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Tribuna:
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Mitterrand, el hombre de las dos Francias

Desde hace algunos a?os, no se pod¨ªa abrir una revista ni leer una tribuna de intelectuales en un peri¨®dico sin asistir a un ejercicio literario a costa del gran seductor narcisista y retorcido que hab¨ªa reinado durante sus 14 a?os en el El¨ªseo. Se afirmaba que la ¨²nica pasi¨®n de Fran?ois Mitterrand era la que sent¨ªa por s¨ª mismo, y que sus convicciones sucesivas s¨®lo serv¨ªan a esa pasi¨®n egoc¨¦ntrica. Al haber escrito todo eso en los a?os setenta, en la ¨¦poca en que, por devoci¨®n hacia Mend¨¨s France, detest¨¢bamos a Mitterrand, y al haber revisado nuestros juicios en los a?os ochenta, algunos nos sent¨ªamos desconcertados por ese candor tard¨ªo. Las contradicciones de Mitterrand nos resultaban archiconocidas. Descubr¨ªamos sus coherencias, buenas o malas.A partir del momento en que tom¨® de De Gaulle sus instituciones y su disuasi¨®n, algo que era la l¨®gica que aceptaba de la elecci¨®n del presidente por sufragio universal, Mitterrand tuvo -sobre la Uni¨®n Sovi¨¦tica en primer lugar y luego sobre Oriente Pr¨®ximo, el Tercer Mundo, Alemania y Europa- unas opiniones pol¨ªticas cuya continuidad sorprendi¨® a los extranjeros. En pol¨ªtica interior y econ¨®mica, llev¨® esa voluntad de continuidad hasta el punto de negarse a admitir en 1983 que hab¨ªa cambiado debido a la coyuntura internacional y a la pol¨ªtica de sus vecinos. Con ello se expuso a la acusaci¨®n de apostas¨ªa en lugar de ser alabado por su capacidad de adaptaci¨®n. Por lo dem¨¢s, se priv¨® tambi¨¦n de una posibilidad de teorizar la adaptaci¨®n y dirigir su evoluci¨®n hac¨ªa un liberalismo mercantilista.

Durante las entrevistas que me concedi¨®, le expres¨¦ de forma constante y cada vez m¨¢s intensa ese reproche (el no reconocer que hab¨ªa cambiado de concepci¨®n econ¨®mica). Pronto le result¨® insoportable. Me lo indic¨® por tel¨¦fono: "Soy el mismo, siguiendo la l¨ªnea de Jaur¨¨s y L¨¦on Blum". Yo pensaba que, al negarse a ser Olof Palme, corr¨ªa el riesgo de no ser m¨¢s que un Lecanuet.

Posteriormente, tuvo otras razones para guardarme rencor y olvidar que el 11 de mayo [de 1981] nos invit¨® a Claude Perdriel y a m¨ª a la Rue de Bi¨¨vre a celebrar su victoria en la intimidad, con Laurent Fabius y Robert Badinter. Entonces nos dijo que deb¨ªa a Le Matin y a Le Nouvel Observateur lo que L¨¦on Blum debi¨® en 1936 a, un semanario intelectual llamado Vendredi. Pero es dif¨ªcil seguir siendo durante mucho tiempo un verdadero amigo de un hombre de poder cuando se escribe sobre ¨¦l casi todas las semanas.

