Perdidos en la guerra
La dram¨¢tica e insistente b¨²squeda de las familias de 84.500 ni?os ruandeses empieza a dar sus frutos
Rusatsi Ntengayire, un ni?o ruand¨¦s de 15 a?os, qued¨® enmudecido por el terror y la soledad desde aquella noche de abril de 1994 en que la locura del genocidio lo separ¨® de sus padres. Rusatsi estaba escondido con ellos, junto a una multitud de perseguidos, en el colegio de Kinyinya, en Kigali, esperando la llegada de los escuadrones de la muerte. De repente, en mitad de la oscuridad, los soldados de las milicias extremistas hutus empezaron a disparar sobre la gente desde fuera, y estall¨® la desbandada. La madre, Valerie Ntengayire, sali¨® corriendo a buscar refugio en otra iglesia; Rusatsi huy¨® con otros muchachos, en direcci¨®n contraria. Despu¨¦s de tres meses de huida por el campo y la carretera, comiendo lo que hab¨ªan conseguido en un almac¨¦n, consiguieron atravesar la frontera de Zaire y llegar a Goma, amparados en la masa empavorecida que hu¨ªa de la guerra. Ya entonces hab¨ªa dado por muerta a su familia. A ¨¦l tambi¨¦n lo contaban entre los cad¨¢veres. Cuando las calles estaban llenas de pilas de muertos, no hab¨ªa lugar a la esperanza. Cuando meses despu¨¦s un agente de la Cruz Roja recogi¨® sus datos y le hizo una foto en el campo zaire?o de Mugunga, en Goma, Rusatsi, con un n¨²mero clave escrito en una pulsera de pl¨¢stico, pas¨® a ser uno de los 84.500 ni?os perdidos en la guerra registrados en el ordenador central de la Agencia de B¨²squeda del Comit¨¦ Internacional de la Cruz Roja en Nairobi. La compleja maquinaria inform¨¢tica y humana del CICR en Ruanda y los pa¨ªses del ¨¦xodo (40 delegados extranjeros, 850 colaboradores locales) se puso entonces en marcha para encontrar a sus padres donde quiera que estuviesen, ya fuese en otro campo de refugiados, en su comuna de Ruanda o enterrados en un fosa com¨²n.
Sin decir adi¨®s
En julio de 1994, otro ni?o de Kigali al que Rusatsi no habr¨ªa conocido nunca de no haber compartido la misma tragedia, Juma Iyakaremye, un muchachito escaldado, cubierto por las ronchas de la sarna, que aparenta 12 a?os cuando realmente tiene 16, vagaba enloquecido, atropellado por la multitud, por la carretera que lleva a la frontera de Zaire. Asustado por los mensajes de la fan¨¢tica Radio de las Mil Colinas, que aseguraba que los soldados del FPR iban a matarlos a todos, hab¨ªa salido de su casa sin decir adi¨®s en compa?¨ªa de otros amigos del barrio popular de Biryogo, y llegado a Goma al cabo de dos semanas de odisea recorriendo 150 kil¨®metros a pie. Refugiado en el campo de Katale, vio a decenas de miles de personas morir de diarrea, disenter¨ªa y c¨®lera tiradas en el suelo. Seguramente ah¨ª agarr¨® la tartamudez que hoy padece.
Es posible que en esos d¨ªas, vagando por Goma hasta que alguna ONG pudo recogerlo y llevarlo a un orfanato de campa?a, Juma se cruzase con Murindabigwi Uhoraningoga, que entonces ten¨ªa siete a?os. El peque?o se, hab¨ªa soltado de la mano de su padre, Gaspard, al atravesar la frontera de Gisenyi, y una multitud de cientos de miles de personas rotas por los nervios, agotadas hasta la muerte, lo hab¨ªa arrastrado y engullido. Durante muchas noches de soledad en el orfanato, Murindabigwi ha so?ado con ese d¨ªa: las mujeres gritando bajo las bombas, la estampida polvorienta de la gente que corr¨ªa con su casa a rastras, animales sueltos chocando con los coches y las bicicletas.
Hab¨ªa miles de ni?os perdidos por todas partes. En la huida se salvaron los beb¨¦s, que las madres llevaban sujetos a la espalda. Los ni?os mayores contaban al menos con la memoria de d¨®nde ven¨ªan, y eso los salv¨® de perder las ra¨ªces para siempre. Pero los ni?os de tres a?os, que ya pod¨ªan andar pero apenas. sab¨ªan sus nombres, quedaron m¨¢s a la deriva que ninguno. "No se acuerdan ni de c¨®mo se llaman sus padres, as¨ª que tenemos pocas posibilidades de encontrarlos", dice en la oficina del CICR en Goma la coordina dora suiza Isabelle Jeanneret, mirando el tabl¨®n de fotos donde brillan, clavadas con chinchetas, las profundas miradas de soledad de los ni?os perdidos, sujetando con las manitas un letrero con su c¨®digo de identificaci¨®n.
