Los hutus en la Aldea Global
La intenci¨®n de este art¨ªculo no es otra que la de suscitar una reflexi¨®n sobre el paradigma de la modernidad y acerca de lo que ¨¦sta califica con desprecio como "tribalismo" o "atraso ¨¦tnico". Mi planteamiento se basa en otra perspectiva, la del reconocimiento tradicional de la realidad diferencial, la de la pluralidad y relatividad de todas las culturas, incluida la occidental, hoy dominante.Lo que conocemos con el nombre de progreso tiene un sujeto hist¨®rico reciente: definida como ¨²nico ente razonable en las constituciones de Filadelfia o de Par¨ªs, la naci¨®n se afirma garante del bienestar colectivo, y en su nombre se desencadenan guerras revolucionarias o napole¨®nicas, se movilizan todos los recursos en gigantescos estallidos mundiales o se convoca a la llamada comunidad internacional en el golfo P¨¦rsico. Poco importa si hay minor¨ªas que se han opuesto a tales decisiones, porque naci¨®n y raz¨®n se unen para imponer su voluntad, que debe ser ¨²nica y que s¨®lo la victoria definitiva puede sancionar positivamente.
Pero si el progreso occidental tiene sus naciones y ¨¦stas tienen sus guerras civilizadas -que pueden incluso votarse en las Naciones Unidas-, habr¨¢ que admitir la realidad diferencial, la existencia de otros modelos culturales con sus propios sistemas de vida, con sus etnias y sus guerras tribales. Curiosamente, en cada conflicto africano hallamos unanimidad en el coro occidental de las naciones, un concierto que destaca la irracionalidad del otro, su salvajismo a¨²n por civilizar y, de hecho, la incapacidad total para gestionarse a s¨ª mismos en el plano m¨¦dico, alimentario, militar o pol¨ªtico: por lo general, las voces de buena voluntad reclaman una creciente intervenci¨®n exterior -occidental- para administrar a unos africanos ineptos ante sus propias dificultades. Y la primera traba parece ser el tribalismo -expresi¨®n angl¨®fona- o el etnicismo -versi¨®n franc¨®fona- y que al expresar identidades m¨²ltiples en el seno de los nuevos Estados africanos ser¨ªa el gran obst¨¢culo a un desarrollo armonioso de la concepci¨®n moderna de la vida. En las culturas de pensamiento integrador o circular -no dial¨¦ctico- la diferencia no es una tara, sino simplemente una realidad que se constata en todos los planos del que hacer humano. No se discute la igualdad de derechos, sino qu¨¦ l¨ªmites se pueden poner a los m¨¢s fuertes y qu¨¦ contrapartidas aceptables pueden obtener los m¨¢s d¨¦biles o los vencidos. Por eso, las posibilidades de liquidaci¨®n de un colectivo por otro han sido escasas: con el tiempo, dos grupos antag¨®nicos se pueden fusionar, pero a veces se limitan a cohabitar sin perder sus rasgos distintivos.
Aunque en l¨ªneas generales se puede hablar de una demarcaci¨®n ¨¦tnica seg¨²n or¨ªgenes multiseculares -tutsis pastores, hutus agricultores, twas cazadores- es indudable que la realidad en los Grandes Lagos fue mucho menos estanca que la teor¨ªa tradicional: por eso los ganwas, o nobleza rica, tuvieron entre sus filas a familias y linajes de procedencia hutu, y, por esa misma permeabilidad, de hecho hubo siempre sectores importantes de tutsis pobres, con el ¨²nico prestigio de su ascendencia pastoril y militar. Ahora bien, aunque los colonizadores belgas ilustraron hasta la caricatura las diferencias entre los esbeltos e inteligentes camitas (los tutsis ser¨ªan europoides oscurecidos) y los bajos y zafios bant¨²es (los hutus ser¨ªan feos como corresponde al "aut¨¦ntico" negro), las diferencias ya exist¨ªan tanto en el ¨¢mbito hist¨®rico como en el f¨ªsico y, por supuesto, en el econ¨®mico.
No quisiera entretenerme en datos sobradamente conocidos del actual drama, con casi dos millones de fugitivos sin tierra en la que ser acogidos, temerosos de retomar a Ruanda o a Burundi y pillados entre dos fuegos por ej¨¦rcitos perfectamente hostiles pese a las declaraciones oficiales. Volver a los dos Estados lacustres, hoy f¨¦rreamente controlados por ej¨¦rcitos ¨¦tnicamente tutsis, ser¨ªa por lo menos imprudente incluso para la mayor¨ªa hutu, que no particip¨® en matanzas de gentes de la otra etnia. Permanecer en Zaire es chocar con la animosidad de poblaciones que no disponen de bastantes recursos para acoger tama?a riada humana, y ello sin hablar del temor de los tutsis zaire?os -nyamulenge-, que despu¨¦s de siglos en el ¨¢rea ven que se les viene encima una avalancha hutu, al tiempo que el Ej¨¦rcito de Zaire les hostiga por "extranjeros". En este juego macabro de desprop¨®sitos, los nyamulenge han sido la mejor excusa para la intervenci¨®n fulminante del Ej¨¦rcito ruand¨¦s de Kagame, bien armado por Estados Unidos a trav¨¦s de la filo-tutsi Uganda, y capaz de barrer del ¨¢rea tanto a los refugiados hutus como a las tropas mal armadas e indisciplinadas del dictador zaire?o Mobutu, lujosamente en el extranjero mientras su pa¨ªs vive en el desastre. Si los datos fueran s¨®lo ¨¦stos, los hutus de la di¨¢spora perecer¨ªan en pocas semanas, a tenor de la actual desigualdad entre ambos campos.
