Cuentos fr¨ªos de buscadores de casa
Cuento moralAl crecer y endeudarse, quiso vender un apartamento que ten¨ªa de tiempos felices y no mucho despu¨¦s apareci¨® una mujer madura y guapa, con pantalones de terciopelo y blusa de seda, que ah¨ª mismo, sobre la alfombra, en la primera media hora lo convirti¨® en su amante como sucede en las pel¨ªculas.
El hecho no tendr¨ªa mayor importancia -de tebeos y series de televisi¨®n est¨¢ lleno el mundo- de no ser porque pronto averigu¨® que ella y su marido quer¨ªan el apartamento para deshacerse de una hija deficiente que ya hab¨ªan logrado que se ba?ara sin ayuda y los domingos diera sola la vuelta a la ciudad en el Circular, antes de volver a casa. Remordido en su conciencia pero a¨²n m¨¢s en su codicia -comenzaba entonces la D¨¦cada del Pelotazo-, sigui¨® adelante con el plan de los dos s¨¢trapas. Pero el banco deneg¨® el cr¨¦dito, pues no el apartamento pero s¨ª el solar estaba ahogado de cargas, y muy complicadas. Cuando quiso ir a protestar -una constructora de tres mil metros cuadrados en la zona de Azca, trofeos de caza y moqueta de tres cent¨ªmetros de grosor-, los g¨¢nsteres de la puerta lo trataron como lo que era: un delincuente, y m¨¢s pringao que ellos, que al menos pisaban moqueta.
Cuento pol¨ªtico
Era un muchacho cuando acompa?¨® a su padre a negociar las condiciones de venta de un piso como casi todos los pisos del mundo: tres dormitorios, un sal¨®n comedor y vecinos con televisor a todo volumen para seguir la Vuelta, el f¨²tbol y los concursos.
Se sentaron en el tresillo, frente a una televisi¨®n cuyo volumen bajaron -retransmit¨ªan un partido de tenis de Ivan Lendl, se acordar¨ªa siempre-, y entonces llamaron por tel¨¦fono al due?o de casa. Su padre y la due?a de casa se pusieron a charlar, y ¨¦l fue al cuarto de ba?o; se lavaba las manos cuando a trav¨¦s de una pared de cart¨®n sorprendi¨® una charla de negocios que parec¨ªa de asesinos. "Los vamos a machacar", dec¨ªa el due?o de casa. "M¨¢s vale que P¨¦rez no se, mueva si sabe lo que le conviene". "T¨² enc¨¢rgate de ellos que yo me encargar¨¦ de los otros". Y as¨ª. La venta se hizo, los vendedores se fueron a un chal¨¦ con perros y alarma, y el muchacho -el testigo- con el tiempo estudi¨® para juez. Ustedes lo han visto en alg¨²n telediario. Y a los vendedores tambi¨¦n.
Cuento econ¨®mico
Este infeliz era un incauto que hab¨ªa estudiado filosof¨ªa y no quer¨ªa l¨ªos, de modo que apalabr¨® su piso con el primer cliente que lleg¨® el primer lunes despu¨¦s de las vacaciones: un apuesto y solvente ejecutivo rubio que ten¨ªa ese aspecto de hombre de negocios que aparece en los anuncios de compa?¨ªas a¨¦reas hablando maravillas de la primera clase.
Llegaron r¨¢pidamente a un acuerdo -al fin de cuentas, al cliente le pagaba el piso el banco que le hab¨ªa tra¨ªdo de su bien organizado pa¨ªs para meter a los espa?oles en vereda-, y s¨®lo entonces se atrevi¨® a pedir una l¨¢mpara. Concedida. Tras la l¨¢mpara vino una mesa. Concedida tambi¨¦n: qu¨¦ m¨¢s da, una mesa de pino normal y corriente. Luego vinieron unas cortinas (ten¨ªan que ser de flores e inglesas), y m¨¢s tarde una cocina de vitrocer¨¢mica.
Hoy el pobre arrendador teme los finales de mes, pues entonces el banquero le llama para recordarle los plazos de una hipoteca, un plan de pensiones y un pr¨¦stamo personal concedido al muy ventajoso inter¨¦s del 17,5%, 18,35 TAE. El piso sigue sin alquilar. Despu¨¦s de que a otros posibles interesados se les dijera que llegaban tarde, el banquero encontr¨® otro piso, en el mismo edificio, mucho mejor iluminado. El fil¨®sofo se consuela pensando que las mejores lecciones de realidad las ha recibido siempre de los banqueros.
Cuento gramatical
El anuncio pon¨ªa zona residencial, y lo era, pero eso no quitaba el olor a cebolla del portal ni hac¨ªa m¨¢s grande el ascensor encajado a posteriori en el hueco de la escalera. Dec¨ªa ¨¢tico pero era una buhardilla, en realidad un trastero. Se hablaba de vistas, y las hab¨ªa sobre varios tejados, aunque se antepon¨ªan los casi visibles olores de las chimeneas de alrededor. El precio, diez o doce millones, parec¨ªa una broma siniestra. Y sin embargo ah¨ª estaba, en la parte m¨¢s baja de la buhardilla, bajo el ventanuto, exhalando el olor reconcentrado de una larga existencia: una cama de hierro con un colch¨®n aplastado.
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