En la segunda parte del segundo septenio, lament¨¦ la ruptura de Fran?ois Mitterrand conmigo. Yo era de aquellos con los que hablaba durante horas de pol¨ªtica internacional, de arte, de historia y de literatura, sin que nunca se hicieran alusiones a las intrigas pol¨ªticas de unos y otros, ni a sus propios proyectos maniobreros. En los descansos que se tomaba conmigo en el patio del El¨ªseo, o en avi¨®n, en los viajes en que tuve el privilegio de acompa?arle, le o¨ª hablar m¨¢s sobre Taine y Renan que sobre el partido socialista. Un d¨ªa, tuvo la suprema deferencia de traerme el Syllabus, del papa P¨ªo IX, publicado en 1864: "Contra los errores de nuestro tiempo". Quer¨ªa que comprendiese por fin la tradici¨®n reaccionaria de la Iglesia. Otro d¨ªa fui yo quien le llev¨® las obras de Tolstoi Amo y servidor y La muerte de Iv¨¢n Ilich. Tolstoi era su ¨ªdolo, y tuve la suerte de que todav¨ªa no hubiera le¨ªdo esas dos breves obras maestras. Desde hace m¨¢s de tres a?os, nuestras relaci¨®n se hab¨ªa espaciado, salvo por razones profesionales e indiferentes. En dos ocasiones me pidi¨® que reaccionara contra ese periodismo de investigaci¨®n que ¨¦l odiaba y del que cre¨ªa ser el ¨²nico blanco. No ten¨ªamos nada que reprocharnos, y yo no pod¨ªa acceder a sus deseos. Mitterrand suger¨ªa que no se pod¨ªa alardear de rigor moral y al mismo tiempo comprometer sin pruebas la reputaci¨®n de los pol¨ªticos.

A medida que evolucionaba su enfermedad, me desconsolaba la idea de no volver a verle. Tem¨ªa que desapareciese sin que le hubiera expresado una ¨²ltima vez mi fidelidad a nuestros recuerdos comunes. El pasado 11 de octubre, Christiane Dufour me llam¨® a las 11.30: ?estaba disponible para almorzar una hora m¨¢s tarde con el presidente? La cita era en el restaurante La Cantine des Gourmets, en la avenida de La Bourdonnais. Acud¨ª puntual. ?l se hizo esperar. Aquello me trajo numerosos recuerdos. En particular, aquel d¨ªa de 1980 en que le hice de ch¨®fer y le conduje de la rue de Bi¨¨vre a la C¨¢mara de Diputados. Cuando nos acerc¨¢bamos a la Asamblea, Mitterrand se dio cuenta al mirar mi reloj (¨¦l no ten¨ªa) de que era la hora exacta de su cita: una ¨ªmportante reuni¨®n del grupo socialista. Me pidi¨® que diera dos o tres vueltas al Palais Bourbon; content¨ªsimo de descubrir un atasco en la Rue Saint-Doininique, que nos proporcionar¨ªa el retraso deseado. ?Para qu¨¦, presidente? "Para prolongar nuestra conversaci¨®n". No era cierto: no hab¨ªamos dicho nada.

El 11 de octubre de 1995 lleg¨® caminando con precauci¨®n, sin dolor aparente pero con el rostro l¨ªvido, ceroso, chupado. Se sent¨® con alivio. Comprend¨ª que deb¨ªa hablar mientras recuperaba las fuerzas. Le dije que el haberme invitado a reunirme de nuevo con ¨¦l me reconciliaba conmigo mismo. Me mir¨® en silencio, y despu¨¦s me dijo con una voz d¨¦bil al principio pero cada vez m¨¢s segura: "Como sabe, vuelvo de un largo viaje".

S¨ª, presidente, estuvo usted en Estados Unidos. Me pareci¨® imprudente. "A mis m¨¦dicos tambi¨¦n, pero me siento feliz por haberlo hecho. Como sabe, estuve en Colorado, y ese reencuentro con los jefes de Estado con quienes me relacion¨¦ durante tantos a?os me interes¨® mucho. Me gust¨® hablar con George Bush, y todav¨ªa m¨¢s con Margaret Thatcher". Mitterrand sonri¨®, visiblemente divertido, al evocar a la Dama de Hierro. "Es un temperamento, un verdadero car¨¢cter. Tenemos una complicidad que s¨®lo se explica por la diferencia de nuestras convicciones". ?De qu¨¦ hablaron, presidente? "De Alemania. Sobre todo de Alemania. Sabe que es un tema que me interesa mucho. La ¨²nica versi¨®n exacta sobre mi actitud fue la dada por Robert Schneider, pero eso no impide que cualquiera, tambi¨¦n Jacques Attali, pueda decir cualquier tonter¨ªa".

