?Qu¨¦ hermoso tri¨¢ngulo!
El gran cine que lleva dentro Tierra comienza mediada su duraci¨®n, cuando acaba el aguacero de preciosistas estampas -no verdaderas im¨¢genes de cine, pues carecen de cadencia interior y ¨¦sta les viene impuesta de fuera, fingida con artima?as verbales y pl¨¢sticas- iniciales y el personaje tap¨®n que interpreta (mal) el (buen) actor Karra Elejalde desaparece: un chirriante malo de western que, por su funci¨®n argumental opresiva, ciega Emma Su¨¢rez y Carmelo G¨®mez el cauce hacia su identidad y ¨¦sta no desata su libertad (que, cuando les llega, elevan a lo sublime) hasta que el muecoso contrapunto dilatorio cae de la pantalla.Cuando este no-personaje se va a otra pel¨ªcula (?qu¨¦ demonios pintan sus brochazos en una filigrana?), los verdaderos personajes -el tercero, Silke, se autodefine con su presencia y no requiere m¨¢s construcci¨®n que la que esta maravillosa novata, primorosamente conducida por Medem, impone mostrando las cuatro esquinas de su tremenda fuerza fotog¨¦nica-comienzan a tener la andadura propia que requer¨ªan y que les negaba la deficiente construcci¨®n de la (no abstracta, sino abstrusa; no bella, sino con la lindeza menor, amu?ecada de lo bonito) quieta zona de pantano que aplaza el aterrizaje en esa hermosura taponada.
Tierra
Gui¨®n y direcci¨®n: Julio Medem. Fotograf¨ªa: Javier Aguirresarobe. M¨²sica: Alberto Iglesias. Montaje: Aledo. Sonido: G. Ortion. Arte: Idarreta. Espa?a, 1995. Int¨¦rpretes: Carmelo G¨®mez, Emma Su¨¢rez, Silke, Karra Elejalde. Madrid: Palafox, La Vaguada, Ideal y Alphaville.
Llega tarde ese aterrizaje pero, cuando ocurre, del pantano escapa el inconfundible fluir de un cine cautivador, ¨¢gil y exacto: esa sorprendente cuadratura -Carmelo G¨®mez se hace dos ante Emma Su¨¢rez y Silke- del amor triangular, que est¨¢ entre lo m¨¢s original y fascinador que ha creado el cine espa?ol. En este tiempo medular, Medem no s¨®lo recupera la singularidad de la mirada que hizo de Vacas un filme sin antecedentes, sino que deja atr¨¢s la resultoner¨ªa autoplagiaria de su Ardilla roja y frena su inclinaci¨®n a encadenar ocurrencias visuales.
El ambicioso -bastan un acorde de la formidable m¨²sica de Iglesias y una tacada de tomas m¨¢gicas de Aguirresarobe para vivir que volamos- arranque del filme degrada esa ambici¨®n a pretensi¨®n, al alargarse en un regodeo sob¨®n e inacabable de vistosos ripios visuales, cuya eficacia embaucadora dura unos minutos, tras los que comienza un ba?o de seudometaf¨ªsica con polvo de aldea. Medem nos deslumbra los ojos con una paliza de lookitis, de juego invertebrado (o vertebrado desde fuera) a la mirada por la mirada; y durante este su desmedido spot microcosmog¨®nico no logramos poner pie en un punto de vista que nos oriente en la sucesi¨®n sin sucesos que anega una pantalla quieta, que gira y gira alrededor de su ombligo y que, por no moverse, no mueve (ni por tanto conmueve), hasta que sus tres (convertidos en cuatro) oficiantes, ya libres, se construyen a s¨ª mismos y nos secuestran a lo largo (que se hace corto) de una hora de cine generoso y c¨¢lido, cuyo recuerdo queda, persiste, ennoblece.
El guionista Medem vulnera lo invulnerable: los fr¨¢giles hilos que mueven el crecimiento de la emoci¨®n en un hombre amordazado ante una pantalla, como la suya, desp¨®tica. Enamorado de sus visiones, las despliega sobre el papel en forma de una met¨¢fora que luego, en la pantalla, se hace pirotecnia sin esqueleto: un transcurso sin duraci¨®n o un itinerario sin camino, que da vueltas mareantes (indicio de ese despotismo visual) alrededor de tercos ritornelos -por ejemplo: "Me llamo ?ngel, ?y t¨²?" "?ngela"-, que son brotes de inseguridad camuflados bajo la sensaci¨®n de desenvoltura que acompa?a a todo empleo oportunista del recurso al leit motiv, cuando lo cierto es que son desafinamientos que se quieren hacer pasar por destellos de armon¨ªa.
Quedan de su candoroso, infantilmente tir¨¢nico, spot inicial algunas quietudes esmeradamente compuestas -un cordero inm¨®vil aterrado en medio de una carretera; una muchacha que peina con su moto el perfil de una colina-, pero carentes de la gradualidad del tempo y de la rectitud (geom¨¦trica y moral) de todo verdadero entramado de comportamientos y toda aut¨¦ntica armaz¨®n de sucesos. Es decir, no hay verbo f¨ªlmico, escritura, lo que indica que Medem, ya maestro en direcci¨®n, es un escritor corto, pero tan autoindulgente que cae en la vanidad de autorizarse a profanar leyes sagradas de la composici¨®n, que Welles, Bu?uel, Tarkovski y otros maestros suyos (dioses de su oficio, que no blasfemaban contra los hombres inermes que convocaban) jam¨¢s osaron vulnerar.
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