Un viaje portugu¨¦s (y 6)
Por El castillo de MonforteA partir de Bolideira, justo al final de las casas, la carretera empieza a bajar y se comienza a ver ya, en efecto, como dec¨ªa el mec¨¢nico, la vega del r¨ªo T¨¢mega, sobre la que se asienta Chaves. La vega todav¨ªa est¨¢ lejos, sumida bajo la bruma y el humo de los incendios, pero por la carretera se ven ya vi?as y cultivos de ma¨ªz. Son el anuncio de aqu¨¦lla.
El viajero, al volante de su coche, baja la ventanilla, se recuesta en el respaldo de su asiento y empieza a pensar que al fin se termin¨® el largo p¨¢ramo por el que viaja desde hace horas. Incluso empieza, a pesar del polvo, a sentirse ya m¨¢s fresco. Una dulce y agradable sensaci¨®n que hac¨ªa ya tiempo que no sent¨ªa y a la que contribuye el verde (de los vi?edos y del ma¨ªz), pero tambi¨¦n el sol, que ya ha empezado a caer y lo tiene ahora justo enfrente de sus ojos.
Curva a curva, mientras baja, el viajero va mirando los maizales y las vi?as y los pueblos que se alzan entre ellos. Est¨¢n m¨¢s diseminados, pero hay muchos m¨¢s que antes; y, a su alrededor, los prados y los sotos de casta?os sustituyen poco a poco al matorral y al centeno. Como los que dej¨® ya atr¨¢s, son pueblos pobres, peque?os, tendidos en las solanas como la ropa en los huertos, pero, al contrario que aqu¨¦llos, sus casas son de granito y tienen h¨®rreos y galer¨ªas al m¨¢s puro estilo gallego. Se nota que est¨¢n ya cerca de la raya con Orense. Aunque, si se lo dijera, sus habitantes corregir¨ªan, y con raz¨®n, al viajero. Al estilo trasmontano, le dir¨ªan, con orgullo de su tierra.
El orgullo de esta tierra, que todos los portugueses cantan, pero que pocos conocen, viene de lejos. El orgullo de esta tierra qued¨® sobradamente mostrado a lo largo y a lo ancho de su historia (una historia accidentada y turbulenta, como la de todas las tierras de la frontera), y todav¨ªa se nota en los blasones de sus escudos y en el aire y el empaque de sus gentes. No en vano durante siglos Tr¨¢s-os-Montes fue la avanzada de Portugal por el norte y el muro de contenci¨®n frente a los numerosos intentos anexionistas de castellanos y leoneses. De todo ello queda en la memoria de esta tierra, a pesar de su aislamiento, un gran sentido de libertad, un gran amor a su independencia y, erguidos en sus colinas, como vig¨ªas del tiempo, innumerables castillos que contin¨²an mirando a Espa?a, su sempiterna enemiga, como este de Monforte del R¨ªo Libre (?qu¨¦ bello nombre para unas piedras!) que guarda desde un crest¨®n la vega del r¨ªo T¨¢mega y la frontera de Chaves, de la que fue centinela, y hacia el que el viajero sube, un poco por admirarlo y otro poco para ver, antes de llegar a ella, la ciudad desde lo alto. El viajero ya dej¨® dicho en Bragan?a que le gusta comenzar a conocer las ciudades desde arriba, especialmente a esta hora en que la luz de la tarde empieza a desvanecerse.
El castillo de Monforte, al que el viajero llega por fin despu¨¦s de muchas revueltas, siempre mirando hacia el cielo, impresiona, empero, menos que el paisaje que domina. El castillo, todo entero de granito, como los pueblos cercanos, est¨¢ a medias derruido, pero desde sus alrededores se ve toda la vega del T¨¢mega y las colinas de Tr¨¢s-os-Montes pr¨¢cticamente hasta el infinito: hacia el norte, las monta?as de Galicia, rotundas y amenazantes, ya casi a tiro de piedra; al oeste, el r¨ªo T¨¢mega, con Chaves en sus orillas, entre canales y huertos; hacia el surjas colinas de Valpacos, por donde discurre el T¨²a, y al este la carretera que va a Vinhais y a Bragan?a, y por la que lleg¨® el viajero. Todo un mundo de colores y sonidos tendido al pie del castillo como si fuera un mantel para la contemplaci¨®n de quien quiera subir a verlo.
