La suma sacerdotisa de la canci¨®n
Para los que prefieran que sus h¨¦roes del jazz carguen con una existencia turbulenta, Ella Fitzgerald siempre result¨® una decepci¨®n. Nada en su biograf¨ªa que alimentara esos estereotipos: una dama t¨ªmida, con una discreta vida personal, consagrada esencialmente al perfeccionamiento de su arte. Hasta cuesta creer que en 1934, antes de ganar el concurso de aficionados que iniciar¨ªa su carrera musical, ella se dedicar¨¢ al baile con el nombre de guerra de Caderas de Culebra Fitzgerald.Tambi¨¦n se hace necesario un esfuerzo de la imaginaci¨®n al recordar que Ella fue, durante los a?os treinta y cuarenta, una estreIla del pop, una reina de los Jukeboxes gracias a temas graciosos como You'll have to swing it (Mr. Paganini) o A-tisket a-tasket. Los productores la emparejaron con grupos como The Ink Spots y ella misma no puso reparos a intentar conectar con las ¨²ltimas modas: a finales de los sesenta, su repertorio inclu¨ªa ¨¦xitos del rock y, en esas ocasiones, su voz se hac¨ªa rugido a lo Janis Joplin (mejor dicho, al estilo de Big Mama Thornton y otras vocalistas de rhythm and blues que marcaron a la cantante blanca).
Sin embargo, todo eso queda como an¨¦cdota al lado de sus monumentales songbooks. A partir de 1956, bajo la direcci¨®n del implacable Norman Granz, Ella edit¨® discos dobles que repasaban los cancioneros de los gigantes del standard: los ¨¢lbumes dedicados a Cole Porter, Rodgers y Hart, Irving Berlin, George e Ira Gershwin, Jerome Kern o Johnny Mercer son trabajos definitivos, felices encuentros entre repertorios resplandecientes y una int¨¦rprete de infinitos recursos, de o¨ªdo perfecto y con una voz capaz de inyectar swing en la partitura m¨¢s lineal.
Ingenio e innovaciones
Los m¨²sicos que estuvieron a su lado se maravillaban de su ingenio: el pianista Jimmy Rowles contaba que ella le ped¨ªa versiones imaginativas; sus innovaciones serv¨ªan para que ella se adentrara en territorio in¨¦dito y la canci¨®n volviera a sonar fresca. Barney Kessel, el guitarrista, recuerda una gira por Europa en la que, en vez de dormir o charlar en el autob¨²s, Fitzgerald se reun¨ªa con ¨¦l y se dedicaban a atacar una canci¨®n de todas las formas posibles, "improvisando versos sin parar, como un cantante de calipso".
Ella Fitzgerald tal vez no fuera la descubridora del scat, pero pocos vocalistas de jazz alcanzaron su dominio de ese dif¨ªcil arte, donde la voz se dispara como un instrumento solista: se requiere sinton¨ªa con el resto de los m¨²sicos, capacidad para estructurar las frases, inventiva. Ella, adem¨¢s, ten¨ªa la sabidur¨ªa de dosificar su scatting y resistirse al mero exhibicionismo.
Sus abundant¨ªsimos discos revelan que Ella envejeci¨® art¨ªsticamente con elegancia: su voz perdi¨® dulzura pero no claridad de pronunciaci¨®n, control del material, entonaci¨®n o sentido del ritmo. Como dijo otro monstruo del micr¨®fono, Mel Torm¨¦, "Ella no fue s¨®lo la primera dama del jazz, era tambi¨¦n la suma sacerdotisa de la canci¨®n".
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