Gigantes de barro
Barrancos fantasmag¨®ricos jalonan la ruta desde el Pont¨®n de la Oliva al pueblo alcarre?o de Alpedrete
Alguien habr¨¢ por ah¨ª, a no dudarlo, que haya observado ya que el paisaje no es un hecho objetivo, sino una proyecci¨®n del alma. Ello explicar¨ªa por qu¨¦ los caminantes, que suelen ser almas sensibles, prefieren a veces las cumbres luminosas, la penumbra de las pinadas o -por ejemplo, cuando les ha salido positiva la declaraci¨®n de la renta-, la m¨¢s negra y honda de las gargantas. De ser esto cierto, las c¨¢rcavas de Alpedrete de la Sierra s¨®lo ser¨ªan frecuentadas por esp¨ªritus retorcidos, lectores de Poe y excursionistas al borde del suicidio.Obra de mano inhumana, como de garra diab¨®lica, las c¨¢rcavas desfiguran la paz de los cerros arcillosos que se alzan sobre la confluencia del Lozoya y el Jarama, en las soledades donde lindan la sierra y la ra?a, Madrid y Guadalajara. Siglos de tormentas y avenidas han labrado estas agrias barrancas en cuyo seno despuntan cuchillas y torreones, crestones y pin¨¢culos m¨¢s antiguos que los hombres y sus dioses antropomorfos; estas sedientas torrenteras a cuyos pies yacen mir¨ªadas de grandes cantos rodados, espejismo de las playas y los mares que anegaron estos p¨¢ramos en el mesozoico hace cien millones de a?os.
El embalse m¨¢s triste
Preludio del t¨¦trico panorama es el Pont¨®n de la Oliva, el m¨¢s viejo embalse de la regi¨®n y el m¨¢s triste. Dos mil presidiarios bregaron desde 1851 hasta 1855 para erigir esta presa de vertedero de 72 metros de longitud y 27 de altura, y total para nada. Mejores esclavistas que ingenieros, los promotores del flamante Canal de Isabel II debieron de re¨ªr, por no llorar, cuando vieron c¨®mo el r¨ªo Lozoya se filtraba y pasaba de rositas bajo tama?a f¨¢brica.Las argollas herrumbrosas a las que permanec¨ªan encadenados los siervos de la pena se confunden hoy, en los acantilados de parda roca caliza que flanquean la presa, con los muchos seguros instalados all¨ª por los escaladores, esos esclavos gustosos del v¨¦rtigo y la adrenalina. Y el excursionista, que no es amigo de esclavitudes -ni a la fuerza-ni de, grado-, se echa a andar por lapista asfaltada que va del Pont¨®n de la Oliva a Alpedrete de la Sierra con paso largo y confiado.
Olivos de pies atormentados jalonan esta carreterilla -en realidad, camino de servicio, del Canal de Isabel II- por la que avanza el caminante hasta la primera curva cerrada a mano izquierda. Aqu¨ª nace el n¨ªtido sendero que, adentr¨¢ndose primeramente en el olivar y salvando acto seguido la rambla que cae a la derecha, trepa luego por la m¨¢xima pendiente del cerro inmediato hasta asomarse al espect¨¢culo de las c¨¢rcavas y sus picudas torres de barro.
Nada sabe el excursionista -bien est¨¢ advertido- de asuntos de geolog¨ªa, pero lo poco que ha le¨ªdo sobre las c¨¢rcavas es -y vaya por quien lo coja- que se formaron por la tremenda erosi¨®n del periodo diluvial en los rellenos de la era terciaria. Al excursionista, como es de suponer que al lector, estas definiciones cient¨ªficas le dejan fr¨ªo; todo lo contrario que la mera contemplaci¨®n de esta hoya en que bullen las columnatas y los contrafuertes, las g¨¢rgolas y las giraldas concebidas por alg¨²n geniecillo precursor de Gaud¨ª.
Monte arriba, sobre la mayor de las c¨¢rcavas, las ruinas de un aprisco edificado con cantos rodados se alza a dos pasos de un camino de herradura que, sigui¨¦ndolo siempre hacia el norte -aunque cuidando de tomar el ramal de la derecha en la primera bifurcaci¨®n, tras sobrepasar un bosquete de pinos-, desemboca de nuevo en la pista asfaltada por la que el caminante empez¨® su jornada. A mano derecha, Alpedrete de la Sierra. A mano izquierda, el Pont¨®n de la Oliva, paraje t¨¦trico como las almas que en ¨¦l penaron.
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