Cuidado con el pueblo
Que las palabras no son inocentes es algo claro para quien haya sentido c¨®mo se le escapan de las manos y cobran vida propia, c¨®mo se vuelven contra el que las pronunci¨®, c¨®mo se agitan, se gastan, languidecen y mueren. A veces hay que hacer con ellas operaciones de cosm¨¦tica y ali?o; en ocasiones, el enredo alcanza unas proporciones que obligan a medidas m¨¢s dr¨¢sticas y se impone retirarlas de la circulaci¨®n, sacrificarlas en beneficio de que podamos volver a entendernos. Pero la mayor parte de las veces basta con una operaci¨®n de desinflado; apuntar con una aguda iron¨ªa alguna de sus incongruencias o paradojas es suficiente para que se venga abajo todo un escenario confuso, incapaz de resistir la menor sacudida.Una de las palabras m¨¢s incontrolables es la que utilizamos para designar a la gente cuando parece formar una unidad pol¨ªtica con denominaci¨®n de origen: el pueblo y las calificaciones que de ¨¦l se derivan. Hay diputados populares, lo que permite suponer que los dem¨¢s lo son menos; otros representan al pueblo reprimido con una solemnidad que no encaja muy bien con el 10% de votos que arrastran a duras penas; existe tambi¨¦n el populismo, una especie de versi¨®n c¨®moda de las antiguas revueltas, ahora azuzada por agravios e indignaciones de temporada; los hay que exhiben una identidad popular compacta, cuyo prop¨®sito de defenderla no ha sido asaltado por la duda de si se trata de algo digno de defender; algunos manejan el ellos y el nosotros con una facilidad de aficionado deportivo... O sea, que casi todos coinciden en apelar al pueblo como si fuera una realidad completa, empaquetada y lista para usar a conveniencia.
Esos nosotros enf¨¢ticos otorgan fortaleza en la pr¨¢ctica, ayudan a situarse con seguridad, dan bastantes votos, pero resisten pocos an¨¢lisis. Las incongruencias en la l¨®gica del colectivo no inquietan mucho a los alegres administradores de la primera persona del plural, pero quiz¨¢s proporcionen un cierto alivio a quienes prefieren el uso del singular. Ya que se trata s¨®lo de aliviar, puede bastar la observaci¨®n de un fil¨®sofo. Tomando como ejemplo la declaraci¨®n de independencia americana ha mostrado Derrida el car¨¢cter circular y contradictorio de los documentos constitucionales, en que un pueblo firma que se constituye como sujeto unitario mediante su firma. Ahora bien, el pueblo no existe antes de su acto de fundaci¨®n, acto que precede al pueblo como instancia autorizadora. Ocurre algo tan extra?o como que el pueblo, mediante su firma, viene al mundo como sujeto libre e independiente, como posible firmante. Firmando se autoriza a firmar. En el nosotros congregado en el acto de la fundaci¨®n se enmascara una heterogeneidad originaria. El pueblo es un sujeto decretante a la vez que un mont¨®n emp¨ªrico de individuos todav¨ªa dispersos; es instaurador de una ley a la que ¨¦l mismo se somete. La irrepetible y ficticia fundaci¨®n no representa otra cosa que la inicial inidentidad que se fracciona en una continua iteraci¨®n. Esta identidad imposible recuerda que la fundaci¨®n no est¨¢ cerrada de una vez para siempre, que lo com¨²n no es ni originario ni presente, ni previo ni deducible, sino algo continuamente desplazado, prorrogado, aplazado. La heterogeneidad de la comunidad que se funda a s¨ª misma le obliga a repetir siempre una vez m¨¢s su fundaci¨®n.
