El cardenal de la transici¨®n espa?ola
Dos im¨¢genes podr¨ªan resumir lo que fue, en su significaci¨®n m¨¢s onda, la transici¨®n espa?ola. La primera: una instant¨¢nea de cierta manifestaci¨®n en el crispado Madrid del comienzo de los sesenta; manifestaci¨®n presidida de manera destacada, por un sacerdote -el inefable "padre Venancio Marcos"-, llevando al frente aquella pancarta inconcebible: "Taranc¨®n, al pared¨®n" La segunda: el v¨ªdeo de la solemne ceremonia religiosa con que por voluntad de don Juan Carlos, iniciaba ¨¦ste su reinado; ante el altar mayor del templo de lo Jer¨®nimos, el oficiante -carde al Taranc¨®n-, sellando, en memorable homil¨ªa, el compromiso de la Iglesia con la apertura democr¨¢tica que iba a ser la gran empresa abordada por el joven Monarca. La primera imagen refleja la resistencia empecinada: del "nacionalcatolicismo" a abandonar su identificaci¨®n con la guerra civil entendida como cruzada, y con el R¨¦gimen en ella forjado. La segunda, el triunfo del nuevo concepto -en realidad, el concepto exacto- de la relaciones entre Iglesia y Estado seg¨²n las pautas ya definidas por el Concilio Vaticano II.La clave para distanciar posiciones, para despegar a la Iglesia espa?ola del franquismo la hab¨ªa dado la trascendente Conferencia conjunta (obispos-sacerdotes que, en 1971, inici¨® el camino, o al menos las orientaciones, que deb¨ªan desprender a nuestra Iglesia, mediante una revisi¨®n de Concordato de 1953, de su excesiva vinculaci¨®n al R¨¦gimen salido de la guerra civil. En el conjunto de declaraciones en que si concret¨® el mensaje de la Conferencia, una resultaba especial mente significativa: aquella en que, humildemente, prelados , presb¨ªteros ped¨ªan perd¨®n por no haber sabido jugar, en la terrible coyuntura abierta en 1936, e papel de conciliaci¨®n y de perd¨®n que requer¨ªa una actitud aut¨¦nticamente cristiana ante la confrontaci¨®n fratricida.
El papel de Enrique y Taranc¨®n -cardenal al frente de la Sede primada, arzobispo, luego de Madrid y presidente de la Conferencia Episcopal- en e proceso de la transici¨®n hacia la democracia -o,m¨¢s exactamente, hacia la reconciliaci¨®n de la dos Espa?as y la clausura de la guerra civil- es similar al que dos militares benem¨¦ritos, D¨ªaz Alegr¨ªa y Guti¨¦rrez Mellado, desempe?aron en relaci¨®n con el Ej¨¦rcito: la conversi¨®n de las Fuerzas Armadas -base y sost¨¦n de un R¨¦gimen decidido a mantener intacta la dicotom¨ªa Espa?a -anti-Espa?a y dividida la sociedad espa?ola entre vencedores y vencidos- en instrumeno de paz al servicio del Poder civil, el ¨²nico Poder leg¨ªtimo, gaantizando el orden democr¨¢tico manado de la libre voluntad del pueblo.
El Ej¨¦rcito y la Iglesia hab¨ªan ido los dos baluartes de la vieja Espa?a, en cuanto atenidos a una tradici¨®n reacia a asimilarse a Segunda Revoluci¨®n del mundo contempor¨¢neo. El alzamiento del 17 de julio de 1936, aunque apoyado por otros sectores sociales y pol¨ªticos, fue un alzamiento esencialmente militar. La revoluci¨®n que le dio r¨¦plica en 'la otra Espa?a" mostr¨® su peor ara en la persecuci¨®n indiscrimiada e implacable contra la Iglesia y sus ministros. De aqu¨ª que, fracasado el golpe inicial en buena parte del pa¨ªs, y derivado en guerra civil, la Iglesia espa?ola bautizase a ¨¦sta como cruzada; y que, en la dif¨ªcil coyuntura de 1945, viniese a constituirse en aval de un R¨¦gimen que, en esos momentos, se escudaba tras ella para significar sus "distancias ideol¨®gicas" respecto al nazismo, del que hab¨ªa sido incondicional amigo y admirador hasta el pen¨²ltimo instante. S¨®lo la decidida apertura del orbe cat¨®lico hacia el mundo moderno -bajo los pontificados de Juan XXIII y de Juan Pablo II, unidos por el Concilio Vaticano II- acab¨® provocando un giro decisivo en la Iglesia espa?ola, gracias a la actitud de determinados prelados -Taranc¨®n en primer t¨¦rmino- estimulados por la "reacci¨®n generacional" de los elementos m¨¢s j¨®venes del clero, para quienes la libertad significaba, ante todo, independencia respecto al Estado. Por supuesto, el desgarramiento interior -era inevitable. Mantener una posici¨®n de equilibrio, eludiendo actitudes extremas sin renunciar a la energ¨ªa en lo esencial, fue la dificil¨ªsima misi¨®n del cardenal Taranc¨®n y, en su conjunto, de la Conferencia Episcopal, en la que ocup¨® primero el cargo de secretario, para presidirla luego.
