El extra?o caso de Giorgio Morandi
Para Gianni CelatiFue un solitario que pas¨® toda su vida rodeado de gente. Lo opuesto a un ermita?o. Fue un hombre que, estando profundamente inserto en la vida cotidiana de su ciudad y de sus vecinos, busc¨®, sin embargo, la pureza de su soledad y la desarroll¨®. Es ¨¦ste un fen¨®meno especialmente italiano. Es lo que puede suceder detr¨¢s de las persianas, detr¨¢s de, los postigos. No es la soledad del bosque o de la cueva, sino la del sol reflej¨¢ndose en un muro perfecto.
Se qued¨® soltero, y su solter¨ªa adopt¨® tambi¨¦n una forma espec¨ªficamente italiana. Esta forma no tiene nada que ver ni con el celibato ni con una opci¨®n sexual determinada. Se trata m¨¢s bien de una probabilidad establecida por las estad¨ªsticas; como si cada ciudad (Bolonia, en este caso) necesitara cierta proporci¨®n de solterones y solteronas. Lo que es espec¨ªficamente italiano es la manera de aceptar esta probabilidad, como si fuera la chocolatina envuelta en papel de plata que se sirve con un caf¨¦ fuerte y amargo.
Se le puso cara de sacrist¨¢n; pero de un sacrist¨¢n para el cual la modesta funci¨®n de tener a su cuidado los preciosos objetos de la sacrist¨ªa era una vocaci¨®n escogida y no algo con lo que se hab¨ªa conformado a falta de mejor ocupaci¨®n. La cara de un sacrist¨¢n viril, carente de toda timidez. Al final de los a?os veinte crey¨® de todo coraz¨®n en el fascismo. Posteriormente crey¨® en la disciplina del arte. Por eso, tal vez, no le molestaba tener que dar clases para vivir. Fue profesor de grabado, y la disciplina ten¨ªa que ser intachable. Hoy es dif¨ªcil imaginar un arte menos pol¨ªtico y m¨¢s intr¨ªnsecamente opuesto al fascismo (por su total oposici¨®n a toda forma de demagogia) que el de Morandi. Supongo que su soledad, su reticencia y sus arraigadas costumbres, unidas a la continua repetici¨®n de los motivos de su pintura (s¨®lo pint¨® tres temas), debieron de convertirlo al final de su vida en un hombre bastante dif¨ªcil, en un cascarrabias terco y desconfiado. Puede ser, sin embargo, que al igual que cada ciudad necesita cierto n¨²mero de ciudadanos solteros, as¨ª tambi¨¦n cada momento del arte necesite tener en alg¨²n lugar una especie de anacoreta gru?on y furiosamente obstinado en su incesante, aunque silenciosa, protesta contra las modas y las simplificaciones. En el arte, la tentaci¨®n de agradar f¨¢cilmente est¨¢ siempre presente; es algo que acompa?a a la maestr¨ªa. La obstinaci¨®n de esos solitarios, que conocen bien el fracaso, es lo que salva al arte. Antes de Morandi, en el siglo XIX, lo fueron C¨¦zanne y Van Gogh; despu¨¦s de ¨¦l, Nicholas de Sta?l o Rothko. Estos pintores, tan diferentes entre s¨ª, tienen, sin embargo, una cosa en com¨²n: la firmeza (y para ellos inexorabilidad) de su intenci¨®n.
Los tres temas de Morandi fueron las flores, unas cuantas botellas y otros objetos sin importancia que guardaba en sus estantes y lo que ve¨ªa fuera, por casualidad, sin realmente buscarlo. El t¨¦rmino "paisaje" sugiere algo demasiado grandilocuente. Los ¨¢rboles y los muros y los pedazos de hierba que escogi¨® como temas de sus cuadros no son otros que aquellos que se encuentra uno mirando sin querer cuando se para en el camino para secarse el sudor de la frente en el calor de la tarde.
En 1925, a los 35 a?os, pint¨® un autorretrato. Todav¨ªa no tiene cara de sacrist¨¢n, pero ya est¨¢ presente en ella la soledad. Est¨¢ sentado solo en un taburete, tal vez escuchando por la ventana abierta (no se ve la ventana) el murmullo que sube desde la plaza, y no dice nada. No dice nada, porque no hay palabras que puedan expresar la intensidad de lo que imagina mientras escucha. Este tipo de silencio es tambi¨¦n muy italiano (Morandi s¨®lo sali¨® de Italia una vez en su vida para un breve viaje a Suiza).
