Nadie es perfecto
Imaginemos un ciudadano que sigue atentamente la actualidad pol¨ªtica y judicial de este pa¨ªs sin m¨¢s bagaje que los medios de comunicaci¨®n, aunque con ciertos conocimientos de derecho constitucional. Todas las ma?anas, desde hace meses, contempla horrorizado un panorama confuso en el que responsables de las fuerzas de seguridad comparecen, unos. d¨ªas como testigos, otros como imputados, ante diferentes juzgados y sufren todo tipo de medidas judiciales en una pluralidad de procesos relacionados con la supuesta organizaci¨®n por aparatos estatales de una banda terrorista destinada a combatir el terrorismo de ETA.Aunque hace mucho tiempo que se ha perdido en los detalles concretos de los procesos, hay un aspecto com¨²n y recurrente en todos ellos; al parecer, es imprescindible para evitar la impunidad de los acusados por hechos objetivamente grav¨ªsimos que se desclasifiquen y puedan ser utilizados como pruebas determinados documentos de los servicios secretos. Sin embargo, dos Gobiernos sucesivos, de signo pol¨ªtico distinto, se han negado a hacerlo aduciendo razones de seguridad. Para complicarlo a¨²n m¨¢s, determinada prensa ofrece constantemente nuevas revelaciones, habi¨¦ndose llegado a un ins¨®lito conocimiento p¨²blico de nuestros supuestos secretos de Estado.
Por debajo de todo ello comprende que existe un problema esencial en el Estado de derecho: c¨®mo hacer posible el mantenimiento de la confidencialidad exigida por los aut¨¦nticos secretos de Estado con las exigencias m¨ªnimas de la tutela judicial, que evite adem¨¢s un uso abusivo de esas facultades. No conoce la respuesta, pero s¨ª puede formular las preguntas: ?qui¨¦n define lo que es un secreto de Estado?, ?cu¨¢l es la virtualidad de tal clasificaci¨®n frente a un juez con ocasi¨®n de un proceso?, y ?a qui¨¦n corresponde la ¨²ltima palabra en caso de conflicto?
Hay un aspecto de las informaciones y opiniones que le perturba de una manera especial. Tiende a exponerse como un problema exclusivo de Espa?a, fruto de la inmadurez democr¨¢tica y de las imperfecciones de su regulaci¨®n constitucional, ya resuelto en los pa¨ªses de nuestro entorno. Y es precisamente ese dato el que no le acaba de encajar. Su impresi¨®n es que, por su propia naturaleza, tiene que existir en otros Estados, y quiz¨¢ porque tiene una cierta dosis de nacionalismo no est¨¢ seguro de que las soluciones puedan ser sustancialmente mejores de las que ofrece nuestro ordenamiento. Toma entonces una decisi¨®n: analizar la experiencia en el control de los secretos de Estado en un grupo de pa¨ªses inequ¨ªvocamente democr¨¢ticos, y hacerlo desde los textos a los que puede tener acceso -leyes y sentencias-, ya que no puede presumir de conocer secretos ni nacionales ni extranjeros.
Nada m¨¢s comenzar sus lecturas descubre dos datos, esperanzadores al menos, sobre la importancia, extensi¨®n y antig¨¹edad del problema: se encuentra ya expuesto, en sentido favorable, a que el Gobierno puede ocultar informaci¨®n a los jueces por raz¨®n del secreto en la c¨¦lebre Marbury vs Madison (1803), en la que Tribunal Supremo americano crea la idea misma de justicia constitucional, y existe legislaci¨®n tan temprana al respecto como la ley sueca de 1766.
