?dolos judiciales
Nuestro espacio p¨²blico est¨¢ lleno de ¨ªdolos que, como es propio de los ¨ªdolos, son a la vez sagrados y falsos. Uno de ellos, cuya frecuente apelaci¨®n s¨®lo puede irritar a quienes conserven a¨²n la facultad de irritarse ante lo falso (que no deben ser muchos, porque quienes la tuvieran habr¨¢n muerto desde hace tiempo por sobredosis), es el de que "las decisiones de los jueces son criticables como las de cualquier otro poder". Otro, que en el Olimpo en donde estos ¨ªdolos moran debe ser enemigo del anterior porque ambos son contradictorios, pero que convive alegremente con ¨¦l en muchas cabezas, es el de que los jueces, como protectores de los ciudadanos frente al poder, ocupan un lugar intermedio entre ¨¦ste, (es decir, el Estado) y la sociedad.Ni lo uno, ni lo otro. Las decisiones judiciales no pueden ser criticadas como las de los dem¨¢s poderes del Estado porque el poder de los jueces es muy distinto al de las Cortes o el Gobierno; un parad¨®jico poder, que ni puede actuar por iniciativa propia, sino s¨®lo cuando alguien pide de ¨¦l una decisi¨®n concreta, ni puede resolver seg¨²n su leal saber y entender, movido por consideraciones de conveniencia o de oportunidad, sino limitarse a dar "una respuesta fundada en derecho". Por eso sus decisiones han de ser motivadas y por eso la cr¨ªtica ha de tener en cuenta no s¨®lo el contenido de la decisi¨®n, sino a¨²n m¨¢s el razonamiento jur¨ªdico que conduce a ella; cosas todas que dif¨ªcilmente pueden llevarse a cabo en los peri¨®dicos.
Esa cualidad de ser ¨®rgano del derecho, no un poder libre, es el que hace posible que el juez sea titular de un poder, aunque carezca de legitimidad democr¨¢tica. Pero es efectivamente titular de un poder del Estado, no un palad¨ªn venido no se sabe de d¨®nde, para proteger a los pobres ciudadanos frente a ¨¦l. Titular en concreto del poder m¨¢s terrible y m¨¢s indispensable: del poder de resolver de manera inapelable las discordias entre los ciudadanos, y sobre todo del poder de castigar, de descargar sobre el culpable el peso de la ley, como dice el viejo t¨®pico. El Estado existe para que haya jueces, no para asegurar la prosperidad econ¨®mica de la sociedad, o el cumplimiento de los criterios de Maastricht.
El poder de los jueces es el del derecho; nada menos, pero tampoco nada m¨¢s. De ah¨ª la necesidad de no pedir a los jueces decisiones que no consistan en la aplicaci¨®n del derecho y de que los jueces se autolimiten para no extraer del derecho lo que all¨ª no est¨¢. Y no todo est¨¢; el Estado de derecho no es, naturalmente, un Estado gobernado por los jueces.
De ah¨ª tambi¨¦n las dudas que podr¨ªa suscitar (y que mientras no las disipe, si las disipa, la lectura de la sentencia de nuestro Tribunal Supremo, puede seguir suscitando) la posibilidad de que sean los jueces los encargados de definir qu¨¦ es lo que afecta, y qu¨¦ no, a la seguridad del Estado; una afectaci¨®n que no viene s¨®lo de lo que en unos documentos se diga, sino tambi¨¦n, por ejemplo, del modo en el que se obtuvo la informaci¨®n que ellos recogen. El Estado de derecho tiene muchas exigencias, pero es dudoso que entre ellas se encuentre la de que haya de quedar necesariamente en manos de los jueces la decisi¨®n ¨²ltima sobre cuestiones para las que carecen de la necesaria experticia t¨¦cnica; una carencia que, por la misma naturaleza de la cuesti¨®n, tampoco pueden suplir como en otros casos recurriendo a la asistencia de asesores neutrales. Y sobre cuestiones, adem¨¢s, de cuya soluci¨®n depende la seguridad colectiva, por lo que es indispensable que alguien asuma frente a todos su responsabilidad.
