Los papeles del Cesid: secreto y clandestinidad
La decisi¨®n de la Sala Tercera del Tribunal Supremo favorable a la desclasificaci¨®n de la mayor parte de los papeles del Cesid tiene, sobre todo, una virtud indudable, Separ¨¢ndose del pobre discurso instrumental del Tribunal de Conflictos, recupera la dimensi¨®n constitucional del grav¨ªsimo problema representado por la existencia y significaci¨®n de aqu¨¦llos. Y de muestra que la intervenci¨®n jurisdiccional en estas cuestiones, cuando resulta obligada por raz¨®n de derecho y sobre todo de derechos lejos de representar un peligro para la seguridad del Estado, contribuye a dar a ¨¦sta su verdadero sentido, que no puede ser el de la patente de corso. No quita al Gobierno nada de lo que en Constituci¨®n y en buena ley le corresponde, pero le enfrenta a la noci¨®n de l¨ªmite, siempre y s¨®lo en el caso concreto y s¨®lo en presencia de graves indicios de transgresi¨®n. Por lo dem¨¢s, hay dos cosas que, a mi juicio, merecen un comentario. La primera, que pueda hablarse, como hace la Sala Tercera, de una "existencia misma del Estado" como "presupuesto l¨®gico del Estado de derecho", pues, de coexistir con ¨¦ste, ser¨ªa desde el no-derecho: ?Estado de facto? La otra es que -recuerda el magistrado Peces Morate en su voto particular- se compadece mal con la plenitud de la jurisdicci¨®n el hecho de que la criminal pueda ver mediatizadas sus actuaciones por otra instancia, aunque fuera tambi¨¦n un orden jurisdiccional. Pero con todo, tras el fallo del Supremo, quiz¨¢ el mayor inter¨¦s lo susciten algunas de las reacciones m¨¢s significativas, que ofrecen buenos motivos para una reflexi¨®n necesaria. El primero es que, del mismo modo que, en su d¨ªa, el Tribunal de Conflictos, para resolver como lo hizo, tuvo que prescindir, abiertamente de la consideraci¨®n del rango de los verdaderos intereses en juego, los cr¨ªticos de lo dispuesto por la Sala Tercera ahora tienen que situar su discurso fuera del marco constitucional de referencias, en el que el manido recurso al (ab)uso t¨®pico de la seguridad del Estado carece de toda viabilidad como argumento. La discrepancia de una decisi¨®n judicial fundada en valores s¨®lidos inobjetables, del m¨¢s alto rango normativo, ha debido buscar apoyo en razones pragm¨¢ticas trufadas de elocuentes sobreentendidos, cuya aceptaci¨®n implica la adhesi¨®n a cierto dogma ante el que habr¨ªan de cancelarse todas las preguntas. Precisamente ahora, cuando ¨¦stas no pueden sino quemar en los labios de cualquier ciudadano sensible, a la vista de lo que se va descubriendo de ese, al parecer, enorme universo sumergido que ha girado y gira bajo la ense?a del secreto de Estado.La exaltaci¨®n del secreto de Estado como valor en s¨ª -pues de eso se trata- expresa una suerte de fundamentalismo, sacerdotalmente administrado, como corresponde, que demanda de la ciudadan¨ªa actitudes poco compatibles con el dise?o constitucional de un Estado que no puede albergar ¨ªdolos ni cubrir sus pr¨¢cticas con criterios aprior¨ªsticos de legitimaci¨®n. Del mismo modo que tampoco puede encontrar amparo en sofismas del tenor del que acompa?a a la manera m¨¢s usual de entender el secreto, que contrapone derecho y democracia. Como si aqu¨¦l, el secreto, pudiera campar en un hipot¨¦tico territorio de esta ¨²ltima exento y 41 margen- de la mediaci¨®n jur¨ªdica (la constitucional, incluida) y, sin embargo, democr¨¢tico. Ocurre, sin embargo, que en el Estado constitucional no existen espacios vac¨ªos de derecho y que esa clase de secreto implica, inevitablemente, una derogaci¨®n tanto de las reglas de la democracia pol¨ªtica como de las superiores del orden jur¨ªdico, que, adem¨¢s, no se olvide, desde, la Constituci¨®n a la ¨²ltima ley es la expresi¨®n m¨¢s genuidad de la soberan¨ªa popular. El secreto de Estado genera siempre Estado secreto, es decir, poder tendencialmente absoluto y en r¨¦gimen de alto riesgo de desviaciones. Como, por otra parte, ha quedado ya bien demostrado en vicisitudes que no son s¨®lo hist¨®ricas, sino muy pr¨®ximas, Producidas, incluso, en situaciones d¨¦ las que se califican de regularmente democr¨¢ticas, cuando no de democracia avanzada.