En el orfelinato de Buhinga, en Goma, regido por C¨¢ritas B¨¦lgica, la monja belga Dina Vannoorden pone a Habumugisha Ngayaberura, de 13 a?os, que mira ausente sentado en un banco de madera, como ejemplo del traumatismo psicol¨®gico que todos han sufrido: "Cuando lleg¨®, en julio del 94, estallaba cuando se le contrariaba. Le dimos la responsabilidad de criar unos patitos para que estuviese ocupado y se serenase, y ahora ya se ha recuperado algo". Agentes de la Cruz Roja explican que los ni?os se intentan convencer de que sus padres est¨¢n muertos, aun sabiendo que no es cierto, para dar por cerrada definitivamente una etapa de sus vidas que los ha destrozado. Por eso Habumugisha est¨¢ doblemente triste. Durante meses pens¨® que era hu¨¦rfano, y despu¨¦s que supo que sus padres estaban vivos y les escribi¨® pidi¨¦ndoles una foto, le duele que a¨²n no le hayan contestado a trav¨¦s de la Cruz Roja. "Ya no me acuerdo de ellos", dice, abandonado. "Bueno, s¨ª me acuerdo, pero no todo el tiempo".
Querer morirse
A su lado, serio tras sus gafas de pasta, Jean F¨¦lix Munyempara, de 14 a?os, parece querer morirse. "He visto muchas cosas malas, pero no s¨¦ contarlas. A m¨ª s¨®lo me queda un t¨ªo en Ruanda, pero no puedo volver", asegura, atenazado ¨¦l tambi¨¦n por los rumores, sembrados por los adultos en los campos de refugiados, que aseguran que los soldados se los van a comer o los van a meter en la c¨¢rcel si vuelven. Cuando se le dice que puede que su madre no est¨¦ muerta, como sucede a menudo, contesta lac¨®nico, desesperanzado: "S¨ª, puede".
Cien kil¨®metros al sur, en el campo de ni?os no acompa?ados de Karambo, cerca de Bukavu, Emmanuel Mgiruwonsanga, de 16 a?os, no juega al f¨²tbol con sus amigos. Tiembla siempre, asustado, ahora con un nuevo motivo: se lo van a llevar fuera de este oasis infantil. El ACNUR, que coordina a la Unicef, la Cruz Roja y las ONG encargadas del cuidado de los ni?os no acompa?ados, ha decidido cerrar los campos espec¨ªficos para cr¨ªos y empieza a llevarse a los mayores de 16 a?os a vivir en grupos de cuatro o cinco a los campos de refugiados normales, para que all¨ª se busquen la vida como los adultos que no son.
A los m¨¢s peque?os se les busca, apresuradamente a veces, una familia de acogida temporal
ruandesa o zaire?a. Isabelle Jeanneret critica los planes acelerados: "Trabajar con ni?os perdidos vende una imagen muy buena, y hay ONG que con las prisas de darles un hogar y apuntarse un tanto no vigilan bien a qui¨¦n entregan los ni?os". Alude ella a los casos, habituales, de ni?os que son utilizados por sus familias adoptivas, especialmente si son ni?as, m¨¢s cotizadas, como empleados dom¨¦sticos para cargar le?a y cuidar beb¨¦s.A veces los chicos huyen a las dos semanas de su familia adoptiva y hay que recomenzar el proceso de b¨²squeda. Sin embargo, a veces tambi¨¦n ocurre lo contrario, que el ni?o se siente querido en su nueva familia y se olvida de buscar a sus padres naturales. "Olvidan el kinyarwuanda -idioma ruand¨¦s- y se hacen zaire?os. El caso es que la Cruz Roja no puede obligar a ning¨²n ni?o a reunirse con sus padres, de verdad si no quiere", cuenta Jeanneret. Aqu¨ª, en los campos de refugiados, est¨¢n mal, pero en la Cruz Roja piensan que enviarlos a Europa para darlos en adopci¨®n ser¨ªa agravar el problema. Hace dos meses y medio volvieron a Ruanda para reunirse con sus padres 56 ni?os que hab¨ªan sido adoptados en B¨¦lgica, Alemania, Francia e Italia por intermedio de las divisiones locales de la Cruz Roja, la Organizaci¨®n Internacional para la Migraci¨®n (OIM) y alguna ONG italiana.
El choque fue tremendo. "Ya fue un shock salir de ?frica, pero despu¨¦s de tenerlo todo en Europa, volver aqu¨ª ha sido para ellos otro shock. As¨ª que nos olvidamos de las adopciones en Europa, porque aqu¨ª siempre hay alg¨²n familiar que quiere acogerlo".
