Un viaje portugu¨¦s (2)
Por Con la tirita en el bolso (por si se hiere), el viajero se despide de la iglesia (y del monolito, y del heroico general Manuel Jorge Gomes de Sep¨²lveda, que contin¨²a arengando al pueblo en los azulejos) y se aleja calle arriba entre ferreter¨ªas y barber¨ªas y comercios tan antiguos como sus due?os. Algunos tienen de todo, como el de do?a Mar¨ªa Fernanda da Purifica?¨¢o Pires Texeira.-?Cu¨¢nto cuesta esa aceitera?
-Mil escudos.
-?Y las jarras?
-Cuatrocientos.
-?Y las peonzas?
-Noventa -responde la due?a cogiendo una, como si calculara su precio al peso.
-Bueno, pues d¨¦me tres.
-?Tres jarras?
-No. Tres peonzas.
Do?a Mar¨ªa Fernanda da Purifica?¨¢o Pires Texeira es una profesional. Do?a Mar¨ªa Fernanda da Purifica?¨¢o Pires Tex¨¦ira, 82 a?os a las espaldas y 60 detr¨¢s del mostrador, sonr¨ªe a cada pregunta, y cuando no sabe un precio lo inventa. Do?a Mar¨ªa Fernanda da Purifica?¨¢o Pires Texeira es vieja y tiene mala memoria, pero sigue siendo una profesional.
-?Quiere cuerdas?
-?Para qu¨¦?
-Para los trompos.
-Bueno.
La vieja corta las cuerdas con una enorme tijera y las enrolla luego con las peonzas en un papel de envolver. Es un papel gordo, muy basto, de la edad seguramente de la tienda. En el comercio de Mar¨ªa Fernanda todo es de la misma ¨¦poca.
-?Cu¨¢ntos a?os tiene esto?
-?Ufi ?Moitos! -exclama la mujer como si le abrumara s¨®lo el pensarlo.
-M¨¢s o menos.
-No s¨¦, muchos, m¨¢s que yo -dice la vieja riendo- Ya era del padre de mi marido, y mi marido tiene noventa a?os...
-?Y d¨®nde est¨¢ su marido?
-Deitado -dice la vieja.
Mar¨ªa Fernanda da Purifica?¨¢o Pires Texeira tiene a su marido enfermo. Est¨¢ en la cama desde hace a?os (deitado, lo llama ella), pero ella sola se basta y sobra para atenderle a ¨¦l y llevar la tienda. Aunque cada d¨ªa, dice, le cuesta m¨¢s hacerlo.-?Me ense?a la palangana?
-?Cu¨¢l?
-Aqu¨¦lla, la de lat¨®n -le se?ala el viajero en la estanter¨ªa que hay al fondo de la tienda.
La vieja, con una escoba, le va indicando en la estanter¨ªa, pero no acierta. Aparte de estar muy torpe, hay tantas cosas en su comercio que ni siquiera ella sabe ya lo que tiene. Al final, cansada de intentarlo, la mujer deja la escoba y le abre el mostrador para que entre.
-C¨®jala usted- le dice, como si le conociera ya de toda la vida.
El viajero, una vez dentro, aprovecha la confianza para buscar en la estanter¨ªa m¨¢s cosas que le interesen. Hay de todo: palanganas, cazuelas, ollas, fianeras, hasta caretas de carnaval y jarrones de aluminio de la ¨¦poca de la Grande Guerra. El viajero coge lo que le interesa y lo va dejando en el mostrador ante la mirada complacida de la due?a. Hac¨ªa tiempo quiz¨¢ que no ten¨ªa tan buen cliente.
Cuando termina, la vieja le hace la cuenta:
-Tres peonzas, a 90 escudos cada una, 270 escudos ... Tres cuerdas, a 20 escudos el metro, 60 ... La palangana, 300...-Aqu¨ª pone 35.
-Ya, pero ese precio es antiguo -dice la vieja sonriendo.
Tan antiguo como ella. La vieja le hace la cuenta, anotando en un papel con letra torpe y menuda cada cosa con su precio, y despu¨¦s hace la suma repas¨¢ndola cien veces. Cada una de ellas le da una cifra distnta.