Le digo que, seg¨²n creo, Hubert V¨¦drine quiere responder a Jacques Attali. Pero, ?por qu¨¦ no lo hace usted mismo? "Puede que alg¨²n d¨ªa lo haga con usted. Depender¨¢ de mi estado. Por lo dem¨¢s, hoy es nuestro reencuentro. No precipitemos las cosas. En el vuelo de vuelta, pensando en este almuerzo, me preguntaba qu¨¦ le disuadi¨® de realizar una carrera pol¨ªtica junto a m¨ª, cuando pod¨ªa hacerlo, al principio de todo. Pero, en cuanto a Alemania, no deje nunca de sensibilizar a la opini¨®n p¨²blica: sin un entendimiento entre los franceses y los alemanes nada es posible. Cuando comprend¨ª eso, vi las cosas m¨¢s claras".

A continuaci¨®n damos vueltas a los recuerdos. Se pone a hablar de la muerte "programada desde el nacimiento. Nos pasamos la vida aprendiendo a morir; pocos lo saben. ?Acaso estoy yo mismo seguro de saberlo? Hace cinco a?os, esto me habr¨ªa sublevado. Ahora estoy sereno. Pero, mientras no me vuelva indiferente, la vida sigue siendo valiosa".

Mitterrand pronuncia esta ¨²ltima frase con una especie de asombro nost¨¢lgico. De pronto, el tono ceroso de su piel, que ya no preocupa a sus ¨ªntimos porque desde hace por lo menos 20 a?os su rostro amarillea de forma intermitente, desaparece. A la mirada, todav¨ªa viva, deja de costarle triunfar sobre unos p¨¢rpados entornados por la debilidad. Me dice: "En cuanto a los ensayos nucleares, se equivoca al creer que s¨®lo los interrump¨ª para satisfacer a los alemanes. Desde luego, siempre me preocup¨¦ de tratar con cuidado al canciller Kohl, y pienso en el futuro de nuestro proyecto de defensa com¨²n. Pero, si hubiera considerado que iba en inter¨¦s de Francia, no habr¨ªa tenido en cuenta a Alemania". Le digo que el almirante Lanxade, que sigue si¨¦ndole fiel, subraya, sin embargo, que le aconsej¨® continuar los ensayos. "?No s¨®lo ¨¦l! En el Gobierno, el propio Joxe me lo aconsej¨®. Suspend¨ª los ensayos nucleares porque saqu¨¦, yo solo una conclusi¨®n sobre un tema que conozco a fondo. Desde el momento en que no se quiere cambiar la pol¨ªtica de disuasi¨®n, y en que se fabrican bombas para no emplearlas, nuestro arsenal es plenamente suficiente. Y sigue siendo totalmente disuasorio. Eso es lo esencial. Luego est¨¢ la raz¨®n pol¨ªtica, que me llev¨® a desear que no invit¨¢ramos a otros pa¨ªses a la no proliferaci¨®n o a la renuncia dando ejemplos contrarios que pueden parecer arrogantes".

Le acompa?o hasta la Rue Fr¨¦d¨¦ric Le Play. Mientras andamos lentamente, Mitterrand me pregunta si conozco las circunstancias exactas del suicidio de Roger St¨¦phane. ?Las circunstancias o las causas? A Mitterrand no le gustaba St¨¦pliane, ni ¨¦l le gustaba a St¨¦phane, pero parece que le impresion¨® su suicidio.