En la mano izquierda tiene un pincel (creo que es importante el hecho de que fuera zurdo, aunque no s¨¦ por qu¨¦). Con la derecha agarra una paleta, en la cual se ven unos pigmentos exactamente de los mismos colores que los que lo rodean a ¨¦l formando el fondo del lienzo. Esta art¨ªstica manera de recordarnos que lo que estamos viendo, incluyendo la imagen del propio pintor, empez¨® por la mezcla de colores, nos dice algo sobre lo que vendr¨¢ despu¨¦s.
Su obra se divide en tres periodos, cuyas diferencias son extremadamente sutiles. Desde la ¨¦poca del autorretrato hasta 1940, pinta para acercarse al objeto que est¨¢ siendo pintado: el camino que pasa bajo los ¨¢rboles, las flores en el jarr¨®n, las estilizadas botellas. Vemos c¨®mo se va acercando cada vez m¨¢s. La proximidad final no tiene nada que ver con el detalle o con la precisi¨®n fotogr¨¢fica. Se trata de la presencia del objeto; casi podemos sentir su temperatura.
En el segundo periodo, entre 1940 y 1950, parece que el pintor se ha quedado quieto y que los objetos (los mismos, adem¨¢s de alguna concha marina de vez en cuando) se acercan al lienzo. ?l espera y ellos llegan. Tal vez, el pintor se esconde a fin de animarlos a venir. En el ¨²ltimo periodo, desde 1951 hasta su muerte, en 1964, los objetos parecen a punto de desaparecer. No es que sean borrosos o distantes, sino que son ingr¨¢vidos, fluctuantes; est¨¢n en la frontera de la existencia.
Si suponemos que estas tres etapas son una progresi¨®n -es decir, que su maestr¨ªa aument¨® con la edad-, hemos de hacernos la siguiente pregunta: ?qu¨¦ es lo que intentaba hacer? La respuesta que se suele dar -que Morandi era el poeta de lo ef¨ªmero- no me convence. La energ¨ªa de su obra no es ni nost¨¢lgica ni ¨ªntima, en el sentido personal del t¨¦rmino. Puede que llevara una vida recluida. Y sus odiosas inclinaciones pol¨ªticas sugieren p¨¢nico. Pero su arte es extra?amente afirmativo. ?Qu¨¦ es lo que afirma?
Los dibujos y los aguafuertes nos susurran una respuesta. Como no hay en ellos ni densidad ni color, no nos distraen los objetos representados. Y nos damos cuenta entonces de que lo que le interesa al artista es el proceso de hacerse visible lo visible, antes de que la cosa vista haya recibido un nombre o adquirido un valor. Y, sorprendidos, nos decimos que la solitaria obra del sacrist¨¢n cascarrabias es una indagaci¨®n sobre los principios, sobre los or¨ªgenes.
Uno tiene que imaginarse el mundo como una hoja de papel y a un creador dibujando, probando con objetos que todav¨ªa no existen. Las huellas no son s¨®lo lo que queda cuando algo ha desaparecido, sino que tambi¨¦n pueden ser las marcas de un proyecto, de algo que va a revelarse. Lo visible empieza con la luz. Y en cuanto hay luz, hay sombra. La mano dibuja sombras en el blanco del papel. Todo dibujo es una sombra en torno a la luz.
Las marcas se entrelazan, vibran, se trocan. Y lentamente el ojo registra y lee el dibujo irrepetible de una rama concreta, cuyas hojas tiemblan frente a un muro concreto iluminado por el sol. En otras palabras, los objetos que pint¨® Morandi no se pueden comprar en una feria. No son objetos. Son lugares (todo tiene su lugar), lugares en donde nacen peque?as cosas.
Cuando el viejo solitario se despertaba por la ma?ana, la luz del d¨ªa ya estaba all¨ª antes de que ¨¦l abriera los ojos y distribuyera las sombras y la claridad en la habitaci¨®n y fuera de ella, en la calle. Todas las ma?anas, antes de abrir los ojos y mirar a nada, la marea de lo visible lo transportaba un peque?o trecho hacia lo presente.
Luego, en su estudio, se val¨ªa d el acto de pintar para volver a encontrar y se?alar esa marea. En su soledad, Morandi no estaba enamorado de la apariencia de las cosas, sino del proyecto de esa apariencia o presencia. Y, de paso, fue el m¨¢s sigiloso de los pintores.
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