Animado por este ¨¦xito, se dirige a Italia, donde encuentra una ampl¨ªsima definici¨®n de secreto en la Ley 801, de 1977, y sobre todo el art¨ªculo 352 del C¨®digo de Procedimiento Penal, por el que los funcionarios tienen la obligaci¨®n de abstenerse de declarar y no deber¨¢n ser interrogados sobre lo que est¨¢ protegido por el secreto, de manera que si el juez lo considera infundado se dirigir¨¢ al presidente del Consejo de Ministros, y si confirma tal car¨¢cter, "no se debe proceder a ninguna acci¨®n legal por la existencia de un secreto de Estado". Piensa que esta normativa ha tenido que ser corregida por la Corte Constitucional, pero comprueba que, por el contrario, las sentencias del 6 de abril y 24 de mayo de 1976 la confirman, afirmando incluso la ¨²ltima de ellas que "la concreci¨®n de los hechos que pueden comprometer la seguridad del Estado y deben, en consecuencia, permanecer secretos constituye indudablemente el fruto de una valoraci¨®n de las autoridades que tiene la obligaci¨®n de conservar tal seguridad, y no puede ser otra cosa que ampliamente discrecional".
A¨²n en nuestro entorno, decide analizar la situaci¨®n en Francia, donde el art¨ªculo 7 del decreto del 12 de mayo de 1981 establece con car¨¢cter categ¨®rico que "nadie est¨¢ cualificado para conocer las informaciones protegidas si no ha recibido autorizaci¨®n previa", expresi¨®n en la que est¨¢n incluidos los jueces. As¨ª, en un asunto c¨¦lebre, el del Canard Encha?ne, un caso de espionaje policial a una revista, en el que el ministro se hab¨ªa negado incluso a responder al requerimiento judicial, el Consejo de Estado emite dos Avis el 29 de agosto de 1974 en los que se?ala que los funcionarios, siendo depositarios de un secreto de defensa nacional, ten¨ªan la obligaci¨®n de no divulgar las informaciones protegidas incluso frente a la jurisdicci¨®n. Adem¨¢s, en otro anterior, del 11 de marzo de 1955, se plantea la ilicitud de que un juez tenga acceso a esa documentaci¨®n para su utilidad exclusiva, ya que se vulnerar¨ªa el car¨¢cter contradictorio del proceso. Al hilo de estos casos, recuerda otros m¨¢s recientes, como el del Rainbow Warrior o el del terrorista Carlos, en el que el Consejo de Estado declara que desconoce el procedimiento por el que se ha tra¨ªdo a Carlos a territorio franc¨¦s, negando trascendencia a ese hecho y afirmando que lo importante es que tiene asegurado un juicio justo.
Opta entonces por refugiarse en la solidez del derecho alem¨¢n, pero es un viaje muy corto, ya que le basta con leer el art¨ªculo 61 de la Ley de Funcionarios Federales, del 27 de febrero de 1985, que les obliga a mantener el secreto incluso frente a un juez si no son autorizados por su superior jer¨¢rquico, estando su incumplimiento castigado en el art¨ªculo 353.B del C¨®digo Penal. Piensa, a continuaci¨®n, que la soluci¨®n puede haber venido de la mano del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, al que sabe se someti¨® el caso de los terroristas del IRA muertos en Gibraltar, en el que el Gobierno brit¨¢nico se hab¨ªa negado a dar los nombres de los agentes. Sin embargo, su sentencia del 27 de septiembre de 1995 no considera este proceder contrario al Convenio Europeo para la Protecci¨®n de los Derechos Humanos.
Ya ciertamente decepcionado, visita el mundo anglosaj¨®n. Para ello comienza con el Reino Unido, ya que ha o¨ªdo hablar de una decisi¨®n de la C¨¢mara de los Lores, Conway vs Rimmer, de 1968, que otorga al juez la potestad para inspeccionar de manera absolutamente reservada los documentos controvertidos, de forma que s¨®lo si comprueba que se trata de un aut¨¦ntico secreto se inhibir¨¢. Le parece un mecanismo prometedor, pero descubre que es, seg¨²n la doctrina brit¨¢nica, un supuesto excepcional y aislado, y que, por el contrario, la norma general es la aplicaci¨®n de la Common Law Evidentiary Privilege, que autoriza a la Corona a rechazar la entrega de cualquier documento si estima que es perjudicial para el inter¨¦s p¨²blico, situaci¨®n consolidada desde Duncam vs Cammell Laird and Co. Ltd, de 1942, que ha permitido afirmar que "Gran Breta?a es tan secreta como puede serlo un Estado que pueda ser calificado de democr¨¢tico".
