ªa ser interpretada como una llamada dirigida, por encima de las gentes tribales, a las gentes afines. Si la distancia proteg¨ªa su trabajo, ese mismo trabajo era su forma, de construir una comunidad. Como un puente tendido, a trav¨¦s de ¨¦l nos llamaba, y apelaba a nuestra capacidad de percibir las formas precisas, individualizadas, de las cosas; de razonar evitando estereotipos; de vivir desacostumbrados a las cuquer¨ªas y los entusiasmos tribales del entomo.
Dibujaba as¨ª, con su vida y su esfuerzo, una comunidad imaginaria de personas cuidadosas, razonables y libres. Como sus manos dibujaron, tantas veces, cuadros amables de gentes conviviendo, con trazos n¨ªtidos, ligeros y benignos.
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