La vida bajo el c¨®digo talib¨¢n
La capital de Afganist¨¢n soporta una interpretaci¨®n implacable del Cor¨¢n
Kabul vive desde hace nueve meses bajo la imposici¨®n de un estricto c¨®digo isl¨¢mico que afecta a todas las actividades de la vida. Los talib¨¢n son los nuevos becerros de oro, temidos pero tambi¨¦n respetados porque han tra¨ªdo bajo el brazo "seguridad, paz y disciplina". Muchos habitantes de Kabul los ven como un mal menor despu¨¦s de 20 a?os de vaivenes pol¨ªticos y militares. Hasta su llegada "cada comandante era la ley, cada metralleta un Gobierno", dice un vecino de la capital.Por primera vez, un grupo militar va camino de reunificar un pa¨ªs destruido por innumerables luchas. Su bautismo de fuego se produjo hace menos de tres a?os. En pocas semanas ocuparon la ciudad de Kandahar, desarmaron a los distintos grupos tribales e impusieron la ley isl¨¢mica en su versi¨®n m¨¢s estricta.
Desde entonces han avanzado como la p¨®lvora, benefici¨¢ndose del tradicional transfuguismo de los afganos y convirti¨¦ndose en la fuerza militar m¨¢s cohesionada desde el punto de vista tribal. Hoy dominan no menos del 80% del pa¨ªs. Sin ellos, no hay futuro; con ellos, quiz¨¢ tampoco.
Han conseguido reducir al m¨ªnimo el n¨²mero de posibles invitados a una futura mesa de negociaciones con una triple t¨¢ctica para convencer al enemigo: primero mandan a sus te¨®logos a explicar las maravillas de su interpretaci¨®n del Cor¨¢n. De no resultar, utilizan el soborno de los comandantes para evitar combatir. La tercera v¨ªa, la de bombardear sistem¨¢ticamente, la usan cuando no queda m¨¢s remedio.
Los talib¨¢n que vigilan la plaza principal de Kabul son extranjeros en la capital. Observan con ojos como lupas todo lo que no entienden. Desde muy cerca, su riera apariencia se desinfla. Si se les mira a los ojos, incluso enrojecen. Son muy j¨®venes, entre 18 y 23 a?os, envejecidos por populosas barbas y largos turbantes negros, blancos o grises cuyos extremos flotan sobre sus espaldas. Tienen los ojos embadurnados de kohl, su particular pintura de guerra.
Para los expertos, este movimiento que oculta su verdadera fachada en un permanente misterio tiene como fin primordial devolver a los past¨²n, la etnia mayoritaria de Afganist¨¢n, su dominaci¨®n secular perdida en la guerra contra los sovi¨¦ticos durante la d¨¦cada pasada.
Pakist¨¢n y Arabia Saud¨ª son sus principales protectores. Con el sost¨¦n econ¨®mico y militar a los talib¨¢n intentan controlar rutas comerciales por donde pasar¨¢n gasoductos y otras materias primas desde las rep¨²blicas ex asi¨¢ticas de la antigua URSS en detrimento de Ir¨¢n, Rusia e India, pa¨ªses de la regi¨®n que tutelan otros grupos militares de Afganist¨¢n.
A la hoy debilitada Rusia le est¨¢ pasando en Afganist¨¢n lo mismo que a Francia en ?frica: est¨¢ pagando sus errores del pasado con la p¨¦rdida de influencia. Y, por supuesto, esto s¨®lo beneficia a EE UU, otro de los pa¨ªses que apoya a los talib¨¢n y que mueven, a escondidas pero sin escr¨²pulos, los hilos del particular teatro de marionetas afgano.
Las fotograf¨ªas de hace nueve meses muestran un ambiente aldeano, una geograf¨ªa callejera repleta de bicicletas y carretas de mulos. Los hombres llevan el pakol, tradicional gorro que hizo famoso Ahmed Sha Masud, el verdadero hombre fuerte del antiguo Gobierno hoy refugiado en el valle del Panshir, a 120 kil¨®metros al noroeste de Kabul, donde posiblemente se librar¨¢ la ¨²ltima gran batalla de los talib¨¢n por el control total del pa¨ªs.
Las fotos de hoy en d¨ªa, si no estuvieran prohibidas, mostrar¨ªan a un pueblo de barbudos cuyas cabezas est¨¢n enturbantadas y mujeres obligadas a ir acompa?adas por un familiar masculino y estrictamente cubiertas por el burka. Han sido convertidas en sombras furtivas que transitan por las calles como si fueran fantasmas.