Las Confesiones del cardenal Enrique y Taranc¨®n encierran, por ello, un valor extraordinario: no s¨®lo para el historiador, sino -para cualquiera que desee, sinceramente, entender las circunstancias -las corrientes de fondo- que dieron paso al gran cambio. Como es sabido, este libro -un s¨®lido tomazo de casi mil p¨¢ginas, lo que explica el hecho de que sean pocos quienes se han atrevido a meterles el diente; pues incluso la mayor¨ªa de sus comentadores no parecen haberlo le¨ªdo en su integridad, limit¨¢ndose m¨¢s bien a espigar entre sus cap¨ªtulos, buscando precipitadamente aquello en que cre¨ªan ver cifrado su contenido-, no responde a un criterio uniforme en la redacci¨®n del conjunto. Se ha discutido, incluso, si se trata de unas memorias efectivas, o s¨®lo de la articulaci¨®n de apuntes inconexos; y, desde luego, echamos de menos una ¨²ltima parte, que los editores han preferido no incluir en este volumen (el cual se cierra en 1976, precisamente en los albores de la transici¨®n). Un an¨¢lisis detenido sobre estos cap¨ªtulos nos permite percibir en ellos dos redacciones solapadas. En 1983, el cardenal inici¨® la redacci¨®n de unas memorias rotuladas como Confesiones. "Las memorias" -escribi¨® en la introducci¨®n-, "si Dios me da tiempo para terminarlas, podr¨ªan servir para los futuros historiadores que quieran hacer una narraci¨®n documentada sobre esa ¨¦poca tan interesante en la vida de la Iglesia y de Espa?a. Las confesiones pueden ofrecer suficiente luz a la inmensa mayor¨ªa de los cristianos y de los espa?oles para entender de alguna manera la situaci¨®n actual -tanto en el ¨¢mbito eclesial como en el pol¨ªtico y social- que es fruto y consecuencia de las soluciones que se dieron en aquella ¨¦poca".
Y en esta misma Introducci¨®n se?ala la necesidad de un alejamiento de los hechos para que el juicio sobre ellos pueda ofrecer garant¨ªas de objetividad. "Juzgar a una persona p¨²blica por las afirmaciones o corrientes de opini¨®n que aparec¨ªan en los medios de comunicaci¨®n social mientras estaba en el ejercicio de su cargo, es la manera m¨¢s segura de equivocarse. Las ideolog¨ªas, los intereses, las posturas preconcebidas y hasta el apasionamiento, son los ingredientes principales que explican esas opiniones, que en no pocas ocasiones son contradictorias. Yo he dicho p¨²blicamente m¨¢s de una vez que nunca me he reconocido en el mito Ta-
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ranc¨®n, y que nunca he acertado a comprender lo que pod¨ªa significar el taranconismo, palabra con la que muchos periodistas quisieron apostillar mi conducta como Presidente de la Conferencia Episcopal, y que inclu¨ªa, seg¨²n ellos, una orientaci¨®n religioso-pol¨ªtica determinada". (Y sin embargo, el taranconismo existi¨®: ?qu¨¦ duda cabe! Basta con leer este libro).
El empe?o de alejamiento objetivo, de comprensi¨®n abierta y caritativa para todos -los que le motejaban desde la derecha, los que trataban de "empujarle" desde la izquierda-, est¨¢ presente en lo que son, propiamente, las Confesiones. Sino que, a partir de un momento determinado -m¨¢s o menos, en el cap¨ªtulo que inicia la parte VIII (con la Asamblea Conjunta obispos presb¨ªteros)-, percibimos, m¨¢s bien, que ese alejamiento se sustituye por la impresi¨®n inmediata. Probablemente, la redacci¨®n de las Confesiones no lleg¨® hasta aqu¨ª. Pero Taranc¨®n, escritor impenitente, de vocaci¨®n y necesidad, hab¨ªa recogido siempre, con fidelidad objetiva, los hechos importantes que iba viviendo: y esos apuntes sobre la marcha han permitido a los editores continuar, las Confesiones inacabadas hasta 1976. De aqu¨ª que aqu¨¦llas, poco a poco, vayan siendo otra cosa: un cuidado diario -si no, ser¨ªa imposible la minuciosidad con que se reflejan circunstancias y di¨¢logos- Al llegar al final -parte XIV-, todo est¨¢ redactado en presente de indicativo. En las ¨²ltimas l¨ªneas -tras relatar la iniciativa del Rey para renunciar al privilegio de presentaci¨®n de Obispos, esencial en el Concordato de 1953, y la elaboraci¨®n del convenio marco: estamos en el verano de 1976-, Taranc¨®n escribe: "A las doce del 29 de julio no ha llamado todav¨ªa el nuncio Dadaglio. Espero que ese silencio sea positivo. El ver¨¢ que pronto pueden salir algunos nombramientos para las sedes vacantes, particularmente de las di¨®cesis para las que ya estaban se?alados los candidatos, y esperar¨¢ unos d¨ªas para darme la noticia agradable de que as¨ª salen los obispos. As¨ª sea". Es evidente que se trata de una p¨¢gina de diario, escrito siete a?os antes de aquel (1983) en que comenz¨® la redacci¨®n de las Confesiones.
