Volver a las ra¨ªces
Hay que tener mucho cuidado con las expresiones metaf¨®ricas. Dej¨¢ndose llevar por ellas uno termina disparatando con verosimilitud epid¨¦rmica, que es a lo que suelen llamar "pensar" quienes son m¨¢s reacios a tal ejercicio. Como ustedes recuerdan, en cada met¨¢fora se solapan dos l¨®gicas, la literal de la figura expl¨ªcita y la evocada alusivamente por medio de ella, que pertenece a un registro diferente. A veces chocan ambas por el empe?o de prolongarlas demasiado y la referencia metaf¨®rica se convierte en galimat¨ªas o en burla. Es el caso de aquel jefe de Estado africano que en un discurso parlamentario sostuvo esta tesis esperanzadora: "Hace poco, ante nuestro pa¨ªs se abr¨ªa un terrible abismo; pero hoy podemos asegurar que hemos dado un gran salto hacia adelante". 0 cierto amigo m¨ªo, que descalificaba a sus menos fiables conocidos diciendo "¨¦se es de los que por delante te dan palmaditas en la espalda, pero por detr¨¢s te pegan una patada en los cojones". La parte evidente de la met¨¢fora se impone, aniquilando risue?amente el noble o perspicaz mensaje que intentaba ilustrarse por medio de ella.Una de las met¨¢foras actualmente m¨¢s cacareadas (esto de "cacarear" tambi¨¦n resulta dicho metaf¨®rico) es la de Ias ra¨ªces" de cada persona y pueblo, que todos debemos "recuperar", nadie debe "olvidar" y cualquiera tiene llegado el caso que "defender". Aunque ese t¨¦rmino vuelve interminablemente, a m¨ª me lo ha recordado una reciente pastoral de los obispos catalanes titulada algo parecido y que condenaba tambi¨¦n un nuevo pecado especialmente detestado por Dios, el "anticatalanismo", en el cual poco despu¨¦s del debate sobre los presupuestos generales del Estado -sin duda inspirados por el Maligno- hizo incurrir a muchos fieles desprevenidos de otras di¨®cesis. Seg¨²n este planteamiento, las "ra¨ªces" son aquello que nos une a lo m¨¢s intransferible de nuestra idiosincrasia, al hecho diferencial que constituye nuestra verdad: ser es ser diferente. Las ra¨ªces resultan lo m¨¢s familiar de todo para quien se planta en ellas y lo m¨¢s enigm¨¢tico para el arraigado de distinto signo. Cada cual se queja con ofendida melancol¨ªa de que su "hecho diferencial" no es entendido por el vecino, que hasta lo considera abusivo. Pero ?no est¨¢n precisamente los hechos diferenciales para eso, para que s¨®lo los entienda quien los disfruta? Los dem¨¢s deben respetarlos sin comprenderlos, como cualquier otro misterio religioso: las ra¨ªces nos vinculan a lo inefable, a lo que se puede afirmar pero no compartir.
Tomemos el caso de los derechos hist¨®ricos, por ejemplo. Los entusiastas de las ra¨ªces se indignan ante la mala fe de quienes les discuten determinados privilegios o ventajas fiscales que se apoyan nada menos que en derechos hist¨®ricos de hace ochenta, cien o doscientos a?os. "?Ent¨¦rese usted de lo que ten¨ªamos y de lo que nos quitaron, de los fueros o viejas leyes de que disfrutamos anta?o, etc¨¦tera ... ! ". Pero el argumento meramente hist¨®rico a favor de los derechos es bastante menos concluyente de lo que creen los de las ra¨ªces. La historia no concede ninguna preferencia ni legitimidad a lo perdido, s¨®lo explica c¨®mo lleg¨® a perderse. Si, por ejemplo, una comunidad tuvo tal o cual ventaja legal hasta que le fue arrebatada tras una derrota militar, lo hist¨®ricamente refrendado es este expolio y no la a?orada situaci¨®n previa. De modo que los derechos aut¨¦nticamente respetables lo son por razones de equidad que no s¨®lo no se fundan en lo hist¨®rico, sino que pretenden corregir actualmente los desafueros imp¨ªos de la historia. Y esta correcci¨®n no puede hacerse seg¨²n los par¨¢metros sospechosos de hace cien o doscientos a?os, sino de acuerdo con lo que hoy (con argumentos actuales) puede justificarse como recto y oportuno. Pero, claro, as¨ª se razona solamente cuando uno no siente el tir¨®n de las ra¨ªces...
