Cuba: el s¨ªndrome de Josu¨¦
En pleno bloqueo internacional contra Franco, un funcionario del Foreign Office brit¨¢nico escribi¨® que aqu¨¦l, en realidad, no era ya m¨¢s que un peligro para los propios espa?oles. Fue una apreciaci¨®n cierta a pesar de que contrastaba con otras muy recientes. La Polonia comunista hab¨ªa acusado al dictador espa?ol de fabricar bombas at¨®micas en Oca?a, como si desde all¨ª el nazismo pretendiera la reconquista de Europa. En realidad, en la poblaci¨®n manchega no hab¨ªa otra cosa que talleres de alfarer¨ªa. El embajador norteamericano Norman Armour hab¨ªa entregado, meses atr¨¢s, la nota m¨¢s impertinente que jam¨¢s diplom¨¢tico alguno present¨® ante un pa¨ªs ante el que estaba acreditado. Dec¨ªa que los Estados Unidos no se entromet¨ªan en la pol¨ªtica interna de otros pa¨ªses pero consideraba que Franco era incompatible con el nuevo orden salido de la ll? Guerra Mundial. Lo espectacular del caso es que esa nota deb¨ªa ser entregada a quien se hac¨ªa esas acusaciones. Como siempre, la pol¨ªtica norteamericana pec¨® de discontinuidad. Dos a?os despu¨¦s de haber entregado esta nota enviaban mensajes pidiendo pactos militares.Castro en la actualidad es s¨®lo un peligro para los cubanos. Cuando tuvo m¨¦rito la protesta contra ¨¦l fue en un momento en que alimentaba toda una pol¨ªtica imperial al servicio de Breznev desde Angola hasta Nicaragua. Desde 1991, con la ca¨ªda del comunismo, no tiene ya sentido preguntarse si va a durar su r¨¦gimen sino hasta cu¨¢ndo y c¨®mo se har¨¢ la transici¨®n. En muchos sentidos, Castro es bastante peor que Franco: es dif¨ªcil imaginar un caso tan flagrante de un individuo que arruina moral y econ¨®micamente un pa¨ªs. Pero, como el general, puede beneficiarse -durante alg¨²n tiempo- de la ineptitud chillona de sus adversarios.
Al iniciarse la transici¨®n espa?ola afloraron todo tipo de coordinadoras de aquella galaxia de partidos de oposici¨®n. Siempre se constituyeron con voluntad de ampliar hasta el m¨¢ximo el espectro para arrebatar apoyos al r¨¦gimen. Carrillo, por ejemplo, tuvo que recurrir a un Calvo Serer y un pu?ado de carlistas que, si no eran gran cosa como fuerza social, por lo menos resultaban decorativos. Ahora, en los aleda?os del Partido Popular se les ocurre colaborar en una iniciativa anticastrista y no tienen otra idea que montar una Junta Democr¨¢tica con Alberti de intelectual conocido y suced¨¢neos de L¨ªster como colaboradores cuando la l¨®gica hubiera exigido intentar llegar hasta la mism¨ªsima Nueva Izquierda. Con ello el sindicato de excastristas anticastristas va a convertir en una cuesti¨®n pol¨ªtica interna lo que a estas alturas no debiera existir como tal.
Siendo eso malo, todav¨ªa resulta peor el procedimiento empleado. A todo el mundo le gustar¨ªa, de vez en cuando, ejercer de profeta b¨ªblico como Josu¨¦, capaz de derrumbar a trompetazos las murallas de los encastillados en la resistencia de una causa imposible. Pero los tiempos del Antiguo Testamento han pasado ya y quien lo olvide no es un idealista iluminado sino un Huso. Hasta 1991 ese profetismo pod¨ªa tener sentido, cuando era muy minoritario en los medios intelectuales. Hoy es el tiempo de la pol¨ªtica y, por tanto, de la diplomacia. El resto de las actitudes pueden parecer heroicas pero no pasan de primitivas. Eluden la complicaci¨®n, la paciencia y tambi¨¦n la discreci¨®n. Hubieran sido deseables menos an¨¦cdotas Castro-Aznar y menos aspavientos publicitarios ante los foros europeos de la posici¨®n espa?ola sobre Cuba. ?No existe el peligro de que toda esa pirotecnia concluya, con el paso del tiempo, en nada?
La sensaci¨®n predominante es de ausencia de gravedad, de frivolidad en suma, porque en el fondo tampoco importan tanto los derechos humanos de los cubanos. Vargas Llosa tiene raz¨®n en acusar a los gobiernos socialistas de demasiado complacientes con respecto a Castro. Pero la Fundaci¨®n Hispano-Cubana, tal como ha quedado configurada, no pasa de ser un gesto y su misma existencia ha impedido e impedir¨¢ que Espa?a pueda jugar el papel de lubricante de la transici¨®n. Sin duda, decir a Castro que su r¨¦gimen no gusta libera la adrenalina propia. Pero tambi¨¦n impide proseguir cualquier otra conversaci¨®n.
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