Una semana despu¨¦s, Christiane Dufour vuelve a llamarme: ¨¦l presidente quiere invitarme de nuevo. El 30 de noviembre acudo a la Rue Fr¨¦d¨¦ric Le Play. Esta vez, Mitterrand est¨¢ m¨¢s cansado que de costumbre. Almorzaremos en sus oficinas. Me encuentro con Odile Jacob, a quien el presidente acaba de entregar un manuscrito de 400 p¨¢ginas. Cuando viene a buscarme, Mitterrand se muestra desolado por tener que apoyarse en un bast¨®n. "El desplazamiento de un pie de lante de otro supone una lucha contra las murallas". Me lleva hacia el comedor para confiarme inmediatamente, su alegr¨ªa por haber reencontrado la escritura. "La ¨²nica alegr¨ªa en estos d¨ªas dif¨ªciles", a?ade. "No s¨¦ hablar a un dict¨¢fono, o dictar a una secretaria. No s¨¦ escribir a m¨¢quina. Si no noto la resistencia del papel frente al la pluma, me siento incapacitado, y mi pensamiento se paraliza. Tengo que ver cada frase surgir de mi esfuerzo. He escrito sin demasiada dificultad. No estoy descontento con lo que he hecho, entre otras cosas, sobre Alemania y sobre mi juventud". Alemania, otra vez.

Le pregunto si Jacques Chirac le telefonea en alguna ocasi¨®n. "A veces lo hace. Es al mismo tiempo cort¨¦s y afectuoso. Me pidi¨® mi opini¨®n sobre la reanudaci¨®n de los ensayos nucleares. Por supuesto, no la sigui¨®, pero es asunto suyo". ?Tiene de Chirac las ideas que se le atribuyen? "Es un hombre ante todo generoso, inteligente, que conoce los temas; sencillamente, le considero imprevisible. Me pareci¨® muy feliz por estar en el El¨ªseo. Muy feliz por tener siete a?os por delante. ?Si supiera lo r¨¢pido que pasan!".

Como la ¨²ltima vez, noto que el presidente quiere que yo hable para que pueda recuperarse. Le cuento mi viaje a Argentina y Chile. Sus ojos muestran un fulgor de inter¨¦s. Vi a los escritores Ernesto S¨¢bato, y Coloane, en Buenos Aires y Santiago, respectivamente. Mitterrand me pregunta c¨®mo se toman su vejez. S¨¢bato afirma vivir como si fuera inmortal. Coloane dice que ya est¨¢ muerto. "?Sabe", dice Mitterrand, "que ahora s¨¦ por qu¨¦ se suicid¨® Roger St¨¦phane? Estaba amenazado por la enfermedad, y sobre todo le faltaba dinero; ya no ten¨ªa la capacidad de reunirlo ni el orgullo de pedirlo". Creo, presidente, que fue sobre todo la enfermedad. "Me sigue costando creerlo. Cuando se agrava, la enfermedad no hace sino privar de la consciencia, de la energ¨ªa, del valor indispensables para decidir acabar con la vida de uno. En todo caso, pienso en Roger St¨¦phane de forma totalmente diferente. ?l hac¨ªa mucho caso de Malraux. C¨®mo usted, creo. Pero no es s¨®lo eso lo que nos separaba".

"Sabe que mantengo conversaciones con Jean Lacouture?". S¨¦ incluso que le habl¨® usted de Aquitania, de Guyana, y que le dijo que para entenderle hab¨ªa que empezar por all¨ª. "Es cierto. Creo que es en ese espacio donde nacieron y se desarrollaron todos los aromas, todos los sabores, todos los comportamientos que me convirtieron en lo que soy". Le pregunto si se re¨²ne con otros amigos. "No dejo de hacerlo. No siempre tengo tiempo ni humor para almorzar con las personas pr¨®ximas, pero sigo en contacto con Dumas, Badinter y muchos otros. Tambi¨¦n con Chev¨¨nement. ?Sabe que conservo toda mi estima por ¨¦l? Es un hombre de convicciones. Lamento el alejamiento de R¨¦gis Debray. No el de otros, que se pasan el tiempo reproch¨¢ndose el haber sido demasiado cortesanos".