El viajero, que est¨¢ solo ahora aqu¨ª arriba, lo hace durante un rato mientras consulta sus mapas sentado sobre unas piedras; son sillares desprendidos del castillo, qui¨¦n sabe desde hace cu¨¢nto, y que nadie se ha preocupado de volver a colocarlos en sus sitios. Otros, por contra, se los llevaron, como pas¨® en tantas partes, para construir las casas o para hacer carreteras. El resultado ah¨ª est¨¢: salvo la torre del homenaje, que es la ¨²nica que sigue en pie, y parte de las murallas, el castillo de Monforte es un mont¨®n de ruinas lleno de zarzas y helechos. Lo que no impide que todav¨ªa conserve el aire adusto y guerrero que le dio el rey Don Din¨ªs, que fue quien lo construy¨®, y que durante siglos le hizo temible a ambos lados de la raya.
Pero lo ¨²nico temible ahora de este castillo es el viento. Aunque la tarde es serena y el sol pega todav¨ªa (aunque cada vez ya menos), el viento aqu¨ª es tan violento que amenaza con llevarse el cigarrillo y los mapas de las manos del viajero. Ni siquiera le deja admirar con calma el paisaje que se extiende en torno a ¨¦l. As¨ª que, en cuanto termina, recoge todas sus cosas, mira por ¨²ltima vez el castillo y, por el sendero abajo, regresa en busca del coche, que est¨¢ al final de la cuesta, junto a los merenderos construidos en la campa del castillo (quiz¨¢ con sus propias piedras) para el descanso de los turistas y de los lugare?os que suben los d¨ªas de fiesta a disfrutar del paisaje y de la merienda. Aunque, como hoy es lunes y el castillo est¨¢ cerrado, los merenderos est¨¢n desiertos.
Pero no solos. Ni sin custodia. El viajero ya se iba cuando ve un hombre a lo lejos. El hombre, que ya le ha visto hace rato, le saluda con la mano. Es flaco, de edad mediana, como la mayor¨ªa de los que ha visto por estas tierras.
-?Buenas tardes! -le contesta el viajero desde el coche, bajando la ventanilla para enterarse- ?Es usted el guarda del castillo?
Pero el otro no le entiende. O no le entiende o no oye, quiz¨¢ por culpa del viento. As¨ª que deja lo que est¨¢ haciendo y se acerca, servicial, hasta el camino.
-?Qu¨¦ me dice?
-Digo que si es usted el guarda del castillo -vuelve a decirle el viajero.
-No -sonr¨ªe el hombre- Yo s¨®lo cuido de esto -dice por los merenderos.
El hombre, aparte de servicial, es risue?o. El hombre, aparte de servicial y risue?o, tiene unos ojos azules y un porte tan distinguido como los de Don Din¨ªs. Aunque su traje de pana y el sombrero del Chaves Club de F¨²tbol con.que se cubre del sol no ayuden precisamente a realzar su presencia.
-?Y vive aqu¨ª?
-No, en el pueblo.
El pueblo al que se refiere es Monforte, donde el viajero cogi¨® el desv¨ªo para el castillo. All¨ª vive tambi¨¦n el guarda, que al parecer hoy descansa, como todas las segundas feiras. Por eso, dice su compa?ero, no hay nadie.