El contrabloque est¨¢ formado por Francia, que con su apoyo permanente a Mobutu contra todo tipo de levantamientos internos y su entrenamiento del antiguo Ej¨¦rcito hutu de Ruanda posibilit¨® los horrores de limpieza ¨¦tnica en 1994, pero tambi¨¦n por la acci¨®n combinada de las instituciones humanitarias que claman por una intervenci¨®n de la llamada comunidad internacional. Detener la guerra parece posible, una vez los campos de refugiados hayan sido destruidos y ubicados m¨¢s hacia el interior de Zaire, tal como pretenden las fuerzas ruandesas. Pero resolver el problema hutu se presenta poco menos que imposible, ya que los odios hist¨®ricos, hoy modernizados y fortalecidos por matanzas sucesivas de unos y otros, no pueden resolverse en el marco de los Estados modernos, sean Ruanda y Burundi o Zaire, salvo que alg¨²n Estado del ¨¢rea generosamente aceptase autoamputarse para dar a los hutus en fuga un enclave territorial de pureza ¨¦tnica absoluta de Africa. Pero la comunidad internacional sigue preconizando la intangibilidad de fronteras y la exigencia de que hutus y tutsis se amen pese a todo. El calvario hutu a¨²n no ha alcanzado su c¨¦nit: Burundi espera.
Cuando los pol¨ªticos occidentales se plantean intervenir militarmente en el ¨¢rea con el objetivo de garantizar corredores de ayuda alimentar¨ªa y proteger la acci¨®n de las ONG y misiones que all¨ª operan, lo hacen con extrema precauci¨®n. El recuerdo del fracaso estadounidense en Somalia o del pol¨¦mico dispositivo franc¨¦s en Ruanda tras la ca¨ªda de Kigali en manos del Frente Patri¨®tico tutsi est¨¢ a¨²n fresco, y los desfiles militares con despliegue televisivo no resultan muy bien al sur del S¨¢hara. Se solicita una intervenci¨®n de Estados africanos, faltos de medios y de entusiasmo ante la carencia de perspectivas. Y pese a todo, los grandes Estados occidentales saben que la no intervenci¨®n resultar¨ªa inadmisible para la opini¨®n p¨²blica, y adem¨¢s un mal precedente al dejar v¨ªa libre a la conflictividad subsahariana fuera de las pautas marcadas desde la ONU y el G7: la no intervenci¨®n de los pol¨ªticos victorianos en el siglo pasado se presenta hoy en d¨ªa altamente improbable, salvo que se proclamase el libre derecho de los pueblos a matarse o pactar sin mediadores.
Lo que est¨¢ planteado, a todos los niveles, es la incapacidad africana para hacer frente a los problemas derivados de su ingreso en un mundo occidental moderno que niega las diferencias y que s¨®lo admite la particularidad del vencedor; lo que est¨¢ en debate es si puede permitirse que haya m¨¢s de un modelo de sociedad, m¨¢s de un tipo de sistema pol¨ªtico y m¨¢s de una f¨®rmula de resoluci¨®n de los conflictos: con el moderno sistema no hay espacio a compartir entre hutus y tutsis.
Como aves agoreras, los te¨®ricos de la democracia universal anuncian el fin de la historia con el advenimiento de la Aldea Global, aquella que ver¨¢ un Occidente multiplicado bajo climas y pigmentaciones diversos: en esa marcha, ?frica, con su mala modernizaci¨®n, con su p¨¦sima homogeneizaci¨®n nacionalista, con su pobre productividad, es el ¨²ltimo obst¨¢culo a vencer. Y en ese avance hacia la globalizaci¨®n cultural, hacia ese modelo moderno que impone leyes, decide guerras justas y afianza el ¨²nico mercado deseable, los te¨®ricos del nuevo humanismo desempe?an la tarea de expulsar del mundo de la raz¨®n y la humanidad a todos aquellos individuos o grupos que disientan del actual mundo feliz. Cuando los detractores de las etnias las satanizan como un rasgo del pasado est¨¢n acallando la historia nacionalista de Occidente, y est¨¢n silenciando que precisamente la negativa a admitir las diferencias entre grupos lleva a su liquidaci¨®n futura en el seno del Estado naci¨®n.
Europa, y tras ella el m¨¢s reciente Occidente, no ha cesado de intervenir por doquier desde hace 500 a?os, en nombre de la religi¨®n, de la econom¨ªa o de la pol¨ªtica, pero siempre en nombre de la ¨²ltima gran verdad definitiva: hoy son ya muchos los pueblos desaparecidos de la faz de la tierra, y otros -como los hutus- peligran en fr¨¢giles presentes. Tal vez alguien en Occidente desee reconsiderar la bondad absoluta de nuestra Aldea Global.
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