La sed de los dioses
El Oto?o, con la cabeza gacha, nos da a entender que todo cuanto ocurre obedece a un designio de naturaleza divina: "Deja en pos de s¨ª blanco su camino, /cual si fuese una cana cabellera" o reguero de coca, man¨¢ de Cali, c¨¢lculo posmoderno de Pulgarcito (renombre b¨ªblico), materia prima e inconfesa de Macarena, iaaagh! Tocino le gana la batalla a Serra. La Guardia Civil tiene tambi¨¦n un agujero. Israel abre un t¨²nel bajo la mezquita de Al Aqsa. Ramallo empieza a pensar... que el presidente Aznar es muy fr¨ªo. Una alta dama finlandesa nos aconseja el "chapoteo coital". Ziug¨¢nov dice que la situaci¨®n est¨¢ que arde. Alemania abre el debate sobre la castraci¨®n californiana o qu¨ªmica. Y, mientras tanto, ?lvarez del Manzano, alcalde de Madrid, en vez de dedicarse a honrar a Newton o, mejor, al Cojo Manteca, que Dios guarde, jibariza con gusto y gana las aceras de la ciudad para plantar en esa ausencia castiza, y en pleno ¨¦xtasis de parvulario, unas vergonzantes farolas o mamolas con cintur¨®n de castidad incorporado.Hace miles de a?os, cuando lo que ocurr¨ªa era igual de raro, todos and¨¢bamos hechos polvo por el interminable desierto de Sin. Sin embargo, en aquel en tonces remoto, -de espaldas al estado del bienestar cercano, hab¨ªa una especie de coherencia interna entre los nombres propios que ordenaban el discurrir, pues Yav¨¦ le dec¨ªa a Mois¨¦s lo que Ar¨®n ten¨ªa que decirnos a los mortales, y en paz. Y, si nos cabre¨¢bamos por cierta falta de coherencia externa en alg¨²n tramo del camino ("?Para qu¨¦ demonios nos empuja a morirnos de hambre en lugar de quitarnos la vida sin tener que movernos de Egipto?"), la divinidad , ?venga! nos contentaba envi¨¢ndonos grandes bandadas de codornices. ("De las aves, la perdiz; /y, a¨²n mejor, la codorniz.") Desde el descubrimiento de casi todo antimateria, agujeros negros, enanas blancas-, a ese ocurrir fatal se le antepone la radical, creencia en un caos de padre y muy se?or m¨ªo, carente de cualquier perspectiva de designio divino cazado al vuelo. Creados por los hombres, se acaba concluyendo por aqu¨ª, los dioses ni se mueren: regresan a su nada, a su nada tener que ver con todo esto.
Antes de esta pecaminosa entrega al abandono, mujeres y hombres se esforzaban, con ayuda de los ni?os, en otorgarle una figura reconocible a sus dioses, una forma que tuviese que ver con algo sin necesidad de farola. Por ejemplo, en el Indost¨¢n, el dios Quenevado nace con la cabeza de elefante porque su madre, lxora, momentos antes de concebirlo, se fue con su marido a un claro del bosque para ver c¨®mo fornicaban un elefante y una elefanta. El propio Yav¨¦, que era voz caudalosa y sumo resplandor, lleg¨® a tener cabida en la desproporci¨®n: "La altura del Creador es de 236.000 parasangas". Seg¨²n otros, solamente la altura de las plantas de sus pies es de 30.000.000 de parasangas. Pero, se nos advierte, "La medida de una parasanga de Dios equivale a tres millas, y una milla tiene 10.000 yardas, y una milla tres palmos de su palmo, y un palmo llena todo el mundo, pues est¨¢ escrito: 'Aqu¨¦l que midi¨® el cielo con un palmo""
Victor Hugo, sin desde?ar la enormidad de todo, reduc¨ªa la imagen divina a la de un ojoabismo. Cocteau, en cambio, so?aba con un dios azulado, m¨¢s deseado que deseante, con el cuerpo flexible de Nijinski. Hubo sujetos peores en ese mismo pa¨ªs vecino, como Evariste de Forges, vizconde de Parny, quien, a finales del siglo XVIII, se permit¨ªa describir una escena er¨®tica, en Guerra de los dioses antiguos y modernos, entre el Esp¨ªritu Santo y la Virgen Mar¨ªa. Menos grosero, Anatole France se limit¨® a evocar la Revoluci¨®n con este t¨ªtulo de miedo: Los dioses tienen sed. Mucho se ha hablado, a este prop¨®sito, de la sed insaciable de los dioses aztecas, con su estela de deshollados, descorazonados y quemados. En una reciente exposici¨®n, espl¨¦ndida y totalmente estremecedora, los dioses prehisp¨¢nicos reaparec¨ªan en la ciudad de M¨¦xico. Entre ellos, me encari?¨¦ con uno en especial, el ¨²nico tal vez concebido a la media de nuestro tiempo: una pulga. Esa divinidad, esa sed diminuta de sangre, tendr¨ªa que saltar ya del cupl¨¦ (hizo lo que pudo) al centro de ese altar incomprensible sobre el que alguien deja que ocurra nuestro oto?al presente.
Babelia
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