El esp¨ªa intachable
Hay una moda funeraria que consiste en la demolici¨®n del buen nombre de quien acaba de morir y disfrut¨® en vida de celebridad y dinero. Hay una especie temible de bi¨®grafos que con una sa?a de profanadores de sepulturas dedican a?os a exhumar los rasgos m¨¢s desagradables de sus biografiados: leyendo a alguno, yo he llegado a pensar que uno de los impulsos para escribir biograf¨ªas debe de ser el odio, la contumaz animadversi¨®n de quien no puede molestar en vida a quien detesta mucho y se dedica a calumniarlo despu¨¦s de su muerte. Los bi¨®grafos, especialmente ciertos bi¨®grafos norteamericanos, nos tienen ya acostumbrados a todo: no hay escritor ni estrella de cine que no se entregaran con denuedo al alcoholismo o a las formas m¨¢s impresentables de la promiscuidad; en manos del bi¨®grafo adecuado, cualquier h¨¦roe resulta ser de manera p¨®stuma un traidor, cualquier santo un ap¨®stata, cualquier devoto un blasfemo.No a todo el mundo le corresponde un destino tan cruel: ahora acaba de publicarse una nueva biograf¨ªa de Cary Grant, que incluye al parecer entre sus p¨¢ginas la estupenda noticia de que el actor llev¨® a cabo en Hollywood actividades de contraespionaje, buscando nazis m¨¢s o menos ocultos entre la turba brillante y reaccionaria de los estudios. Admir¨¢bamos hasta ahora la elegancia inigualable con que Cary Grant persegu¨ªa a conspiradores nazis en las pel¨ªculas o hu¨ªa de ellos, desliz¨¢ndose entre las peripecias de la acci¨®n con el peinado y la sonrisa intactos, con la misma desenvoltura con que se mov¨ªa Fred Astaire sobre las escalinatas lacadas de los musicales. Aun haciendo de indudable estafador y posible asesino, Cary Grant ten¨ªa siempre un aspecto de buena voluntad ligeramente contrariada, de excelente disposici¨®n para hacer bien las cosas, ya fuera montar a caballo fingi¨¦ndose arist¨®crata ingl¨¦s o llevarle a la cama a su mujer enferma y remordida por la sospecha, Joan Fontaine, un virtuoso vaso de leche que brillaba ominosamente en la oscuridad de la escalera porque Alfred Hitchcock hab¨ªa instalado en su interior una bombilla.A Cary Grant lo desde?aban mucho los memoriones de la cinefilia, que no ve¨ªan veros¨ªmil la parte como de comedia y de music-hall de su personaje, el que interpretaba casi siempre, el individuo con una cara demasiado franca y jovial como para dedicarse a algo importante o esconder sentimientos profundos, el director de peri¨®dico simp¨¢tico y canalla, el sinverg¨¹enza que se casa con una heredera rica y la va envolviendo en una malla de mentiras y peque?as deslealtades que pueden acabar revelando un designio siniestro. Le bastaba ponerse unas gafas de montura gruesa para convertirse en la estampa de un perfecto imb¨¦cil. Nadie era capaz de entrar sonriendo en una habitaci¨®n igual que ¨¦l, y su mirada, su sonrisa, su perfecto peinado, no parec¨ªa que pudieran ser enturbiados por ninguna desgracia, pero ten¨ªa de pronto una manera de mirar solitario y terrible que tal vez s¨®lo Alfred Hitchcock descubri¨® y us¨®, la clase de mirada que algunos hombres s¨®lo conf¨ªan a los espejos: los ojos fijos, la cara hacia un lado, la mand¨ªbula apretada y ansiosa de quien guarda en el fondo del alma un yacimiento de desesperaci¨®n y soledad.
Esa mirada la mostr¨® Cary Grant muy pocas veces en el cine, y es posible que no hubiera muchas personas que llegaran a v¨¦rsela en su vida. La encontramos m¨¢s intensa que nunca en Encadenados, que de todas las pel¨ªculas de Alfred Hitchcock me parece la m¨¢s intensa y verdadera, la menos gastada por la decepci¨®n gradual que van dej¨¢ndome casi todas las otras cuando vuelvo a verlas. En Encadenados, Cary Grant es un severo agente del FBI que se finge fr¨ªvolamente adicto al dry martini y a las mujeres para atraer.a Ingrid Bergman hacia una red de cazadores de nazis: ahora sabemos que si en el cine interpret¨® con tal maestr¨ªa ese papel era porque ya lo hab¨ªa interpretado en la realidad, y que tal vez la fiesta en la que sigue con sus ojos todav¨ªa fr¨ªos y atentos los ademanes de beoda o de ciega con que se mueve entre los bebedores Ingrid Bergman se pareci¨® a otros parties de Hollywood a los que Cary Grant asistir¨ªa para espiar conversaciones de simpatizantes de la Alemania nazi. Qui¨¦n iba a callarse cuando ¨¦l se acercara, con el doble resplandor irresistible de la sonrisa y de la ginebra helada, qui¨¦n iba a recelar de ese hombre que interpretaba en la pantalla a vacuos seductores, a asesinos con cara de bondad, a disparatados cient¨ªficos, a esp¨ªas atolondrados, a estafadores simp¨¢ticos. Ning¨²n h¨¦roe, ning¨²n conspirador podr¨ªa parec¨¦rsele, ning¨²n sentimiento demasiado profundo lo podr¨ªa devastar, igual que el viento de las tormentas falsas del cine apenas le desordenaba el peinado.
Pero en Encadenados, seg¨²n avanza la pel¨ªcula y se vuelve m¨¢s son¨¢mbula y amenazadora, la cara de Grant, sus ojos, el esto de su boca, se modifican sutilmente para expresar lo insospechado, la ebriedad del deseo, el rencor y la tortura y el envenenamiento de los celos, la crueldad del despecho, todas las cosas que llevaron a Cyril Connolly a escribir que no hay dolor comparable al que dos amantes pueden infligirse entre s¨ª. H¨¦roe de farsa, esp¨ªa de pel¨ªcula, ahora resulta que Cary Grant utiliz¨® en la vida real la m¨¢scara de su personaje para vigilar a Gary Cooper y a Errol Flynn, h¨¦roes sacrosantos del cine que en realidad simpatizaban con la Alemania nazi. Me gusta pensar que si practic¨® en su vida un hero¨ªsmo pol¨ªtico semejante al que muestra en la pel¨ªcula, tambi¨¦n hubo otros actos id¨¦nticos en la verdad y en la ficci¨®n. Es posible que alg¨²n bi¨®grafo futuro descubra que Cary Grant no s¨®lo fue esp¨ªa antinazi, sino tambi¨¦n que alguna vez en su vida abraz¨® a alguien con tanto deseo y tanta entrega como abraza en Encadenados a Ingrid Bergman.
Babelia
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