Los libros y la pol¨ªtica
La mitolog¨ªa popular (o varias diversas, pero complementarias) ha convertido simult¨¢neamente a los libros en denostado negocio, bien cultural insustituible, especie protegida en v¨ªas de extinci¨®n y no s¨¦ cu¨¢ntas cosas m¨¢s. Incluso quienes apenas los frecuentan tienen una elevada opini¨®n de los libros, expresada las m¨¢s de las veces como queja paternalista -"?pobres libros, arrinconados por la tele!"-, mientras que en otros casos la reverencia desemboca en furia o prohibici¨®n. Incluso hay quien beatifica a los libros por encima de toda otra realidad cultural o t¨¦cnica, como esos que ensalzan a nuestros reyes para mejor condenar la bajeza de nuestros pol¨ªticos. Ciertos integristas isl¨¢micos se niegan a destruir el menor papel impreso en tanto que posible portador de una sura cor¨¢nica, pero no tienen remilgos a la hora de proscribir como cosa de infieles el 90% de la producci¨®n editorial cosmopolita. Esta mescolanza de actitudes un tanto alucinadas se ha reflejado recientemente en los comentarios sobre dos sucesos pol¨ªticos tan dispares como la clausura judicial de la librer¨ªa pronazi Europa, en Barcelona, y la agresi¨®n vand¨¢lica (?pobres v¨¢ndalos, seguro que fueron gente mucho m¨¢s maja!) contra la librer¨ªa Lagun de San Sebasti¨¢n.Antes de acercarnos a esos casos concretos, dejemos por lo menos tres planteamientos desmitificadores en claro. Primero (y muy obvio): los libros no son monumentos inertes, sagrados de por s¨ª seg¨²n esencia inmutable, sino artefactos viv¨ªsimos de la intenci¨®n humana y, por ende, tan buenos, malos o mediocres como sea esa intenci¨®n misma. Lo mismo que al comprar un disco uno puede llevarse a casa el Carnaval de Schumann o Corrupipi Mix, quien adquiere un libro obtiene por su dinero las reflexiones de Plat¨®n o las de Hitler, las obras de Freud o las del catedr¨¢tico Quintana, inocentes recetas de cocina o las inquietantes elucubraciones er¨®ticas del marqu¨¦s de Sade. El simple gesto de leer es sin duda intelectualmente provechoso, pero no siempre el provecho ser¨¢ el mismo. Segundo (obvio, pero un poco menos): a los libros no se les aprecia o desprecia, no se les detesta, ensalza o persigue m¨¢s que a partir de otros libros. La clave para disfrutar cada libro o para aborrecerlo se encuentra tambi¨¦n en la biblioteca. El califa mand¨® incendiar la de Alejandr¨ªa no por odio a todos los libros, sino por amor a uno de ellos: las obras que coincidieran con ¨¦se eran superfluas, las que disintieran pecaban de impiedad. Pues la barbarie no es carecer de libros, sino cierta forma excluyente y fetichista de relacionarse con algunos de ellos.
Tercero (inadvertido o negado): los libros tienen hoy tanta ascendencia buena y mala sobre los humanos como siempre. Probablemente m¨¢s, porque los medios de comunicaci¨®n audiovisuales multiplican esa influencia. Da lo mismo que se lea m¨¢s o menos, que se vendan m¨¢s o menos libros. El hechizo multitudinario de los libros cruciales nunca ha provenido s¨®lo del n¨²mero de sus lectores efectivos, sino de haber sido asumidos por las personas m¨¢s escuchadas, que se los contaron con encomio a los dem¨¢s. Esos maestros de masas presiden bancos, programan cadenas de televisi¨®n o dise?an planes de estudios, como ayer ocupaban los p¨²lpitos o arengaban a los amotinados en las plazas. As¨ª los libros se abren paso incluso entre quienes no los leen, y s¨®lo otros libros pueden contrarrestarlos. Seg¨²n ha contado la prensa, la librer¨ªa Europa fue cerrada a causa del contenido pronazi y racista de las publicaciones que en ella se vend¨ªan. Se le aplic¨® sin duda una desafortunada legislaci¨®n que se ha extendido por la Comunidad Europea (con la ¨²nica resistencia hasta hace poco de Inglaterra, siempre adelantada en cuesti¨®n de garant¨ªas jur¨ªdicas de la libertad personal) y que convierte en delictivas ciertas doctrinas pol¨ªticas y determinadas interpretaciones hist¨®ricas que muchos consideramos abominablemente err¨®neas. Pero ?acaso los errores, por nefastos que sean a juicio de la mayor¨ªa, pueden convertirse en delitos? ?No es ¨¦ste el peor error de todos, y el m¨¢s nefasto? La cuesti¨®n es peliaguda. Parece probable que ni el m¨¢ximo respeto a la libertad de expresi¨®n pueda autorizar la publicaci¨®n de todo cuanto cabe escribir, del mismo modo que la libertad de c¨¢tedra en una universidad estatal no deber¨ªa amparar sin control alguno el delirio o la incompetencia.