En el seno de todo orden constitucional, de toda convivencia democr¨¢tica, hay un nosotros inconsistente, un desgarro y una contradicci¨®n que continuamente redefine de manera provisional las dimensiones de la inclusi¨®n y la exclusi¨®n. Por eso lo pol¨ªtico no puede ser monopolizado por las realidades institucionales, por la organizaci¨®n de la sociedad y por la estatalidad ritualizada. Lo pol¨ªtico es m¨¢s bien el lugar en el que una sociedad act¨²a sobre s¨ª misma y renueva las formas de su espacio p¨²blico com¨²n. Esto significa que la gesta de la fundaci¨®n y el acontecimiento del origen no se pueden disponer cronol¨®gicamente. La sociedad no ha surgido del colapso de una comunidad, no hay una partici¨®n originaria ni una primera unificaci¨®n, ni inocencia perdida de la Vida colectiva o una instituci¨®n inicial. Esto no quiere decir que el pueblo no exista en absoluto, sino que es una magnitud inestable, una realidad abierta y mutable, arrebatada por los hombres al designio del destino y colocada en el ¨¢mbito de lo que hacemos con nuestra libertad.
Los griegos designaron el espacio pol¨ªtico ¨¢gora, o sea, lugar de discusi¨®n. Nada m¨¢s ajeno a la competici¨®n mediante la palabra que hurtar alg¨²n tema al debate o la comodidad de mantener a toda costa las cosas como vienen dadas. Pero la buena pol¨¦mica empieza por uno mismo y la naturaleza del sujeto que la practica tambi¨¦n puede ser puesta a discusi¨®n. ?Somos todos los que estamos y estamos todos los que somos? ?Cu¨¢les son nuestras obligaciones rec¨ªprocas y las condiciones de nuestra lealtad? ?Qui¨¦n puede formar parte de nosotros o dejar de contar como uno de los nuestros? La discusi¨®n pol¨ªtica no tiene ¨²nicamente por objeto una serie de temas; es tambi¨¦n una reflexi¨®n pol¨¦mica acerca del sujeto mismo de la discusi¨®n, sobre su alcance, n¨²mero y extensi¨®n, sobre el modo de articular las deudas interiores que vinculan a sus miembros entre s¨ª e incluso sobre los contornos exteriores marcados por quienes ha de considerar como enemigos. El juego de la pol¨ªtica es tan complejo y al mismo tiempo apasionante porque las dimensiones del campo se est¨¢n redefiniendo a medida que el juego avanza, al tiempo que aumenta o disminuye el n¨²mero de jugadores. Esta falta de fijaci¨®n se debe a que la pol¨ªtica es una actividad que tiene que ver fundamentalmente con el convencimiento mutuo- y la concertaci¨®n de voluntades. En esta complicaci¨®n reside su fortaleza integradora y no en una hip¨®stasis grupal indiscutible.
As¨ª como sabemos desde Cocteau que Napole¨®n era un loco que se cre¨ªa Napole¨®n, un pueblo vendr¨ªa a ser el conjunto de personas que creen que lo son. Pero en este conglomerado hay muy diversos grados de adhesi¨®n: desde fieles devotos hasta traidores ocasionales, miembros por estirpe o por conversi¨®n, por razones geogr¨¢ficas o econ¨®micas, que se sienten bajo el peso abrumador y confortable de sus ancestros o que prefieren pensar en el proyecto que construyen para quienes vengan despu¨¦s, unos est¨¢n ah¨ª porque tienen m¨¢s amigos dentro y otros porque tienen m¨¢s enemigos fuera. Hay patriotas de conveniencia, de convicci¨®n y semipensionistas. Lo m¨¢s habitual suele ser una mezcla difusa de todos esos motivos de pertenencia. Si la cohesi¨®n significa algo es precisamente aglutinar motivaciones de ¨ªndole tan diversa, vincular lo disperso sin imponer un certificado de integridad. El pueblo ser¨ªa entonces el espacio constituido por aquellos que han sido convencidos de que lo son y poblado en sus zonas fronterizas por los que tienen ese convencimiento como algo provisional, inercial, irremediable, interesante o compartible con otras afinidades.
El pueblo es una ficci¨®n ¨²til, de la que no conviene prescindir, pero que se convierte en una pesadilla furiosa cuando los hombres se olvidan de airear de vez en cuando, medir y pesar cada cierto tiempo para comprobar su estado, tomar el pulso de las voluntades que la sostienen, revisar los t¨¦rminos del contrato. Los artificios humanos pueden ser grandiosos, pero tambi¨¦n pueden transformarse en monstruos si se debilita el libre consentimiento que los mantiene en vida.
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