Decide terminar su recorrido en Estados Unidos, pa¨ªs donde descubre no s¨®lo el caso de los papeles del Pent¨¢gono (New York Times Co. vs - US, 197 l), sino varios m¨¢s de gran inter¨¦s, como Vaughn vs Rosen, de 1974, que establece la obligaci¨®n de poner a disposici¨®n del juez un ¨ªndice detallado de los documentos cuya entrega se le deniega, motivando por qu¨¦ lo hace, y, sobre todo, Ray vs Turner, de 1978, que otorga a los tribunales la facultad de examinarlos a puerta cerrada (in camera). Por fin, considera que ha encontrado lo que estaba buscando. Sin embargo, sigue leyendo y descubre otras decisiones judiciales que le hacen matizar mucho esa impresi¨®n. Decisiones que admiten la legitimidad de la llamada glomarizaci¨®n o t¨¦cnica del "ni afirmo ni niego", empleada en el caso Phillippi vs CIA, de 1976, o la del mosaico, Halkin vs Helms, de 1978, que consiste en admitir que la publicidad de un solo dato aislado sin importancia aparente puede acarrear, manejado por mentes expertas y en conjunci¨®n con otros indicios, riesgos para la seguridad nacional.
Pero, sobre todo, encuentra sentencias en las que el Tribunal Supremo ha mostrado una extraordinaria autocontenci¨®n, ?prudencia?, a la hora de llevar la contraria al Ejecutivo en la definici¨®n de lo que debe ser considerado secreto, y ello porque, como afirma Halpering vs CIA, de 1980, "lo. que el Congreso nos ha encargado es s¨®lo que comprobemos que el riesgo previsible es una expectativa razonable; y es justamente con relaci¨®n a este particular extremo donde, habida cuenta de nuestra falta de experiencia en la materia, hemos de conceder un peso espec¨ªfico a lo afirmado por la agencia", de forma que "incluso la m¨¢s remota posibilidad de que un tribunal se decida por el criterio de la publicidad de una fuente pueda poner en peligro la recogida de datos y producir el resultado de que las fuentes de informaci¨®n se cierren en banda", argumento que le sirve para amparar en 1985, CIA vs Sims, la negativa de la CIA a dar la lista de las universidades que hab¨ªan colaborado con ella entre 1953 y 1966. En definitiva, como se?ala United States vs Reynol¨¢s, de 1953, se trata de que "el Gobierno pueda convencer al tribunal, a la vista de las circunstancias del caso, de que existe un razonable riesgo de que la aportaci¨®n de pruebas revelar¨ªa asuntos militares que es preferible no divulgar en inter¨¦s de la seguridad nacional". Cuando esto sea as¨ª, utilizando incluso las t¨¦cnicas procesales de comprobaci¨®n a las que nos hemos referido, el secreto prevalecer¨¢, y s¨®lo en caso contrario se levantar¨¢. Constata, en definitiva, que para la doctrina americana han fracasado los intentos de utilizar los tribunales como medio para fijar los l¨ªmites constitucionales de los secretos de Estado.
Nuestro ya ilustrado ciudadano cierra sus c¨®digos pensando que se trata de un problema de muy dif¨ªcil soluci¨®n, que se produce en todos los pa¨ªses democr¨¢ticos y que no permite descalificar unilateralmente al nuestro. Opina que la normativa espa?ola probablemente puede ser mejorada, aunque no est¨¢ seguro de que sea el mejor momento para modificarla. Considera que, si lo hacemos, deber¨ªamos tener en cuenta la experiencia y los l¨ªmites del derecho constitucional comparado. Y es en ese momento cuando no puede evitar, en medio de sus sesudas reflexiones, y a pesar de la seriedad del asunto, una leve sonrisa al venirle a la cabeza la frase con la que acaba una de sus pel¨ªculas favoritas: Nadie es perfecto.
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