Pero no importa. El hombre, aparte de servicial, es amable y, como el guarda no est¨¢, le cuenta lo que ¨¦l sabe del castillo, que no es mucho, como en seguida advierte el viajero. A saber: que el castillo es muy antiguo, cosa que salta a la vista; que lo mand¨® hacer Don Din¨ªs, cosa que aqu¨¦l ya sab¨ªa; que fue el primer solar de Monforte, cosa que se imaginaba, y que, cuando ¨¦l era peque?o (el hombre, no Don Din¨ªs), sub¨ªa a jugar al castillo con sus amigos del pueblo. Pero lo que el viajero no sab¨ªa ni pod¨ªa imaginar es que desde este castillo bombardearan, y destruyeran, tal como el hombre asegura, el castillo gallego de Ver¨ªn.-?El de d¨®nde? -dice el viajero, extra?ado.
-El de Ver¨ªn -dice el hombre- En Espa?a. ?Nunca lo ha o¨ªdo nombrar?
Claro que lo ha o¨ªdo nombrar. El viajero no s¨®lo lo ha o¨ªdo nombrar, sino que lo conoce, por lo que le sorprende todav¨ªa, m¨¢s:
-?Pero a cu¨¢nto est¨¢ Ver¨ªn de aqu¨ª?
-Cerca -responde el hombre- Detr¨¢s de aquellas monta?as -dice indic¨¢ndole con la mano las que azulean al fondo, hacia la raya de la frontera.
El viajero no sale de su asombro. El viajero sab¨ªa que estaba cerca de Espa?a, pero no tanto como para alcanzarla de un ca?onazo, por mucha fuerza que tengan los ca?ones y las bombas portugueses. Sobre todo, teniendo en cuenta la ¨¦poca en que debi¨® de ocurrir aquello.
-?Y cu¨¢ndo fue?
-No s¨¦. Cuando la guerra dos mouros ser¨ªa -dice el hombre por decir.
-Ser¨ªa cuando la de los espa?oles -le corrige el viajero, sonriendo.
-Ser¨ªa -concede el hombre, que se ve que le da igual.
Pero al viajero no le da igual. El viajero a¨²n no comprende por qu¨¦ sus antepasados lucharon contra los mouros, as¨ª que menos contra los portugueses. El viajero, quiz¨¢ por su condici¨®n, nunca ha entendido las guerras, cuanto menos entre hermanos y vecinos. Sobre todo cuando son tan amables como ¨¦stos.
-Lo mejor es llevarse bien -dice, mirando el castillo.
-S¨ª -le da la raz¨®n el hombre.
-Y que no haya guerras.
-Sin duda.
-Ni fronteras.
-Quiz¨¢ -considera el hombre, que adem¨¢s de servicial es complaciente.
Pero el viajero a¨²n no est¨¢ contento.
-?Firmamos la paz? -dice,d¨¢ndole la mano.
-?C¨®mo dice?
-Digo que si firmamos la paz.
-Si usted quiere... -dice el hombre, que no sabe si va en serio.
-?C¨®mo se llama?
-Emilio Artur Queiroz, para servirle -responde el hombre, sonriendo.
Aquae Flaviae
Los ¨²ltimos kil¨®metros antes de llegar a Chaves son como un sue?o. Lo eran ya desde el castillo de Monforte, con el monte en primer plano y la vega all¨¢, a lo lejos, pero lo son a¨²n m¨¢s a medida que el viajero se aproxima a la ciudad, que resplandece como un espejo bajo el resol de la tarde.
Para empezar, los ¨²ltimos kil¨®metros antes de llegar a Chaves son ya todos de bajada. La carretera, que en Bolideira cambi¨® su rumbo, quiz¨¢ por mor de la piedra, se desliza suavemente por las cuestas de Monforte entre maizales y vi?as y paredes de granito por las que trepan las parras y las hiedras de los huertos. Hay tambi¨¦n flores silvestres. Y bejes. Y madreselvas. Y diminutos jardines con acequias y cisternas para el riego. La carretera va dando curvas, ci?¨¦ndose a la monta?a y dejando a su derecha una cortina de ¨¢rboles, casta?os principalmente, entre los que se cuela el cielo y el sol verde de la vega. La vega, de hecho, no est¨¢ muy lejos; al contrario, va surgiendo poco a poco, como el estuario de un mar, entre los pinos y los casta?os y alrededor de los pueblos que va cruzando la carretera. Monforte, por ejemplo, aunque todav¨ªa en el alto, es tan verde como aqu¨¦llos. Como Falhoes, ya a media cuesta, con su iglesia de granito y su tilo centenario y su viejo cementerio, tambi¨¦n de losa y granito; y, por supuesto, con su cruzeiro. Porque, desde que empez¨® a bajar, aparte de maizales y de postes de granito (los de los kil¨®metros que va cumpliendo), la carretera se ha ido llenando de cruces, algunas ya muy antiguas, como esta de los Sagrados Milagros que mira al valle desde una curva y que tiene una hornacina con un Cristo que parece pintado por su peor enemigo.