Sinti¨® mucho aprecio por Jacques Attali... "Sin duda. Este asunto de los Verbatim es lamentable. No puede uno dejar caer delante de alguien ocurrencias sobre personas de su entorno y luego verlas reproducidas. Creo que eso tiene mucho ¨¦xito en las librer¨ªas. Estaba acostumbrado a confiar en ¨¦l. Se crey¨® Saint-Simon". Pero Saint-Simon no deb¨ªa nada a Luis XIV. "Sin m¨ª, Attali tambi¨¦n habr¨ªa sido alguien".

De pronto, su rostro se ilumina totalmente. Encuentra palabras poco habituales para decir todo lo que espera de su pr¨®ximo viaje a Asu¨¢n, porque nada es m¨¢s saludable para ¨¦l que el aire seco del Alto Egipto. Tendr¨ªa que poder respirar all¨ª la misma felicidad f¨ªsica que los otros a?os y, si Dios le da salud, en primavera, ir¨¢ a Alemania; s¨ª, Alemania, le han invitado a ir. Y despu¨¦s...

Para terminar, Mitterrand se pone a preguntarme sobre los m¨ªos, sobre m¨ª, con las preguntas m¨¢s atentas y delicadas. Uno se pregunta cu¨¢l es el secreto de su seducci¨®n. Es sencillo: cuando este hombre quiere gustar, se interesa sinceramente por el otro, sale de s¨ª mismo, se entrega. Consume una energ¨ªa que s¨®lo se puede juzgar como generosa. En esos casos, es la seducci¨®n lo que le hace salir del narcisismo. Era dif¨ªcil querer a este hombre. Pero c¨®mo le he querido.

"Deseo con estos textos convencer de la unidad de una actuaci¨®n que expresa plenamente la ambici¨®n que, por instinto, por pasi¨®n, por raz¨®n, siento por Francia. Hasta donde se remontan mis or¨ªgenes, he nacido de ella, y de una de sus provincias. Y me siento orgulloso por ello, a la vez que, me maravillo por la renovaci¨®n permanente que le proporcionan las inmigraciones sucesivas a las que debe una parte de su grandeza. (...) Formo parte del paisaje de Francia". El hombre que escribi¨® esas frases y que al mismo tiempo, durante toda su vida, fue uno de los hombres m¨¢s injuriados, m¨¢s calumniados, m¨¢s vilipendiados, no pod¨ªa sino so?ar recibir de la naci¨®n, de sus ¨¦lites, de su pueblo y de su sucesor en el El¨ªseo, el homenaje p¨®stumo que se le rinde hoy. Abandon¨® la escena pol¨ªtica como uno de los ¨²ltimos. grandes europeos. Abandona la vida como uno de los ¨²ltimos grandes de este mundo. Esencialmente, es lo que ha expresado el canciller Kohl: el que quien lo expresa sea un alem¨¢n, y precisamente ¨¦se, habr¨ªa colmado de satisfacci¨®n al presidente desaparecido. En, esta segunda mitad del siglo XX, para los franceses habr¨¢n existido, en resumen, De Gaulle y Mitterrand. Ya sea justo o injusto, e independientemente de que se pueda explicar por la leyenda del primero y la longevidad en el El¨ªseo del segundo, el hecho es que, varios a?os despu¨¦s de la muerte de De Gaulle, segu¨ªamos imagin¨¢ndonos al general en el El¨ªseo, y ocho meses despu¨¦s de la partida de Mitterrand era en ¨¦l en quien se pensaba cuando se dec¨ªa "el presidente". Tambi¨¦n es un hecho que todos los franceses habr¨ªan querido reconocerse en De Gaulle, el hombre de la grandeur, y que todos los franceses se reconoc¨ªan en Mitterrand, "el hombre de las dos Francias".

Jean Daniel es director del semanario franc¨¦s Le Novell Obsevateur.

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