El otro lado del drama se desarrolla en la mente torturada de los padres que se quedaron de la noche a la ma?ana sin noticias de sus hijos. Treinta y cinco mil padres se han dirigido hasta ahora al CICR para solicitar la b¨²squeda de sus cr¨ªos. El resto de progenitores de los 84.500 ni?os registrados no han dado se?ales de vida, bien por desconocimiento del servicio de la Cruz Roja, la ¨²nica autorizada a hacer reunificaciones familiares entre fronteras, porque se sienten perseguidos en Ruanda y prefieren que sus hijos sigan donde est¨¢n o porque simplemente han muerto.
Se da el caso de padres que, una vez informados del paradero de sus hijos, renuncian a pedir que se los traigan, pensando que del otro lado est¨¢n m¨¢s seguros. Y tambi¨¦n sucede al rev¨¦s, ni?os que no quieren volver o dudan de la veracidad de los mensajes que les hacen llegar sus propios padres.
El cruce de datos en el ordenador, junto a la publicaci¨®n en todos los campos de refugiados y las comunas de origen de las listas de padres buscados y el agotador trabajo de investigaci¨®n de los agentes de la Cruz Roja, C¨¢ritas, Save the Children y otras ONG, mostrando millones de veces la foto del ni?o o los padres por si alguien los ha visto, va dando lentamente sus frutos Algo m¨¢s de 2.500 ni?os, seg¨²n la delegaci¨®n del CICR en Kigali, han tenido la suerte de reunirse ya con sus padres en Ruanda.
El pasado d¨ªa 12 de enero dos todoterrenos salieron por la ma?ana de Goma. A bordo iban 26 ni?os que, despu¨¦s de meses de dudas, se atrev¨ªan por fin a volver a Ruanda a pesar de los terror¨ªficos rumores.
Mientras ellos atravesaban la frontera de Gisenyi y recorr¨ªan en sentido inverso la carretera por la que hab¨ªan huido hace a?o y medio, en la sede del CICR en Kigali sus familias se retorc¨ªan las manos de nervios. "No me puedo creer que vaya a verlo, pensar que lo cre¨ª muerto".
Tatu Nyirabahire, de 38 a?os, una viuda que vende verduras en el mercado de Kigali, se enter¨® de que su hijo Jamu estaba vivo por un mensaje y una foto que le llev¨® la Cruz Roja el pasado julio. Valerie Ntengayire supo en octubre del 95, a trav¨¦s de un refugiado venido de Goma, que su hijo Rusatsi hab¨ªa sobrevivido al genocidio, primero, y a las epidemias, despu¨¦s.
El a?o y medio de separaci¨®n est¨¢ a punto de acabar. Faltan segundos. "Ya vienen, ya vienen", gritan desde afuera, y las madres salen en estampida. Por la cuesta suben los coches, lanzando r¨¢fagas de luz. Entonces estalla la m¨¢s absoluta felicidad que se pueda imaginar: Juma saca los brazos por la ventana, gritando "Mam¨¢, mam¨¢". Las madres, los hermanos, los padres, dan saltos como locos. Se abren las puertas, salen los ni?os y un rel¨¢mpago de emoci¨®n une a los perdidos, como dos olas de sangre que se encuentran. Un abrazo tremendo sella el dolor.
Juma, abrazado a su madre, sonr¨ªe hasta los huesos. El peque?o Murindabigwi se pierde en los brazos de su padre. Rusatsi, sin embargo, conserva una mirada triste, como si despu¨¦s de tanto resistir a la ausencia y la muerte se hubiese desfondado al atravesar la meta. "Est¨¢ m¨¢s delgado y lleno de sarna, pero ha crecido mucho" observa embobada su madre: Valerie. "Ahora, que vuelva al colegio". "No, prefiero ponerme a trabajar".
Disfrutando de este rato de felicidad total, un min¨²sculo tesoro en mitad de la tragedia ruandesa, Pierre Cormon, jefe de la agencia de b¨²squeda del CICR en Kigali, suspira: "Ahora firman la declaraci¨®n de reuni¨®n, se hacen una foto juntos para que en Goma los ni?os que quedan comprueben que no hay nada que temer, y caso cerrado". Desgraciadamente, a Pierre le quedan decenas de miles de casos abiertos, que tardar¨¢n a?os. Unos se reunir¨¢n con sus padres. Otros muchos, nunca. Como Emmanuel, en Karambo, que con los ojos vac¨ªos, agarr¨¢ndome de la mano, susurra: "Mi hermana me ha dicho desde Ruanda que mis padres est¨¢n muertos. ?Qu¨¦ voy a hacer?".
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