-A ver, que mire otra vez.
-D¨¦jelo, no se preocupe -dice el viajero,- pag¨¢ndole la mayor ante el temor de que le d¨¦ all¨ª la noche.
-Obrigadi?a -responde ella.
Con su cargamento a cuestas (a la tirita del ni?o ha sumado tres peonzas, tres cuerdas, dos aceiteras, la palangana, una ensaladera, dos fuentes y dos jarrones, m¨¢s el papel en que van envueltos), el viajero se despide de la vieja y abandona su comercio con la satisfacci¨®n del deber cumplido y con la sensaci¨®n de haber hecho la obra buena del d¨ªa, aunque no sabe con qui¨¦n, si con ¨¦l o con la vieja. Lo m¨¢s f¨¢cil, imagina, es que haya sido con ¨¦sta. En cualquier caso, piensa mientras camina, ya se puede ir de Braganiga sin que le echen los perros.
El barbero don Manuel Antonio Costa
Echarle los perros no, pero afeitarle la barba s¨ª, y de qu¨¦ modo El viajero, de vuelta hacia su coche, va andando tranquilamente cuando, de pronto, ve aparecer a su lado un min¨²sculo veh¨ªculo con un hombrecillo dentro. El veh¨ªculo se para unos metros m¨¢s all¨¢ y, ante el asombro de aqu¨¦l, el hombrecillo se tira de la cabina y comienza a arrastrarse por la acera como si fuera un reptil hasta que desaparece por la puerta de una tienda. El hombrecillo, aparte de diminuto, no tiene ni piernas.
El viajero, estupefacto, se queda un rato mir¨¢ndolo, incluso despu¨¦s de que ya ha desaparecido, y piensa que lo que ha visto ha sido una ilusi¨®n ¨®ptica provocada por el sue?o. Hoy ha madrugado mucho y anoche no durmi¨® bien.
Pero no. No ha sido una ilusi¨®n ¨®ptica. Lo que ha visto ha sido cierto. Tan cierto como Bragan?a. El viajero lo comprueba asom¨¢ndose a la tienda, que en realidad es una barber¨ªa, a tiempo de ver a¨²n c¨®mo el hombrecillo trepa a uno de los dos asientos que la barber¨ªa tiene para atender a la clientela. El barbero est¨¢ solo en este instante y el reptil no tiene que esperar.
-?Quer¨ªa algo?
El viajero tarda en apercibirse de que es a ¨¦l y no al otro al que pregunta el barbero. El viajero, sin darse cuenta, al asomarse a la barber¨ªa, ha entrado casi hasta dentro.
-S¨ª, afeitarme -responde instintivamente.
-Si¨¦ntese ah¨ª -le dice el barbero, se?al¨¢ndole el otro asiento y cogiendo una toalla limpia para pon¨¦rsela. Al parecer, el reptil es amigo del barbero y ha venido simplemente a estar con ¨¦l.
As¨ª que, sin pretenderlo y casi sin darse cuenta, el viajero es ahora el ¨²nico cliente del maestro don Manuel Antonio Costa, que as¨ª se llama el barbero, seg¨²n ¨¦l mismo le dice, pues en la puerta no hay ning¨²n letrero. Don Manuel Antonio Costa, un hombre muy corpulento, como de setenta a?os y con la camisa abierta (hace calor en la barber¨ªa), le pone la toalla al cuello, y luego, con movimientos precisos, como de cirujano, le enjabona la cara y comienza a afeitarle sin dejar de hablar mientras tanto con su amigo el quasimodo. Don Manuel Antonio Costa, por lo que tambi¨¦n se ve, es un profesional como todos en Bragan?a.
