Pulm¨®n de acero
Un paseo por el arroyo de Valdeza, entre encinas que han sobrevivido a reyes, generales y domingueros
Ser rey de Espa?a en el espl¨¦ndido atardecer del siglo XVI deb¨ªa de ser una gozada. Si a un servidor le tocara esa china en la pr¨®xima reencarnaci¨®n, fijar¨ªa ipso facto la capital del reino en Madrid, encargar¨ªa un chal¨¦ como El Escorial al pie del Abantos y planear¨ªa la invasi¨®n de la P¨¦rfida Albi¨®n, por este orden. Lo mismo que Felipe II, vaya. Y es que a Felipe II se le puede reprochar muchas cosas, pero nada que un madrile?o de a pie -usted o un servidor-, no haya deseado en las tardes in¨²tiles de este siglo que declina.En aquellos d¨ªas luminosos, adem¨¢s, no hab¨ªa dem¨®cratas, ecologistas ni tantas otras moscas cojoneras como pululan hoy por doquier, y el soberano pod¨ªa ordenar alegremente desde Bruselas la adquisici¨®n de la Casa del Campo de los Vargas, pensando en lo fen¨®meno que ser¨ªa perseguir ciervos y jabal¨ªes sin interrupci¨®n desde el Campo del Moro -o casi- hasta los confines de El Pardo.
Desde 1562, a?o en que a nuestro h¨¦roe le dio la real gana de comprar esta finca ubicada en la margen diestra del Manzanares -a tiro de ballesta, seg¨²n es fama, del Alc¨¢zar-, hasta la abdicaci¨®n del pen¨²ltimo Borb¨®n (Alfonso XIII, 1931), la Casa de Campo engrandeci¨®se con la incorporaci¨®n de nuevos terrenitos, cuadruplic¨¢ndose en superficie (1.750 hect¨¢reas) y configur¨¢ndose m¨¢s o menos como en la actualidad, con tapia corriente por los t¨¦rminos de El Pardo, Aravaca, H¨²mera y la carretera de Extremadura.
Palacios e iglesias, jardines y viveros, casas de labor y granjas..., la Casa de Campo constitu¨ªa un reino en miniatura que, seg¨²n las ventoleras del monarca de turno, serv¨ªa a la corona como cazadero, como factor¨ªa ilustrada de lanas y mantequilla, o como parque de recreo. Paseos en g¨®ndola con orquesta a remolque y patinaje sobre hielo son algunas de las altas misiones que sus majestades acometieron en los seis lagos de que lleg¨® a disponer el Real Sitio.
Con la II Rep¨²blica (1931-1936) no mejoraron mucho las cosas: se abrieron las puertas de par en par a los madrile?os y, en cuanto se declar¨® la guerra, los generales, establecieron sus colinas el llamado frente de Madrid. Heridas de ob¨²s, ruinas y trincheras saludaron el amanecer de la nueva mayor¨ªa, que no tard¨® en repartir suculentas porciones del viejo pastel real -reci¨¦n gratinado por los incendios- entre la Espa?a dominguera: Club de Campo (19,41), Venta del Bat¨¢n (1950), Parque de Atracciones y Telef¨¦rico (1969), Zool¨®gico (1972), Ifema.
Precisamente ser¨¢ una de estas concesiones desarrollistas, la del Telef¨¦rico, la que nos permita acceder al coraz¨®n de la Casa de Campo sin violar nuevamente sus ultrajadas puertas. Por la carretera que sale del aparcamiento, a mano izquierda, comenzaremos a bordear la Zona de Regeneraci¨®n y Repoblaci¨®n Forestal, ¨²nico espacio cerrado al p¨²blico en todo el parque, tomando en la siguiente encrucijada el desv¨ªo a la derecha para ganar, entre encinas antediluvianas, la vaguada por la que baja el arroyo de Valdeza.
Aunque la mayor parte del a?o est¨¢ m¨¢s seco que el ojo de In¨¦s, como dicen los castizos, este cauce acoge empero en sus riberas juncos, fresnos y, pasado el Puente Colorado -en realidad, un vetusto acueducto-, hileras de moreras y asi¨¢ticos ailantos. Encinares en el ¨¢rea restringida, ahora a manderecha, y repoblaciones de pinos y cipreses en la ladera contrar¨ªa flanquean la senda hasta casi la plaza de las Moreras. Junto a las pistas de tenis surge el camino que, siguiendo el tendido del Telef¨¦rico, nos devolver¨¢ al origen.
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