Un recuerdo del deseo
Las p¨¢ginas culturales de los peri¨®dicos no dieron mucha noticia de su visita, pero la semana pasada estuvo en Madrid Pierre Daix, bi¨®grafo excelente de Picasso, a quien conoci¨® y trat¨® durante muchos a?os y de quien recuerda detalles que se convierten de pronto, en medio de la conversaci¨®n, en retratos instant¨¢neos del maestro, dibujados en el recuerdo y en el tiempo como bocetos a l¨¢piz sobre una hoja en blanco. Cuenta Pierre Daix, con una sonrisa de placidez indochina tras sus anticuadas gafas redondas que Picasso pod¨ªa ir por la calle charlando con alguien, y que en un segundo' cualquier cosa le llamaba la atenci¨®n, algo que encontraba en el suelo, por ejemplo" un clavo, retorcido, y entonces se ausentaba, no o¨ªa a quien anduviera junto a ¨¦l, seducido por la atracci¨®n de lo inmediato, por un hallazgo que le suger¨ªa una idea o una imagen para su trabajo incesante. Cuando se encontraba con sus amigos estaba plenamente con ellos, disfrutando de, la conversaci¨®n, de la comida o la bebida, pero dice Daix que hab¨ªa siempre un momento en que volv¨ªa a quedarse solo, aunque los dem¨¢s todav¨ªa no se hubieran marchado, y era que ya estaba pensando con excitaci¨®n e impaciencia en lo que iba a hacer cuando, volviera a su estudio.Pierre Daix viaj¨® a Madrid para asistir a una exposici¨®n de Picasso que se ha inventado Tom¨¢s Llorens en una sala peque?a del Museo Thyssen, una exposici¨®n que es breve lujo de pintura y tambi¨¦n una hip¨®tesis novelesca, porque muestra algunas de las obras que pint¨® Picasso en el verano y el oto?o de 1923 y sugiere una posible historia de amor que casi no lleg¨® a suceder fuera de las miradas, de los dibujos y los cuadros: entre el Arlequ¨ªn frente al espejo, que ya estaba en el museo, y la Flauta de Pan, un lienzo imponente que ha viajado desde el Museo Picasso de Par¨ªs, cuelgan en las paredes otros cuadros, otros grabados y dibujos, y a trav¨¦s de todos ellos circula la sombra inexacta de una mujer que se ba?aba en la playa del Cap d'Antibes con un collar de perlas, una norteamericana trigue?a y gimn¨¢stica que aparece tambi¨¦n en las fotos de las revistas de modas de entonces y en las primeras p¨¢ginas de Tender is the Night, donde Scott Fitzgerald dej¨® como un testamento la horrible tristeza de recordar desde un porvenir de alcoholismo y el fracaso los d¨ªas perfectos de la Costa Azul, la juventud, la celebridad, la salud f¨ªsica, el dinero.
Delante de cualquier obra de Picasso, lo mismo un lienzo al ¨®leo de proporciones heroicas que una peque?a acuarela o un dibujo r¨¢pido, lo que se siente siempre es el magnetismo y la felicidad de la pintura, la entrega absoluta, la org¨ªa perpetua, la afici¨®n mani¨¢tica por un trabajo cuyas posibilidades, en vez de agotarse, se le multiplicaban sin fatiga a Picasso cada uno de los d¨ªas de su vida, que fueron casi todos, desde el final de la infancia hasta las mismas v¨ªsperas de su muerte, d¨ªas laborables. Lo que puede verse ahora en la exposici¨®n del Museo Thyssen es s¨®lo una parte de lo que hizo en unos pocos meses, entre el verano y el principio del oto?o de 1923, en Par¨ªs y en el Cap d'Antibes, entre la soledad del estudio y la holganza lujosa de las playas y de las fiestas nocturnas en yates o villas frente al mar. Pero hay en esas pocas obras maestr¨ªa y pintura suficientes para colmar la vida entera de cualquier artista, y al mismo tiempo hay pasi¨®n, incertidumbre, entusiasmo, denostaci¨®n de labelleza, de la misma maestr¨ªa: "Picasso siempre estaba escap¨¢ndose de la perfecci¨®n", dice Pierre Daix, "siempre huyendo de lo que hab¨ªa logrado".
?l mismo sol¨ªa decir que no le interesaba la b¨²squeda, sino el hallazgo, e ironizaba sobre la superstici¨®n indagatoria del arte moderno. Pero tampoco quer¨ªa estar preso de sus propios hallazgos, y con la misma desenvoltura con que hab¨ªa inventado las posibilidades m¨¢s radicales del cubismo volvi¨® a inventar luego las formas puras del clasicismo griego, y cuando ya parec¨ªa haber alcanzado un grado extremo de maestr¨ªa y serenidad en el dibujo rompi¨® con todo como si desgarrase una hoja de papel y empez¨® a pintar figuras obstinadamente feas, cuerpos descoyuntados y bocas como gritos que vaticinaban, reci¨¦n terminado el verano de 1923, la galer¨ªa de monstruos de 1937, el helado bestiario en blanco y negro y gris del Guernica.
Despu¨¦s de escuchar a Pierre Daix, cuando el p¨²blico de la conferencia ya se ha marchado y en las estancias altas del museo s¨®lo queda alguna limpiadora, alg¨²n guardia inm¨®vil y con los brazos cruzados, vuelvo a subir a la sala de la exposici¨®n. En el espacio desierto, el arlequ¨ªn que se mira en el espejo parece m¨¢s desolado y m¨¢s ajeno a su. propia perfecci¨®n, y ahora me parece que est¨¢ m¨¢s. pr¨®ximo a la melancol¨ªa desle¨ªda de los arlequines de Watteau que a la solemnidad de los retratos de Ingres. En las reproducciones, la Flauta de Pan tiene una serenidad cl¨¢sica, incluso un tanto acad¨¦mica. En la realidad, las dos figuras masculinas adquieren una rudeza y unas proporciones de columna d¨®rica, los azules del cielo y del mar son abstractos planos cubistas, los grandes pies descalzos se apoyan en el suelo tan firmemente como ra¨ªces desnudas y tocones de olivos.
En la mejor literatura lo que no se dice importa tanto como lo que se dice; igual ocurre en la pintura, donde lo que ha de verse no siempre est¨¢ del todo delante de los ojos. Seg¨²n las radiograf¨ªas, junto a las dos solitarias figuras masculinas de la Flauta de Pan hubo al principio una figura de mujer, que fue borrada luego: la mujer de blanco de la que habla William Rubin, la americana que Picasso pint¨® sobre un lienzo al que hab¨ªa pegado la arena de una playa, Sara Murphy, la figura en ba?ador y con un collar de perlas de las fotograf¨ªas y de las p¨¢ginas luminosas de Scott Fitzgerald. Le pregunto a Pierre Daix por aquella posible historia de amor y me contesta gui?ando los ojos con su sonrisa indochina tras las gafas redondas: "Picasso no era nada rom¨¢ntico, pero s¨ª muy inflamable". Ahora, m¨¢s de setenta a?os despu¨¦s de aquel verano, en el museo vac¨ªo, los cuadros y los dibujos de 1923 tienen de pronto una cualidad votiva. Afirman la pintura y sus normas y al mismo tiempo las quiebran y se rebelan contra ellas, pero sobre todo celebran y a?oran un lejano deseo.
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