Las librer¨ªas
Una parte de lo mejor de la vida se la ha pasado uno en dos lugares a la vez clausurados y p¨²blicos, los cines y las librer¨ªas, as¨ª que la inclinaci¨®n que sigue conservando hacia ellos no es ¨²nicamente pr¨¢ctica, de espectador de pel¨ªculas y comprador de libros, sino tambi¨¦n sentimental, como la que podr¨ªa llevarlo hacia algunos bares, una lealtad incondicional de adicto, de hu¨¦sped, casi de refugiado. Hay libreros que nos conocen y nos reciben como camareros afables que lo saben todo sobre nuestras preferencias y nuestros vicios, y que tienen la sabidur¨ªa de darle a cada lector la clase de conversaci¨®n que ¨¦ste prefiere, y de ofrecerle sin necesidad de preguntas los libros que ya sabe que le van a gustar m¨¢s, como el camarero, nada m¨¢s ver al cliente conocido, pone ya el vaso encima de la barra y vierte la bebida de siempre. Hablo, por supuesto, de bares que sin duda no existen, bares silenciosos, c¨¢lidos y en penumbra como aquel en el que todas las tardes se tomaba Philip Marlowe su gimlet en compan¨ªa de su amigo Terry Lennox, y que, no se parecen en nada a los escandalosos bares espa?oles, con sus barras de cinc y sus peladuras de gambas en el suelo, con el ruido intolerable de las m¨¢quinas tragaperras que expiden la conocida melod¨ªa del Baile de los pajaritos y de las m¨¢quinas de caf¨¦ que rugen cada pocos instantes tan despiadadamente como los motores de un jet.
Uno tiene sus bares so?ados,. que est¨¢n m¨¢s que en la realidad en las ciudades boreales de Europa y en las novelas de Raymond Chandler, en ese pasaje memorable de El largo adi¨®s donde se describe el bar m¨¢s hospitalario del mundo. Mi vida de lector est¨¢ hecha no s¨®lo de libros, sino de librer¨ªas: las primeras de todas, las papeler¨ªas modestas y conmovedoras de la infancia, a las que en mi tierra llam¨¢bamos imprentas, con sus aseados escaparates pueblerinos, donde s¨¦ exhib¨ªan estuches de l¨¢pices de colores, gomas y reglas, cuadernos de caligraf¨ªa con las tapas azules, juegos de compases, tinteros de tinta china, y entre tantas cosas unos cuantos libros, siempre deseados y casi siempre imposibles al otro lado del cristal, igual que los trenes el¨¦ctricos que me hechizaban unos a?os antes en los escaparates de las jugueter¨ªas. Me acordar¨¦ siempre del escaparate de la imprenta del Sagrado Coraz¨®n, donde unas navidades vi un ejemplar de La isla misteriosa en aquella edici¨®n tan tentadora y austera de la Colecci¨®n Molino, que ten¨ªa en la p¨®rtada, junto al t¨ªtulo del libro y el nombre ya m¨¢gico de su autor, Julio Verne, el dibujo de un globo zarandeado por una tempestad. Pasaba cada d¨ªa junto a ese escaparate, con el deseo de ver el libro y el miedo a que ya se lo hubieran llevado, y cuando por fin tuve reunido el dinero que hac¨ªa falta para comprarlo empuj¨¦ la puerta con un mareo anticipado de felicidad, apretando muy fuerte en la mano las monedas que me hab¨ªa costado, tanto reunir, mirando luego, todav¨ªa incr¨¦dulo, al dependiente que tra¨ªa el libro del escaparate y lo iba envolviendo con manos indiferentes y expertas, como si no tuviera conciencia del valor del tesoro que estaba a punto de entregarme.De las promesas que guardaban las ciudades lejanas a las que uno so?aba con viajar, las m¨¢s deseadas eran la promesa de las mujeres y la de las librer¨ªas, seguida muy de cerca por la promesa de los cines donde se proyectaban pel¨ªculas en versi¨®n original. Escapado de su provincia, uno viajaba a las ciudades, a las mujeres, a' las librer¨ªas y a los cines como al reino adelantado de la democracia que a¨²n no hab¨ªa llegado al pa¨ªs. Al final, claro, los sue?os no resist¨ªan el agrio choque con la realidad, la democracia no llegaba, las mujeres no nos hac¨ªan caso, la capital nos era inabarcable y hostil, pero siempre quedaba el refugio de los cines y de las librer¨ªas, donde se disfrutaba simult¨¢neamente, ahora me doy cuenta, de dos de los mejores entusiasmos que uno puede sentir, el de la libertad pol¨ªtica y el de las im¨¢genes y las palabras impresas, que en el fondo puede que sean un entusiasmo ¨²nico.
Ma?anas, tardes enteras perdidas en las librer¨ªas, descubriendo uno tras otro libros que uno deseaba imperiosamente poseer y leer y entre los cuales era preciso siempre resignarse a una selecci¨®n dolorosa, a una interminable deliberaci¨®n con uno mismo, contando el dinero que se llevaba en el bolsillo, haciendo c¨¢lculos sobre las renuncias que se . r¨ªan necesarias para comprar un. libro m¨¢s. En cada nuevo viaje, en cada ciudad reci¨¦n visitada, hay siempre el momento magn¨ªfico y fatal en el que se descubre el escaparate de una librer¨ªa. Mi amigo Manuel Rodr¨ªguez Rivero viaja cada pocos meses a Londres, pero yo creo que apenas mira - la ciudad, porque se pasa los d¨ªas en esa otra ciudad limitada y populosa que son las librer¨ªas de Londres. En Copenhague, en el silencio de una ma?ana nublada, un silencio de, nieve sin nieve, en una calle recta y vac¨ªa, vi en un escaparate los vol¨²menes encuadernados en piel roja de1as memorias del duque de Saint-'Simon, en la edici¨®n de 1908, que tal vez fue la que ley¨® Marcel Proust, y los compr¨¦ con la misma codicia, con la impaciencia con que hab¨ªa comprado muchos a?os atr¨¢s La isla misteriosa. En el invierno lluvioso y t¨¦trico de 1980, vestido con un tres cuartos verde oliva y una gorra de soldado, yo encontraba de vez en cuando refugio contra mis infortunios militares en la librer¨ªa Lagun, de San Sebasti¨¢n, y el aire c¨¢lido y el olor de los libros me curaban transitoriamente de los hedores del cuartel y de la intemperie inh¨®spita del invierno. Unos cuantos nazis impunes han destrozado los escaparates junto a los que me detuve tantas veces y han quemado libros como los que yo miraba entonces y no pod¨ªa comprarme, pero lo que encoge el coraz¨®n no es el fuego, porque al fin y al cabo para eso est¨¢n los nazis, para apedrear escaparates y quemar libros. Lo que hiela la sangre es la aquiescencia social, la negativa del gremio de libreros de Guip¨²zcoa a solidarizarse con la librer¨ªa incendiada. Si estos escrupulosos comerciantes que no quieren meterse en pol¨ªtica leyeran algunos de los libros que venden, alg¨²n tratado sobre Alemania en los a?os treinta, por ejemplo, aprender¨ªan tal vez que ni la m¨¢s callada sumisi¨®n es garant¨ªa de inmunidad para nadie cuando empieza la Noche de los Cristales Rotos.
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