El viajero, como no entiende nada de lo que hablan -y como est¨¢ preocupado por no mover la cabeza (al viajero, al contrario que al barbero, le falta pr¨¢ctica en estas lides)-, se dedica a observar la barber¨ªa y al quasimodo por el espejo. Como est¨¢ justo detr¨¢s, s¨®lo le ve la cabeza; debede ser a¨²n m¨¢s bajo de lo que le pareci¨® al principio, cuando le vio reptar por la acera. La barber¨ªa, por su parte, tampoco es grande y parece tan antigua como el due?o.. Una vitrina con frascos, un par de espejos en las paredes, una mesa y un lavabo es todo su mobiliario aparte de los asientos. Aunque la decoraci¨®n tampoco es m¨¢s abundante: una imagen de la Virgen, un calendario del caf¨¦ A Chave d'Ouro (con otra virgen en la portada, aunque de muy distinto calibre), un cartel de propaganda de colonia y un bander¨ªn de la Sociedad Deportiva Braga, el equipo favorito del barbero (fundado en 1920) es todo lo que hay en las paredes. Eso y la radio que suena en alguna parte y que al viajero, lejos de mantenerle atento, le duerme. -Bueno, ya est¨¢- le sobresalta el barbero cuando termina, quit¨¢ndole la toalla y sacudi¨¦ndola.
-?Ya? -le pregunta el viajero, sorprendido.
-Ya -dice el barbero, sonriendo.
El viajero se levanta y se mira de reojo en el espejo. A simple vista parece que el maestro don Manuel Antonio Costa ha hecho un buen trabajo con ¨¦l.
-?Qu¨¦ le debo? -le pregunta, acarici¨¢ndose la cara y comprobando al tacto que, en efecto, ha sido as¨ª. No le ha dejado ni un pelo.
-Trescientos escudos -dice el barbero.
El viajero le da los trescientos escudos, m¨¢s otros cien de propina, y por si quedaran dudas, para demostrar su satisfacci¨®n por el afeitado, se despide del barbero prometi¨¦ndole que cuando vuelva a Bragan?a volver¨¢ aqu¨ª a que le afeite.
-Obrigado -dice el barbero, impasible, mientras el reptil le mira como si el raro fuera el viajero.
Los ba?istas del Tuela
Hecho un pincel, con la cara como un ni?o y el alma llena de espuma, el viajero vuelve al coche y abandona la ciudad, que est¨¢ en plena ebullici¨®n (son ya las doce del mediod¨ªa), con la satisfacci¨®n del deber cumplido y con la convicci¨®n de haber hecho otra obra buena -¨¦sta, s¨ª, para con ¨¦l- poni¨¦ndose en las manos del maestro don Manuel Antonio Costa, aunque fuera sin querer. Hasta pasados unos kil¨®metros, cuando se mire en el retrovisor, el viajero no ver¨¢ las patillas que le ha dejado ni los cortes que le ha hecho por el cuello.
El viajero, ahora, va por las afueras de Bragan?a ocupado en seguir las indicaciones de los letreros y atento a no atropellar a ninguno de los cientos de ciclistas, motoristas, inv¨¢lidos y peatones que circulan por las calles a esta hora. A los que ya hab¨ªa en ellas por la ma?ana se han unido por lo menos otros tantos. Poco a poco, sin embargo, la gente empieza a desaparecer, a medida que el viajero va alej¨¢ndose del centro, y la ciudad deja paso a una sucesi¨®n de casas y de chal¨¦s de dudoso gusto -algunos en construcci¨®n- entre los que se alternan huertos y descampados. En uno de ellos hay un mercado de ropa hecho con lonas y furgonetas; es un mercado para turistas, pero apenas se ve gente.
Por fin, la ciudad se acaba y la carretera de Chaves, hacia donde el viajero va, se interna en campo abierto bajo el sol del mediod¨ªa, que ya est¨¢ en todo lo alto y levanta destellos del horizonte y de los campos resecos. A lo lejos, a la derecha del coche, la sierra de Montezinho, con sus monta?as peladas, le se?ala al viajero la frontera de Espa?a y el lugar por donde la cruz¨® hace horas. Aunque, con la cantidad de cosas que ha hecho desde ese instante, le parezca que ya lleva en Portugal dos o tres d¨ªas.