Por lo dem¨¢s, las casas, como la tierra, empiezan ya a ser m¨¢s ricas; incluso hay pazos entre los pueblos. Pocos, porque el terreno es escaso y el que hay se lo reparten los jardines y las vi?as que cultivan en terrazas desde tiempo inmemorial los due?os de estas haciendas. En algunas se ven hombres trabajando, pero, por lo general, la gente viene ya de regreso. Pronto ser¨¢ la hora de ir a. cenar y a acostarse o de bajar a Chaves a divertirse (los j¨®venes, sobre todo), pues ma?ana es d¨ªa de fiesta.
Por fin, despu¨¦s de unas cuantas curvas, la carretera llega a la vega. Irrumpe en ella de pronto tras una hilera de ¨¢rboles y contin¨²a ya en l¨ªnea recta. Es como si se relajara, como si despu¨¦s de todo lo que ha visto y ha pasado hasta este instante se entregara en cuerpo y alma al abrazo de los huertos. La verdad, no es para menos. En las riberas del T¨¢rnega, cuya cinta azul y blanca se divisa ya a lo lejos, los huertos y los jardines se funden directamente. No se sabe si hay m¨¢s vides, m¨¢s flores o m¨¢s acequias. Como
Tampoco se sabe d¨®nde termina la vega. Un resplandor vegetal asciende desde la tierra y un olor verde y caliente invade la carretera. Un resplandor y un olor que al viajero le golpean y le ciegan brevemente y que le obligan a reducir la velocidad del coche hasta que se acostumbra a ellos. Despu¨¦s de la nitidez de la luz de las monta?as, a los ojos les cuesta volver a mirar el verde.
La carretera sigue entre huertos y prados reci¨¦n segados. Hay tambi¨¦n campos de flores e invernaderos en torno a ellos. En algunos se ven hombres trabajando, inclinados tras la azada o agachados en la tierra. Otros, por contra, est¨¢n sentados, mirando pasar los coches o descansando, a la sombra de alg¨²n ¨¢rbol o a la puerta de las casas que se alzan entre los huertos y que salpican toda la vega. Son casas pobres, peque?as, edificadas en sus or¨ªgenes para guardar los aperos y utensilios de labranza, pero que algunos han ampliado hasta convertirlas en almacenes o en peque?os chalecitos de una planta donde ir a merendar con la familia en las tardes de verano como ¨¦sta. La vega entera, de hecho, hasta donde la vista alcanza, est¨¢ sembrada de ellas.
En los alrededores de Chaves, hacia donde el viajero se acerca ya despu¨¦s de desembocar en la carretera, m¨¢s importante y mejor, que viene de la frontera (A Espanha 8, dice un cartel), el agua es tanta y el calor es todav¨ªa tan intenso que algunos ni?os se ba?an en las acequias. Hay tambi¨¦n gente mir¨¢ndolos. Y caballos. Y cometas. Y coches que van y vienen en direcci¨®n a Chaves o a la frontera. La ciudad va apareciendo poco a poco, junto al espig¨®n del r¨ªo, como una continuaci¨®n de las peque?as casas huertanas que va enhebrando la carretera. El viajero, de hecho, no se da cuenta de que est¨¢ en ella hasta que descubre el puente, que constituye su imagen m¨¢s conocida, y su puerta de entrada m¨¢s hermosa y m¨¢s antigua...
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