En contra de lo que dijo una vez el portavoz gubernamental Miguel ?ngel Rodr¨ªguez, s¨ª hay palabras que matan o sin las cuales en ocasiones no podr¨ªa matarse. Mi colega Javier Pradera sugiri¨® el ejemplo de dos, bien contundentes: "?Apunten! ?Fuego!". Las incitaciones directas al crimen y a la segregaci¨®n civil por motivos raciales tienen un vigor performativo distinto de la simple expresi¨®n de puntos de vista. No es lo mismo negar la existencia de c¨¢maras de gas nazis o sostener la inferioridad intelectual de los negros que reclamar el exterminio de los unos o la marginaci¨®n educativa de los otros: en el primer caso se trata de disparates, pero en el segundo se inicia una agresi¨®n. Lo que debe estar fuera de la ley no es pensar mal, sino exhortar o instruir para que se haga da?o. Y me refiero a causar perjuicio f¨ªsico o c¨ªvico, no a ofender al vecino con faltas de respeto o indelicadezas arbitrarias, que deben ser respondidas en el mismo tono, pero no prohibidas. M¨¢s vale equivocarse por exceso de libertad que por prontitud represiva: los libros deben combatirse con libros, no con leyes. Las obras prohibidas agigantan su tenebroso encanto en el exilio: cuando se las lee a escondidas parecen m¨¢s fuertes de lo que son. Adem¨¢s, lo que hace falta desarrollar es el esp¨ªritu cr¨ªtico de la gente, no anestesiarla con censuras para que siga con docilidad infantil el camino del bien. Por cierto, ?qui¨¦n decide de una vez por todas y para todos lo que es el bien? Si hoy secuestramos los libros nazis ?veremos confiscar ma?ana los tratados marxistas, los relatos pornogr¨¢ficos, los ensayos que defienden la despenalizaci¨®n de las drogas? Resulta como m¨ªnimo alarmante que el cierre de la librer¨ªa Europa haya sido considerado sin m¨¢s como un triunfo "progresista". Y ahora pasemos al caso Lagun, la entra?able y emblem¨¢tica librer¨ªa que tanto viene significando para los donostiarras menos resignados a aguantar imposiciones, sean franquistas o nacionalistas. Los kalimotxales que la atacan noche tras noche no son enemigos culturales de los libros como con tierno apresuramiento ret¨®rico quisi¨¦ramos suponer. Ellos tambi¨¦n tienen sus libros venerados (o al menos venerados por quienes les dirigen), algunos de los cuales se venden, como no puede ser menos, en la propia Lagun. Tengo delante uno reciente, entusiasta manifiesto del agitprop urbano, cuyo t¨ªtulo les regalo: Tel¨²rica vasca de la liberaci¨®n. Y los hay a¨²n m¨¢s graciosos, desgraciadamente. No, de lo que son enemigos los kalimotxales es de una cultura pol¨ªtica, la de la democracia pluralista, que no se plasma tanto en libros como en instituciones. Si Mar¨ªa Teresa, Ignacio y Rosa regentasen una zapater¨ªa o una farmacia, hubieran sido agredidos igual, como ha pasado en otros casos. Quienes les atacan pretenden amedrentar a sus adversarios ideol¨®gicos, no emborronar libros. Lo cual considero mucho m¨¢s grave porque, como dijo Plat¨®n en el Prot¨¢goras, "los libros no pueden responder ni interrogar". Eso es tarea de los que saben leerlos, elegir entre sus razones y pensar por cuenta propia, cosa que siempre, de un modo u otro, cuenta con ac¨¦rrimos enemigos.
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