Lo que complace al pr¨ªncipe...
Se ha dicho y escrito con frecuencia que la igualdad ante la ley penal es un buen banco de pruebas para medir el grado de vigencia efectiva de algunos principios b¨¢sicos del Estado de derecho en una situaci¨®n concreta. Esta afirmaci¨®n tendr¨ªa ahora que ser matizada a la luz de algunas experiencias recientes, en el siguiente sentido: no hay indicador m¨¢s elocuente de la efectividad de un orden penal determinado que su capacidad de proyectarse con real eficacia sobre los actos desviados del poder, cuando ¨¦stos ofrecen indicios de posible relevancia criminal.Por eso, puede decirse con toda raz¨®n que, desde este punto de vista, la compleja situaci¨®n espa?ola actual convierte a nuestro pa¨ªs en un buen laboratorio. Y dentro de ¨¦ste, no cabe duda que el experimento que mayor inter¨¦s puede suscitar es el representado por las complejas e intensas vicisitudes del caso GAL, ¨²ltimamente enriquecidas por la intervenci¨®n del Tribunal de Conflictos de jurisdicci¨®n plasmada en su sentencia de hace unos d¨ªas.
De todo el c¨²mulo de consideraciones a que esa resoluci¨®n podr¨ªa dar lugar, hay dos del m¨¢ximo inter¨¦s. Por un lado, la relativa a la naturaleza del conflicto suscitado. Por otro, la extensi¨®n del ¨¢mbito del secreto en las actuaciones of¨ªciales y su capacidad para representar leg¨ªtimamente un obst¨¢culo frente a las de investigaci¨®n de la justicia penal
En cuanto a lo primero, no cabe hablar de conflicto en el sentido de la ley aplicada, porque aqu¨ª s¨®lo hay una pretensi¨®n de conocimiento, que es la del juez de la Audiencia Nacional. En efecto, mientras ¨¦ste investiga -desde fuera- un caso, el Ejecutivo es objeto de investigaci¨®n y, ahora m¨¢s precisamente, sujeto pasivo de una demanda de informaci¨®n sobre algunas actividades de sus agentes, de posible trascendencia penal. A este respecto, la Administraci¨®n no es instancia que postule su competencia para mediar, decidi¨¦ndola, alguna cuesti¨®n en litigio, sino simple depositaria de datos relativos a su propio modus operandi, que -lamentablemente- son de crucial inter¨¦s para el tratamiento de un caso sometido a la jurisdicci¨®n criminal. Por eso, no podr¨ªa hablarse de dos actuaciones concurrentes sobre un mismo caso, sino de una sola actuaci¨®n en sentido propio, a cargo de la ¨²nica instancia institucional legalmente habilitada para proceder en presencia de indicios de criminalidad. Incluso la misma sentencia del Tribunal de Conflictos contiene algunas afirmaciones en tal sentido, si bien puramente ret¨®ricas, puesto que afirma en abstracto para negar, no sin cierto cinismo, en el caso concreto. As¨ª, cuando en uso de una t¨¦cnica bien conocida, se extiende enf¨¢ticamente en ciertas consideraciones t¨®picas sobre los principios de la jurisdicci¨®n, poniendo buen cuidado en colocarlos bien alto para que no interfieran en una resoluci¨®n que opta por el tratamiento del tema al nivel m¨¢s bajo y artificiosamente desproblematizador de todos los posibles.
Y, efectivamente, aqu¨¦l, cumple su prop¨®sito, porque a lo largo de casi veinte folios de la m¨¢s gris literatura de considerando produce el dudoso milagro de exorcizar el verdadero conflicto, el conflicto real, eliminando el polo constitucional del mismo: haciendo un singular uso alternativo-reductivo de la norma fundamental, a la que se obliga a ceder en favor de la ley ordinaria. As¨ª, es curioso que entre las pocas referencias que se hacen a la Constituci¨®n se cuente una, la del art¨ªculo 117, 1?, relativa a la sumisi¨®n del juez a la ley, que se usa, precisamente, para dar a la primera una larga cambiada en beneficio de esta ¨²ltima, en concreto, la empleada para acorazar las materias clasificadas.
