Los ignominia de Old Bailey
Hace unas semanas se celebraba en Madrid el D¨ªa del Orgullo Gay. Seguramente a algunos pueden haberles resultado folcl¨®ricas algunas de sus expresiones y a lo mejor no les falta raz¨®n. Pero si dejamos atr¨¢s las an¨¦cdotas y los fen¨®menos pintorescos, la verdad es que el asunto tiene detr¨¢s ra¨ªces hondas, dolorosas, que ni cabe olvidar ni cabe frivolizar. Lo corro bora hasta la saciedad la edici¨®n de Los procesos contra Oscar Wilde, que la editorial Val demar de Madrid acaba de sacar a la luz.Todo el inundo conoce la historia: en la primavera de 1895, Wilde demand¨® al marqu¨¦s de Queensberry, padre de su amante, lord Alfred Douglas, por acusarlo p¨²blicamente de sodomita. Pero la demanda se volvi¨® contra el escritor, que fue procesado y condenado a dos a?os de trabajos forzados por sodom¨ªa y corrupci¨®n de J¨®venes. Un primer proceso termin¨® con desacuerdo del jurado, pero enseguida comenz¨® otro hasta que se alcanz¨® el veredicto de culpabilidad. Testigos ama?ados, chantajistas profesionales, jueces parciales condujeron a Wilde a la muerte civil.El escritor vio sus bienes embargados y vendidos, incluso antes de la sentencia, y su nombre injuriado, escarnecido y maldito para siempre en medio de un chirriante esc¨¢ndalo al que concurrieron con toda su fuerza la prensa, los bien pensantes, los chantajistas y la chusma que siempre merodea cerca de la sangre y el deshonor. Turistas de la Ignominia hubo que se acercaron desde Francia al Tribunal Criminal de Londres, en Old Bailey, a presenciar el espect¨¢culo.
Los dos a?os de presidio fueron para Wilde el escenario de terribles sufrimientos que su genialidad de artista supo sublimar en esas dos obras maestras que son la Balada de la c¨¢rcel de Reading y el De profundis, el inmenso poema del asesinato del amor y la desoladora meditaci¨®n moral sobre sus relaciones con el arbitrario y demoniaco lord. Cuando sali¨® de prisi¨®n, no pod¨ªa ni firmar con su nombre y tuvo que inventarse un seud¨®nimo: Sebasti¨¢n Melmoth. Estaba ya destruido. Tanto, que hasta Andr¨¦ Gide le negaba el saludo por las calles de Par¨ªs.
La lectura de las actas de los procesos es aleccionadora sobre los males que la hipocres¨ªa y la intolerancia pueden convocar. Los jueces aceptan la deposici¨®n de los chantajistas profesionales y alteran los usos jur¨ªdicos; los fiscales son hienas que act¨²an seguras y felices; los testigos dicen, soeces, cuanto les viene en gana. La brillantez de Wilde resulta in¨²til ante el muro de ignominia y mentira que se alza contra ¨¦l. "Este es el peor caso que he tenido que juzgar", dice el honorable juez Wills antes de dictar sentencia, una sentencia que le parec¨ªa, de todos modos, "totalmente inadecuada para una causa como ¨¦sta". El honorable pensaba, seguramente, en la horca.
El terror de Forster
En semejantes circunstancias se entiende el horror de E. M. Forster, que en 1895 ten¨ªa 16 a?os y viv¨ªa en Londres, a que sus inclinaciones pudieran ser conocidas. De hecho, dej¨® in¨¦dita una novela, Maurice, que no se atrevi¨® a publicar en vida (escribir¨ªa incluso que no la publicar¨ªa "hasta mi muerte y la de Inglaterra"), que es en alg¨²n sentido la simb¨®lica biograf¨ªa sentimental de su juventud, y que est¨¢, pat¨¦ticamente, "dedicada a Tiempos Mejores". Su simb¨®lica y aterrada biograf¨ªa.
Oportuna esta edici¨®n de Valdemar, que nos acerca a un episodio del que se ha hablado mucho pero cuya materialidad documental se escapaba. Aqu¨ª est¨¢: palpitante de abyecci¨®n, de sordidez, de injusticia. Y es una historia que es tambi¨¦n la nuestra Uno de los verdugos de Federico Garc¨ªa Lorca, en V¨ªznar, se jactaba de haberle metido "un tiro en el culo por maric¨®n". Luego hubo un cr¨ªtico suizo que escribi¨® un art¨ªculo donde trat¨® de explicar el asesinato de Lorca como un ajuste de cuentas entre homosexuales y aqu¨ª, en Espa?a. La Estafeta Literaria, que dirig¨ªa el tolerante Juan Aparicio elogi¨® y difundi¨® calurosamente el art¨ªculo . La cadena no ata s¨®lo a Lorca con Wilde. Despu¨¦s en tran en ella los jud¨ªos, los gitanos, luego vienen los disidentes, y as¨ª hasta llegar al silencio de los corderos.
Todos degollados, inmolados, sacrificados a los compactos dioses de ese poder que s¨ª se atreve a decir su nombre. En Old Bailey, en V¨ªznar, en Auschwitz, en La Habana (l¨¦ase Reinaldo Arenas), en cualquier lugar donde la dignidad de los hombres vale menos que la santa dignidad del dogma, de los dogmas.
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