Am¨¦rico Castro, 25 a?os despu¨¦s
Una de las m¨¢s contundentes obviedades que han salido jam¨¢s de la pluma de alguien consagrado al pensamiento es la que, con motivo del proceso contra Miguel Servet, escribi¨® Castellion contra Calvino. "Matar a un hombre", dijo, "no es defender una idea; es matar a un hombre". Si esta implacable evidencia hubiera guiado la actuaci¨®n de tantos caudillos y otros hacedores menores de la historia, es probable que la humanidad se hubiera ahorrado buen n¨²mero de sus dolores y tragedias. Sin embargo, la rigurosa aplicaci¨®n de esta m¨¢xima de Castellion, de esta inexcusable exigencia moral, ha tropezado no s¨®lo con la obcecaci¨®n de quienes se quieren due?os de una verdad absoluta, sino tambi¨¦n con otro obst¨¢culo de no f¨¢cil remedio. Y es que las ideas que llevan a infligir padecimientos no siempre se presentan ni reconocen como ideas. Antes al contrario, lo que mejor las caracteriza es que se quieren descripci¨®n neutra de la realidad, simple enunciaci¨®n de hechos rotundos. Son ideas que distorsionan y hasta suplantan las evidencias m¨¢s palmarias, sepult¨¢ndolas bajo la espesa opacidad del mito.Espa?a ha constituido uno de los casos m¨¢s flagrantes donde, en efecto, el mito no ha dejado nunca de turbar la convivencia. Desde la expulsi¨®n de jud¨ªos y moriscos hasta los ¨²ltimos asesinatos terroristas, pasando por enfrentamientos civiles y destierros, la vulnerabilidad de nuestro pa¨ªs a los efectos de las quimeras colectivas aconsejar¨ªa tal vez prestar mayor atenci¨®n a los intelectuales que alzan su voz no para engrosar unas filas u otras, sino para se?alar las ra¨ªces del mal. Hoy, exactamente hoy, se cumplen veinticinco a?os de la muerte de Am¨¦rico Castro, y la sensaci¨®n de quien se acerque a su obra es que sus preocupaciones de entonces siguen siendo nuestras preocupaciones de ahora. Su labor desborda, en este sentido, el ¨¢mbito cient¨ªfico o acad¨¦mico de la historia, y enlaza con una actitud de hacer de Espa?a un espacio habitable para todos, compartida por nuestros mejores artistas, escritores y pol¨ªticos desde la edad que ¨¦l mismo calific¨® de conflictiva. Es desde esta perspectiva amplia y no desde la erudici¨®n menuda -a la que no obstante Castro contribuy¨® tambi¨¦n con decisivas aportaciones- desde donde hay que enjuiciar El pensamiento de Cervantes, La realidad hist¨®rica de Espa?a, Espa?ol, palabra extranjera o ese l¨²cido y conmovedor volumen p¨®stumo, recientemente publicado, con sus cartas a Juan Goytisolo.
Cuando Am¨¦rico Castro emprende en ellos la revisi¨®n del pasado peninsular y cuestiona la supuesta esencia milenaria de nuestra cultura, lo que est¨¢ denunciando sobre todo es una idea que no se tiene entonces por idea, y es la pervivencia inmemorial y refractaria de lo espa?ol, la pureza ¨¦tnica de la naci¨®n. Castro siente que los perfiles de la guerra civil recuerdan con inquietante precisi¨®n los dramas de 1492 y 1609, como si la imagen de los republicanos cruzando derrotados la frontera no fuera sino una reedici¨®n del estremecedor cuadro de Vel¨¢zquez sobre la expulsi¨®n de los moriscos, hoy s¨®lo conocido a trav¨¦s de apuntes al carb¨®n. La formidable intuici¨®n hist¨®rica de Am¨¦rico Castro se dirigir¨¢ entonces a demostrar que lo que los espa?oles han tenido tantas veces por hechos de su pasado no son tales, sino mitos o espejismos que disimulan su condici¨®n de ideas, con el resultado de eludir la obviedad de que matar a un hombre es s¨®lo matar a un hombre. Decir as¨ª que S¨¦neca o Trajano son espa?oles no pasar¨ªa de ser un trivial anacronismo si, como demuestra Castro, ello no llevara inevitablemente a concluir que jud¨ªos y musulmanes no lo son. Como tampoco lo ser¨¢n despu¨¦s ilustrados, liberales, republicanos y, en definitiva, todos los que no encajen en la supuesta esencia milenaria de lo espa?ol.