La cuesti¨®n est¨¢ a la orden del d¨ªa, ll¨¢mese multiculturalismo, universalismo, convivencia en el pluralismo ¨¦tnico o lo que se prefiera. En el fondo, el problema siempre es el mismo, la contraposici¨®n entre la ra¨ªz igualitaria de los derechos individuales y el culto diversificador a las ra¨ªces como origen de los derechos de grupo. Autores como Will Kymlicka intentan conciliar con virtuosismo notable el derecho de las identidades culturales a ser protegidas por el Estado pluralista junto al de los individuos miembros de cada cultura a ser respetados de acuerdo con el amparo constitucional a sus derechos humanos. El Estado pluralista debe garantizar las disidencias culturales de las comunidades locales, pero sin olvidar la protecci¨®n de los individuos disidentes dentro de cada comunidad... Y Michael Walzer tambi¨¦n busca la esquiva reconciliaci¨®n cuando afirma que "para encontrar apoyo, confort y pertenencia, los hombres y las mujeres miran a sus grupos; para hallar libertad y movilidad, vuelven la vista hacia el Estado". Claro que Kymlicka parece asumir que hay identidades culturales homog¨¦neas que respetar, cuando lo cierto es que todas las culturas son interactivas -por eso son culturas- y s¨®lo se identifican establemente en el caletre de quienes hablan en su nombre, que -ellos s¨ª- suelen ser bastante incultos. Y Walzer no determina c¨®mo puede hallar el individuo "libertad y movilidad" dentro del Estado cuando en cada una de sus zonas los m¨¢s puros de la localidad imponen los debidos requisitos de homologaci¨®n al hipot¨¦tico viandante desarraigado (y no miremos s¨®lo hacia la periferia: a¨²n recuerdo los rebuznos de protesta con que algunos acogieron a quienes cantaban o recitaban en euskera y catal¨¢n durante la fiesta de EL PA?S en la plaza de Las Ventas, el pasado verano).
Una de las m¨¢s patentes se?ales del despiste contempor¨¢neo es suponer que estamos amenazados por la universalizaci¨®n uniformizadora cuando, como bien ha se?alado Giacomo Marramao (en su contribuci¨®n al volumen Universalidad y diferencia, Alianza Editorial), "hace tiempo que la flecha indica un camino diametralmente opuesto al del universalismo". Y la primera consecuencia de tal despiste es rega?ar a la ilustraci¨®n por su modelo humano demasiado "abstracto" y poco sensible al encanto de Ias diferencias", cuando no colonialmente etnoc¨¦ntrico. En cuanto a la pr¨¢ctica pol¨ªtica de los ilustrados, ya se ha dicho cuanto conven¨ªa y hasta lo inconveniente sobre los barcos negreros que enriquecieron a Voltaire, el imperialismo decimon¨®nico, etc¨¦tera. Pero la teor¨ªa, en cambio, no estaba mal pensada. Porque los ilustrados tambi¨¦n quer¨ªan volver a las ra¨ªces humanas y precisamente supusieron que eran tales ra¨ªces lo que todas las personas comparten, sean cuales fueren las diferencias de sus lenguas, sus culturas o sus creencias. Sin duda estas diferencias son las flores y frutos que enriquecen el jard¨ªn humano, pero son las ra¨ªces compartidas las que dan a ¨¦ste su sentido de futuro. S¨®lo una ¨¦poca tan adversa a la abstracci¨®n racional como la nuestra puede considerar "empobrecedor" este vislumbre de nuestra condici¨®n m¨¢s all¨¢ de la hojarasca variopinta que nos distrae de ella e impide alcanzar los necesarios acuerdos esenciales.
?Volver a las ra¨ªces? Cuanto antes. Para a partir de ellas valorar las diferencias, sopesar la historia y establecer los derechos. Pero volver a las ra¨ªces ilustradas, a la ra¨ªz com¨²n de nuestro parentesco. El resto no es m¨¢s que andarse por las ramas, haciendo moner¨ªas.
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