La voz de seda
El s¨¢bado pasado se muri¨® del todo Ella Fitzgerald, pero llevaba ya algunos a?os como muerta en vida, enferma de diabetes, con las dos piernas cortadas, y el recuerdo de su silencio y de su enfermedad nos sobresaltaba a veces cuando pon¨ªamos alguno de sus discos, cuando encontr¨¢bamos en una tienda una grabaci¨®n rara o desconocida y nos apresur¨¢bamos a llegar a casa para escucharla. Ella Fitzgerald era un lujo ilimitado de la m¨²sica, un caudal que no agotaba nunca sus sorpresas, sus matices, la variedad de las canciones que cant¨® y grab¨®, y que a¨²n seguimos descubriendo como novedades reci¨¦n aparecidas. Entre sus primeros discos de los a?os treinta, cuando era una adolescente del Harlem que se pasaba la vida en la calle y se present¨® sin mucha convicci¨®n a un concurs¨® para aficionados, y las grabaciones del final de su carrera, en las que la gravedad y la sabidur¨ªa de la experiencia no acababan de oscurecer el metal transparente de su voz, la vida de Ella Fitzgerald est¨¢ escrita en un ¨¢lbum innumerable de canciones, en una enciclopedia sonora de la mejor m¨²sica popular de este siglo. Acab¨® siendo una gran dama que se mov¨ªa sobre los escenarios con majestad y corpulencia, pero en las fotograf¨ªas de sus comienzos con la orquesta Chick Webb es una chica de aire todav¨ªa infantil, con vestidos baratos y calcetines blancos, y su voz de entonces es primitiva y un poco chillona, pero ya posee una dulzura y una musicalidad que no parece que hubiera podido aprender en ninguna parte, que le pertenec¨ªan tan instintivamente como su respiraci¨®n o el color de su piel. Imaginamos que la o¨ªrnos no en un disco compacto de ahora, sino en una radio de entonces, en uno de aquellos programas transmitidos en directo desde grandes salones de baile en los que el jazz era la m¨²sica urgente y sofisticada de la vida. En sus grabaciones del final de los a?os treinta, la voz adolescente de Ella Fitzgerald nos llega desde: una lejan¨ªa de transmisi¨®n radiof¨®nica y disco de pizarra, y no nos cuesta nada pemitimos una nostalgia falsa de aquellos tiempos que sin duda fueron los de la triunfal edad de oro del jazz, cuando estaban vivos y tocando simult¨¢neamente todos sus maestros, cuando Cole Porter, Irving Berlin, George Gershwin y Duke Ellington compon¨ªan canciones que pasaban de manera instant¨¢nea a formar parte del repertorio de las orquestas y de la vida cotidiana (te la gente.
En la voz de Ella Fitzgerald siempre estuvo esa proclamaci¨®n de alegr¨ªa de la era del swing, y aun cuando alcanzaba una tonalidad sombr¨ªa de introspecci¨®n y dolor no acced¨ªa al desgarro de lo, tr¨¢gico, a las honduras l¨®bregas de Sarah Vaughan o de Carmen McRae, a la dulzura entregada y masoquista de Billie Holiday o Dinah Washington. En Vaughan, en Carmen McRae, en Billie Holiday, se nota mucho la tradici¨®n primitiva y terrible de las cantantes antiguas de blues, de Ma Rainey y de Bessie Smith, solemnes y tr¨¢gicas como hero¨ªnas griegas, con una sombra de predestinaci¨®n y desgracia en sus vidas, de soledad y alcoholismo. Ella, Fitzgerald, que tambi¨¦n tuvo una infancia de pobreza y padeci¨® la crueldad del racismo, parece venir sin embargo de una tradici¨®n m¨¢s jovial, del blues picante y deslenguado que se cantaba en los music hall de las grandes ciudades, de la simple desenvoltura de la m¨²sica comercial que escuchar¨ªa en todas partes durante su infancia, y en la que se mezclaban, en un equilibrio que hoy se nos antoja milagroso, la livianidad del consumo inmediato y la sutileza t¨¦cnica de las composiciones de Cole Porter o de Gershwin.
En Bessie Smith y en Billie Holiday a¨²n se escuchan las lentitudes de los blues rurales, y la queja de sus voces viene de los cantos de las iglesias para negros, de los vers¨ªculos de los salmos y del libro de Job cantados en la gran di¨¢spora de la esclavitud: Ella Fitzgerald canta con una ligereza de noche iluminada de ciudad, con una elegancia de seda, de vestido de c¨®ctel, de club nocturno con decoraciones art-d¨¦co. Hay una foto suya de los a?os cuarenta que resume el mundo resplandeciente y abolido al que perteneci¨®: est¨¢ cantando, detr¨¢s de uno de aquellos micr¨®fonos grandes y angulosos de entonces, en un club que no debe de ser muy grande, porque el escenario est¨¢ muy bajo, y en la primera mesa, a unos pasos de ella, son riente, con el pelo engominado, con un traje a rayas, una flor en el ojal de la ancha, solapa y un cigarrillo en la mano, la escucha con devoci¨®n y entusiasmo Duke Ellington, detr¨¢s del cual aparece en otra mesa, tambi¨¦n sonriente, entregado, feliz, con sus gafas doradas, el gran Benny Goodman, que tocaba el clarinete y dirig¨ªa las orquestas con la misma delicada elegancia con que cantaba Ella Fitzgerald.
Ha pasado m¨¢s de medio siglo desde que esa fotograf¨ªa fue tomada, y en ese tiempo el jazz ha dejado de ser la m¨²sica de la vida diana para convertirse en otra cosa, en un producto cultural para minor¨ªas aisladas y devotas, para expertos que atesoran nombres de oscuros instrumentistas y fechas de grabaciones arcanas. Ahora el Jazz parece aludir siempre el ensimismamiento de los m¨²sicos y de los aficionados, y lleva consigo una doble leyenda de dificultad y sufrimiento, que atribuye a algunos de sus mejores maestros biograf¨ªas l¨²gubres de artistas malditos: Charlie Parker, Billie Holiday, Bud Powell... Ella Fitzgerald, igual que Duke Ellington o Dizzy Gillespie, nos recuerda que el jazz no s¨®lo tiene que ver con el hermetismo y el dolor, sino tambi¨¦n con la alegr¨ªa y el humorismo, con la deliciosa livianidad de las canciones comerciales, con la celebraci¨®n de los esplendores nocturnos de las grandes ciudades, de la sensualidad jovial y la ternura. A lo largo de los a?os y Is canciones de la biograf¨ªa de Ella Fitzgerald pueden seguirse los episodios de su aprendizaje, de su ambici¨®n por el ¨¦xito, de su instinto para hacer suya cualquier melod¨ªa y cualquier audacia, pero lo que al final queda siempre, en los primeros discos y en los ¨²ltimos, es una sugesti¨®n de entusiasmo, de sabia juventud y serena alegr¨ªa. Ni siquiera ahora que ha muerto es posible o¨ªr la voz de seda de Ella Fitzgerald sin un suave estremecimiento de felicidad.
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