Pero ?Y la autonom¨ªa de la pol¨ªtica? Aqu¨ª podr¨ªa acu?arse una m¨¢xima de experiencia: dime cu¨¢ndo -y contra qui¨¦n- se reclama y te dir¨¦ de qu¨¦ clase de autonom¨ªa se trata. Porque nada tan obvio, en la experiencia propia y en la ajena, como que aqu¨¦lla s¨®lo se pone en cuesti¨®n en contad¨ªsimas situaciones l¨ªmite y siempre en presencia de acciones criminales que ya hab¨ªan irrumpido en el orden constitucional de principios y en la legalidad "como un elefante en una cacharrer¨ªa". De ah¨ª la gratuidad de algunas defensas, a veces casi infantiles, del acto pol¨ªtico en supuestos en los que ni sena cuestionable ni ha sido cuestionado. Excepto, quiz¨¢ en el nombre, en lo que tiene de evocaci¨®n de un modo de operar pol¨ªticamente en r¨¦gimen de desregulaci¨®n efectiva, hoy inaceptable a tenor del vigente marco jur¨ªdico interno e internacional.
As¨ª las cosas, dado un contexto en el que aparece inadmisible cualquier, pretensi¨®n de ejercicio de un poder legibus solutus, es claro que tambi¨¦n resulta perfectamente concebible la existencia de algunas formas de actividad estatal dotadas de cierto grado de reserva. Pero nunca del g¨¦nero de la que ha hecho y hace posibles fen¨®menos de degradaci¨®n como los odiosos de los que se tiene cumplida noticia. Noticia tanta y tan rica que clamar contra la existencia de formas de poder de ese grado de negatividad, lejos de expresar una actitud idealizante o ingenua, acredita un bien fundado realismo (realismo del bueno). Porque el (ab)uso t¨®pico del secreto en la experiencia estatal comparada (la cara -deliberadamente- oculta, de un derecho comparado que, a veces, con tanto sentido de la oportunidad se cultiva) se ha acreditado como un factor crimin¨®geno de primera magnitud. Al extremo de que -y m¨¢s de tenerse en cuenta el presumible volumen de la cifra oscura en la materia- son muchas las situaciones en las que, en la pr¨¢ctica, ser¨ªa dif¨ªcil identificar los l¨ªmites entre la fisiolog¨ªa y la patolog¨ªa del sistema en punto tan emblem¨¢tico.
Se ha argumentado estos d¨ªas -en lenguaje propio de la profec¨ªa con voluntad de auto-confirmaci¨®n- que la apertura de una v¨ªa a la exigencia de responsabilidades por los actos eventualmente criminales reali zados en r¨¦gimen de secreto de Estado (que hasta la fecha es lo ¨²nico de que se trata) empujar¨ªa a la clandestinidad las pol¨ªticas de seguridad. Ocurre, sin embargo, que juzgando por lo que sabemos -que en esto, obviamente, nunca es mucho-, ¨¦se no es el futuro a temer, sino buena, parte del pasado, y del presente ya conocido, a superar. Porque lo cierto es que el verdadero problema radica en que la comprobada masiva inefectividad de las reglas y los dispositivos pol¨ªticos de garant¨ªa previstos para los actos secretos del Ejecutivo ha servido para convertirlos en aut¨¦nticamente clandestinos. Y esto, en ocasiones bien significativas, tanto por raz¨®n de la materia, es decir, de la calidad moral y jur¨ªdica de las acciones, como por la forma: v¨ªas de puro hecho, e incluso de desecho. Por eso, no es correcto presentar aquella eventualidad como un peligro futuro a conjurar y ?precisamente! atenuando los escasos controles; pues si algo urge es evitar que ese riesgo, alto y cierto, pueda seguir materializ¨¢ndose en actos.
De ah¨ª, tambi¨¦n, lo falaz del intento de desplazar la atenci¨®n p¨²blica sobre la actuaci¨®n judicial, presentada como supuesta invasi¨®n de un terreno ajeno. Cuando lo sucedido es justo todo lo contrario: la extralimitaci¨®n en la ilegalidad de poderes y agentes p¨²blicos, que se deben necesariamente al derecho como la m¨¢s genuina expresi¨®n de la pol¨ªtica democr¨¢tica, y al respeto de los valores esenciales para la convivencia civil. Pues, no cabe duda, si los encargados de hacer valer en primera instancia, desde la pol¨ªtica, ese derecho y esos valores hubieran cumplido con el deber constitucional de preservarlos en su terreno, los jueces -que es lo deseable- tendr¨ªan poco o nada que hacer en estos asuntos.
As¨ª pues, si hay alguna conclusi¨®n que extraer a estas alturas, es que en la ra¨ªz de acciones del C¨®digo Penal como las que parece, guardan estrecha relaci¨®n con esa lamentable clase de "papeles" est¨¢ tambi¨¦n una vieja garant¨ªa de impunidad de facto y casi de derecho que tiene forzosamente que desaparecer.
Perfecto Andr¨¦s Ib¨¢?ez es magistrado.
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