Despu¨¦s, sobre la problem¨¢tica naturaleza del secreto de Estado, sobre la cuestionable legitimidad sustancial de un instituto que s¨®lo se sostiene a expensas de producir clamorosas rupturas en la arquitectura del Estado de derecho y llamativas excepciones en la aplicaci¨®n de algunos principios esenciales, ni una palabra. O peor a¨²n, el Tribunal de Conflictos, incomprensiblemente, acaba por hacerse eco de la sospechosa doctrina de algunos procesal-penalistas de ocasi¨®n que no encuentran diferencias entre, por ejemplo, el derecho del imputado a no declarar y el del Ejecutivo a actuar -y sobre todo a mantenerse- en el secreto en ciertos casos. Y esto no porque se quiera extender al Ejecutivo, dada su comprometida situaci¨®n en el asunto, los derechos que la ley prev¨¦ para los inculpados, algo que todav¨ªa ser¨ªa comprensible en el cuadro de una t¨¢ctica defensiva; sino porque impl¨ªcitamente se acu?a nada menos que un demoledor derecho fundamental del Estado al secreto de Estado.
As¨ª, no puede sorprender que en la ejecuci¨®n de tan arriesgado ejercicio de acrobacia constitucional el Tribunal acabe estrell¨¢ndose aparatosamente al aterrizar de emergencia en el m¨¢s crudo principio de realidad, representado en este caso por lo "com¨²n en los pa¨ªses de nuestro entorno". Ese oscuro caj¨®n de sastre al que, al menos en nuestra experiencia, suele acudirse para extraer lo peor del utillaje jur¨ªdico de cada pa¨ªs. Pero, a pesar de lo afirmado, no est¨¢ claro que todos hagan lo que se dice ni que los que lo hacen lo hagan de la misma manera. Y, aunque as¨ª fuera, el Tribunal, aparte de demostrarlo argumentalmente para que la afirmaci¨®n fuera algo m¨¢s que simple coartada, tendr¨ªa que haberse parado a ver si esa pr¨¢ctica de supuesto universalismo justificador tiene cabida en nuestro contexto legal, que desde 1978 es, lo que no queda claro en la sentencia que se comenta, legal constitucional.
Mientras, lo cierto es que ni en la Constituci¨®n, y ni siquiera en la Ley de secretos oficiales o en la reguladora de los fondos reservados, hay un solo precepto que limite la plenitud de la potestad jurisdiccional frente a un crimen. Y hay otros de la m¨¢xima expresividad y del mayor rango normativo que sit¨²an por encima de toda instrumentalizaci¨®n derechos como la vida y la libertad de las personas, que someten incondicionadamente a la Administraci¨®n al principio de legalidad y al control jurisdiccional y que prohiben tajantemente la arbitrariedad en el uso de sus atribuciones.
Es precisamente en ese plano -aunque el Tribunal de Conflictos quiera ocultarlo- donde se sit¨²a el ¨²nico conflicto realmente existente, el que demandaba por imperativo de juridicidad e incluso de simple rigor intelectual una resoluci¨®n que afrontase el verdadero n¨²cleo del litigio, ahora resuelto por la expeditiva v¨ªa de expulsar de su ¨¢mbito el polo problem¨¢tico de la cuesti¨®n: el de la jerarquizaci¨®n y ponderaci¨®n de los aut¨¦nticos intereses en presencia.
Hasta hace poco sab¨ªamos, gracias al segundo Leguina, que el Estado democr¨¢tico tiene entre sus funciones reales la de cometer delitos con dinero p¨²blico. Ahora, un Tribunal-calcado por la extracci¨®n de su componente mayoritaria, del viejo modelo de la justicia de gabinete- sostiene que la ley es la ley, incluso si, como en el Segundo Imperio, la legalidad mata, y a despecho de la Constituci¨®n. Ya s¨®lo falta que alguien nos diga qu¨¦ hacer con las v¨ªctimas. Todo un reto para los juristas del pr¨ªncipe.
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