El primer pueblo, Grandais, est¨¢ a s¨®lo tres kil¨®metros, pero es bastante peque?o; apenas ocho o diez casas al pie de la carretera. El viajero lo cruza sin ver a nadie, ni en el pueblo ni en los campos que hay en torno. O no vive nadie en ¨¦l o los que viven est¨¢n comiendo. M¨¢s all¨¢ el monte se llena de robles y matorrales; tambi¨¦n algunos casta?os y alg¨²n chopo en las umbr¨ªas. La carretera va dando curvas, como la de esta ma?ana, pero es un poco m¨¢s ancha y est¨¢ mejor asfaltada. No en vano, seg¨²n las gu¨ªas, sigue el antiguo trazado de la calzada romana que un¨ªa Braga y Astorga, las dos ciudades m¨¢s importantes del noroeste de la pen¨ªnsula en aquella ¨¦poca (y, con el tiempo, tambi¨¦n, sus dos primeras sedes episcopales), y no en vano sigue uniendo las dos m¨¢s grandes de Tr¨¢s-os-Montes junto con Vila Real. A pesar de lo cual la carretera de Bragan?a a Chaves no es ninguna v¨ªa r¨¢pida, ni especialmente transitada, entre otras cosas por lo deshabitado e inh¨®snito de la regi¨®n que atraviesa. La terra fr¨ªa la llaman los portugueses, y a fe que debe de serlo, a juzgar por la pobreza del paisaje y de los bosques que la cubren (bosques raqu¨ªticos, de monte bajo y escobas), aunque hoy, 14 de agosto, a las doce y media del mediod¨ªa, el sol caiga como fuego sobre ella.
Con la ventanilla abierta, el viajero va mir¨¢ndola y anotando en su memoria los nombres de las aldeas que se cruza en su camino o divisa all¨¢, a lo lejos: Portela, Fontes, Formil, Espinhosela, Castrelos... Son pueblos pobres, peque?os, viejas aldeas de piedra perdidas entre los montes y rodeadas de alg¨²n casta?o y alg¨²n campo de centeno. Desde la carretera, cuando est¨¢n lejos, parecen abandonados y quiz¨¢ alguno lo est¨¦. Aunque, de vez en cuando, tambi¨¦n, alrededor de los pueblos, se ven las blancas paredes de un chal¨¦ de nueva planta construido seguramente con el dinero ganado en la emigraci¨®n por alg¨²n nativo de los que ahora andar¨¢n por Bragan?a luciendo sus autom¨®viles y sus modernos atuendos tra¨ªdos del extranjero.
Fuera de eso, apenas nada. El viajero da vueltas y m¨¢s vueltas, cruza montes y m¨¢s montes y s¨®lo ve soledad a un lado y otro del coche. Ni siquiera hay ya pueblos desde hace rato. La sierra de Montezinho, seg¨²n el mapa, est¨¢ dejando paso a la de Coroa y, por lo que parece, ¨¦sta es a¨²n m¨¢s inh¨®spita y m¨¢s ¨¢spera que aqu¨¦lla. Al menos, la carretera se ha hecho m¨¢s tortuosa y el bosque m¨¢s solitario. En una curva, adem¨¢s, tras el cartel que se?ala el comienzo del concejo de Vinhais (el de Bragan?a ya qued¨® atr¨¢s), una se?al de peligro anuncia amenazadora la presencia de m¨¢quinas en movimiento y, en efecto, a partir de ella, el viajero empieza a verlas. Son las de los obreros que est¨¢n arreglando la carretera. Est¨¢n ensanchando el firme y haciendo nuevas cunetas. As¨ª que, a partir de all¨ª, al calor del mediod¨ªa y a las continuas curvas y cuestas se unen el polvo y el ruido y los bandazos que pega el coche al circular ahora sobre la tierra. El viajero sube la ventanilla, pero no escapa de ellos. En el maletero, las aceiteras y los cacharros que compr¨® a Mar¨ªa Fernanda bailan al ritmo del coche como si se hubiesen vuelto locos. El viajero pone la radio, pero no deja de o¨ªrlos. Durante varios kil¨®metros, las aceiteras y el coche son tambi¨¦n m¨¢quinas en movimiento.
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