La corriente de aire fresco que introducen los juicios de Am¨¦rico Castro en el ¨¢mbito de la historiograf¨ªa alcanzar¨¢ tambi¨¦n a la lectura e interpretaci¨®n de nuestros cl¨¢sicos. Haci¨¦ndose eco de una idea del romanticismo alem¨¢n, la generaci¨®n del 98 hab¨ªa buscado las caracter¨ªsticas del alma espa?ola en las obras literarias de mayor m¨¦rito, y el resultado no fue otro que una desnaturalizaci¨®n sin precedentes de la literatura del Siglo de Oro. Como repetir¨ªa insistentemente Castro, la idea de que un ingenio lego como Cervantes hab¨ªa creado no dos personajes, sino una encarnaci¨®n dual de las virtudes y defectos de los espa?oles, era resultado de un prejuicio en la interpretaci¨®n m¨¢s que de una cr¨ªtica atenta. Para ¨¦l, Cervantes participaba plenamente de las preocupaciones pol¨ªticas y religiosas de su ¨¦poca, era consciente de que sus ficciones bordeaban los l¨ªmites de lo permitido, ironizaba sobre el orden cristiano que cuajaba entonces. Es decir, Cervantes estaba lejos de imaginar que, andando el tiempo, su hidalgo enloquecido pudiera acabar consider¨¢ndose pariente espiritual de san Ignacio de Loyola, como dejaran escrito Maeztu o Unamuno. Lejos de suponer que su obra servir¨ªa para afianzar el mismo mito que pon¨ªa en entredicho.
La suerte que ha corrido la labor de Am¨¦rico Castro desde aquel 25 de julio de 1972, resulta desigual. En Espa?a, y salvo excepciones, lo que m¨¢s ha parecido prosperar ha sido la an¨¦cdota, la constataci¨®n sin consecuencias de que muchos de nuestros creadores m¨¢s originales eran conversos o descendientes de conversos. Lo fundamental, en cambio, no acaba de salir de la penumbra, como si, apagados los ecos de su pol¨¦mica con S¨¢nchez Albornoz, se hubiera perdido de vista que el prop¨®sito de Am¨¦rico Castro no se limitaba a restablecer el papel de jud¨ªos y musulmanes. Como si, para su m¨¢s hondo pesar, no se hubiera comprendido que la intenci¨®n que lo animaba, el motivo ¨²ltimo de cuanto escribi¨® hasta el fin mismo de sus d¨ªas, s¨®lo consisti¨® en desmentir una forma de relatar el pasado -unas ideas que no se presentaban ni reconoc¨ªan como ideas- por las consecuencias que acarreaba para el presente.
En su denodada lucha contra Calvino, Castellion advirti¨® que quien causa da?o a otro, quien atenta contra su dignidad, su honor y no digamos su vida, sufre a continuaci¨®n la m¨¢s severa de las condenas, que es la de estar obligado a tener raz¨®n. En la Espa?a de estos ¨²ltimos a?os ha llegado a ser tan cotidiana la descalificaci¨®n, el trueno real o fabulado desde cualquier tribuna, que cada vez parecen m¨¢s los condenados a tener raz¨®n, los uncidos al potro de sus propias palabras desmedidas. Los obligados, en suma, a hacer que la idea no se presente ni reconozca como idea. Veinticinco a?os despu¨¦s de su muerte, es ah¨ª, precisamente ah¨ª y no en la an¨¦cdota o la erudici¨®n menuda, donde la obra de Am¨¦rico Castro vuelve a demostrar su actualidad y su vigencia.
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