Alguna vez he se?alado la diferencia esencial entre memorias y diarios, con evidente ventaja de ¨¦stos -que, al ser escritos sin perpectiva, no intentan, como aqu¨¦llas, "atemperarse" a las nuevas circunstancias- Eso es lo que da valor extraordinario, por ejemplo, a los Diarios de Aza?a. Y eso es tambi¨¦n lo que convierte en documento imprescindible para el historiador las Confesiones del cardenal Enrique y Taranc¨®n. Porque reflejan, con el detallismo y la objetividad de una grabaci¨®n magnetof¨®nica, los aspectos m¨¢s pat¨¦ticos -m¨¢s humanos, tambi¨¦n- de la pretransici¨®n; el desconcierto, en sus protagonistas principales, de un R¨¦gimen que ven¨ªa justific¨¢ndose a s¨ª mismo por su papel de presunto "salvador" de los valores cristianos, y se ve¨ªa ahora cuestionado por la propia Iglesia, decidida a recuperar una independencia imprescindible, a su vez, para cumplir su misi¨®n. Las actitudes que esos protagonistas van manifestando ante una crisis en crecida dan la medida exacta de su mentalidad y de sus convicciones. En Carrero, una sincera -y desolada- fe religiosa. "Est¨¦ seguro, se?or cardenal -declarar¨¢ en un momento dado- que para m¨ª es m¨¢s importante ser cristiano, hijo de la Iglesia, que presidente del Gobierno". En otros, la irritaci¨®n por lo que consideraban una traici¨®n de la Iglesia: en principio, tal ser¨¢ el caso del "Caudillo por la gracia de Dios", y por los teorizantes del "Estado de obras". Aunque la nota m¨¢s crispada la dar¨¢n determinados sectores de la propia Iglesia: as¨ª, la famosa Hermandad Sacerdotal -que nunca intent¨® obtener el reconocimiento de la Conferencia Episcopal- Su miembro m¨¢s destacado -Venancio Marcos- no tendr¨¢ empacho en declarar ante Taranc¨®n: "Mire, se?or cardenal, yo ante todo y sobre todo soy falangista. Yo estar¨¦ siempre con este r¨¦gimen porque creo que Franco es un enviado de Dios. Y estoy plenamente convencido de que Pablo VI est¨¢ haciendo un mal servicio a la Iglesia en Espa?a porque es partidario de la Democracia Cristiana, cuya esterilidad ha sido patente en los distintos pa¨ªses". La posici¨®n de estos "recalcitrantes" del nacionalcatolicismo no pod¨ªa ser m¨¢s absurda. Enfrentarse con la Iglesia -cuando se dec¨ªan sus m¨¢ximos defensores- supon¨ªa una paradoja insalvable; aceptar la separaci¨®n Iglesia-Estado seg¨²n las orientaciones del Concilio les dejaba sin asideros ideol¨®gicos para seguir ateni¨¦ndose al manique¨ªsmo en que ven¨ªa asent¨¢ndose el Estado franquista. El conflicto se har¨ªa agud¨ªsimo en el ¨²ltimo a?o del "anciano patriarca", ya desaparecido Carrero -con momentos cr¨ªticos: el entierro del almirante; el conflicto A?overos, que estuvo a punto de provocar una ruptura con Roma; la crisis de las penas de muerte (septiembre de 1975), que implic¨® un nuevo choque inconsiderado con el pont¨ªfice, Pablo VI- Estos momentos cr¨ªticos se recogen con claridad y precisi¨®n insuperables en el libro de Taranc¨®n, que los vivi¨® en primera persona. En cuanto a la tensi¨®n interna, pat¨¦tica, en la conciencia de los m¨¢ximos responsables, ya hemos visto el caso de Carrero y, en la vertiente de los "guerrilleros de Cristo Rey" (?vaya denominaci¨®n!), la de Venancio Marcos... y tantos con ¨¦l, m¨¢s o menos "expl¨ªcitos". Pero aqu¨ª descubrimos algo insospechado aunque, en el fondo, l¨®gico -si se trata de penetrar en la compleja realidad del personaje-: la petici¨®n de perd¨®n de Franco al Pont¨ªfice, tras las ejecuciones de 1975. ?Ser¨¢ muy arriesgado imaginar que la crisis fisiol¨®gica que puso fin a su vida se vio precipitada por la angustiosa dial¨¦ctica interna -demasiado tard¨ªa, desde luego-, desencadenada con sus ¨²ltimas decisiones? En cuanto a Taranc¨®n, ¨¦l era, desde luego, un hombre de centro, y -desde su sincer¨ªsima posici¨®n de cristiano y de sacerdote- un abanderado de la reconciliaci¨®n entre los espa?oles; de la necesidad de poner fin a la guerra civil. (Conservo, como "contrapunto", una de las cartas desafiantes que tuve "el honor" de recibir del famoso Venancio Marcos: "Si vuelve a Espa?a La Pasionaria, no dude, profesor, que volveremos a hacer la guerra civil".
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