Sin duda ocasionalmente ese traslado de la decisi¨®n a los jueces puede ser pol¨ªticamente ventajoso. En el presente caso es posible que, seg¨²n dicen algunos, contribuya a la pacificaci¨®n del Pa¨ªs Vasco, y los entusiastas de las explicaciones conspiratorias de la vida pol¨ªtica (impregnada generalmente, como se sabe, de la m¨¢s dulce ingenuidad) tal vez piensen que por esa v¨ªa el Gobierno ha encontrado un medio c¨®modo para poner en un aprieto a sus adversarios pol¨ªticos sin mancharse las manos (aunque sea del presente Gobierno y no del anterior, dicho sea de paso, la resoluci¨®n que se anula ?por desviaci¨®n de poder?, ?podr¨¢ nacer de ah¨ª una acci¨®n por encubr¨ªmiento?). Pero, como es obvio, existan o no, a ninguna persona cuerda se le ha ocurrido aducir esas conveniencias pol¨ªticas para justificar el traslado a los jueces de la responsabilidad de decidir qu¨¦ es lo que debe mantenerse secreto y qu¨¦ es lo que debe hacerse p¨²blico; oficialmente p¨²blico, que p¨²blico a secas ya lo era desde hace mucho tiempo. El traslado se justifica como una exigencia ineludible del Estado de derecho, y, por tanto, con el apoyo exclusivo de razones jur¨ªdicas. Vale la pena detenerse un momento en ellas.
Si la informaci¨®n de la prensa no es inexacta, la decisi¨®n de la Sala Tercera del Tribunal Supremo ha dado respuesta a unos recursos en los que se alegaba que la decisi¨®n tomada en el mes de agosto por el Gobierno lesionaba el derecho de unas concretas personas a utilizar todas las pruebas o a que los tribunales tutelasen con efectividad sus derechos. El traslado de la competencia y la decisi¨®n de ordenar la desclasificaci¨®n se justifican en consecuencia como un efecto derivado del valor supremo que en el Estado de derecho se ha de conceder a los derechos fundamentales.
Queda en la nebulosa el de Queda en la nebulosa el derecho de que se trata. Las pruebas que los interesados quieren obtener no son las que estiman "pertinentes para su defensa", las ¨²nicas a las que se refiere la Constituci¨®n, sino pruebas que necesitan o creen necesitar para el ataque, para la acusaci¨®n, para poner en marcha el poder que los jueces tienen de castigar en nombre del Estado. Entre nosotros, a diferencia de lo que sucede, por ejemplo, en Estados Unidos (de ah¨ª, vale la pena recordarlo, el doble juicio de O. J. Simpson), esa facultad no es monopolio del Estado, del ministerio fiscal; la tienen tambi¨¦n las v¨ªctimas y hasta cualquier ciudadano, a trav¨¦s de la acci¨®n popular, de cuyo uso en manos de desaprensivos tenemos ejemplos bien recientes. Es esa peculiaridad de nuestro sistema penal la que hace posible configurar como derecho de los ciudadanos lo que en otros Iugares que frecuentemente se nos ofrecen como ejemplo es prerrogativa del Estado. Los documentos que se desclasifican tendr¨¢n o no valor probatorio, pero tengan el que tengan, y sea cual fuere el grado de responsabilidad de los que a su trav¨¦s resulten incriminados, servir¨¢n como pruebas inculpatorias, no de descargo. No para servir a la libertad de los ciudadanos, sino para armar al Estado. ?No hay en todo ello, m¨¢s que una paradoja, un razonamiento perverso, mediante el que la idea de los derechos fundamentales se utiliza justamente para servir al Estado, no a la sociedad? ?Es seguro que se sirve con ello al Estado de derecho?
Al Estado democr¨¢tico en general, parece dudoso, si es que el Estado necesita del secreto y la democracia exige que los gobernantes respondan del uso que hacen de ¨¦l. Otra cosa es que, m¨¢s all¨¢ de lo requerido por la investigaci¨®n policial de los delitos, el secreto siga siendo necesario en Estados que han perdido ya muchas de las prerrogativas que lo justificaban, pero ¨¦sa es otra historia.
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