Salvo para los talib¨¢n, est¨¢ prohibida la reuni¨®n de m¨¢s de cinco personas. Los milicianos del nuevo orden moral inspeccionan las calles a bordo de potentes coches todoterreno japoneses donde ondean banderas blancas y muestran con altivez material anticarro y radiantes fusiles de asalto Kal¨¢shriikov. "Dios, honor y propiedad" es la triada b¨¢sica de estos soldados-monjes.
Su filosof¨ªa es muy elemental: "El Cor¨¢n, s¨®lo el Cor¨¢n y nada m¨¢s que el Cor¨¢n". Sus militantes entraron en las madrazas (escuelas cor¨¢nicas) del norte de Pakist¨¢n a principios de la d¨¦cada, huyendo del hambre y del fr¨ªo expulsados de su pa¨ªs por una invasi¨®n absurda de la segunda potencia de la ¨¦poca, la URSS. No saben c¨®mo es un pa¨ªs sin guerra. Han crecido aislados del mundo, moldeados por estrategas del totalitarismo para s¨®lo responder a la voz de los jefes de su movimiento. Con 12 a?os, estudian el Cor¨¢n en voz alta; con 18, desean luchar en primera l¨ªnea; con 20 est¨¢n muertos, han quedado mutilados o desean seguir jugando a la guerra. Nuevas generaciones de j¨®venes talib¨¢n (que literalmente significa estudiantes) se preparan en las madrazas para sustituirles en el futuro.
Los talib¨¢n entraron en Kabul un viernes, el d¨ªa festivo para los musulmanes, de hace nueve meses. Quiz¨¢ por ello, las arengas religiosas se apoderaron de las calles. La indumentaria occidental, los rostros rasurados, el maquillaje, la m¨²sica, el ajedrez, el cine, la televisi¨®n y los juegos de azar fueron prohibidos.
El acto m¨¢s destacado fue asaltar la sede de la ONU. Los funcionarios del organismo internacional hab¨ªan huido olvidando a un privilegiado hu¨¦sped de los ¨²ltimos cuatro a?os: el antiguo presidente Mohamed Najibul¨¢, el hombre fuerte de Mosc¨² en Afganist¨¢n hasta la muerte cl¨ªnica de la antigua URSS. Los talib¨¢n no se anduvieron con chiquitas: lo fusilaron, lo ataron a un coche, lo arrastraron por algunas calles y lo colgaron de una farola. Los mismos asesinos se abrazaban jubilosos ante su cad¨¢ver. La farola es hoy lugar de culto para los talib¨¢n reci¨¦n llegados a la capital.
La poblaci¨®n no aplaudi¨® pero tampoco se quej¨®. Extenuados por cuatro a?os de continuos bombardeos que han convertido Kabul en la ciudad m¨¢s destruida del mundo, acept¨® al nuevo Gobierno. Algunas decenas de miles de personas huyeron, pero la mayor¨ªa permaneci¨® en sus destruidos hogares. Tampoco ten¨ªan otra opci¨®n.
"El afgano es integrista por tradici¨®n. Por eso no se opone a la aplicaci¨®n de la sharia [ley isl¨¢mica]", dice un hombre cultivado de Kabul, cuyas ideas no concuerdan con las de los talib¨¢n, pero cuyo instinto de supervivencia le obliga a comprender las imposiciones de estos nuevos iluminados de fin de siglo.
Las mujeres fueron expulsadas de sus trabajos y de las universidades, las ni?as de las escuelas, todas obligadas a encerrarse en sus hogares. En muchos casos, esta decisi¨®n ha sido dram¨¢tica, ya que muchas mujeres eran el ¨²nico sost¨¦n financiero de numerosas familias cuyos hombres murieron durante la guerra contra las tropas sovi¨¦ticas (19791989) y en las diferentes etapas de la guerra civil que prendi¨® tras la salida del ¨²ltimo soldado ruso.
El pasado mes de febrero se reinici¨® el curso universitario: ni una sola de las 3.000 estudiantes (40% del total) se atrevi¨® a aparecer y contravenir as¨ª la orden de los talib¨¢n. Hoy s¨®lo est¨¢n autorizadas a trabajar en el sector sanitario. Las enfermeras y las doctoras ejercen sus labores con un chador que les cubre parcialmente la cara. Si necesitan atravesar una sala donde hay hombres, est¨¢n obligadas a colocarse el burka, esa especie de t¨²nica que cubre de la cabeza a los pies con un calado a la altura de los ojos. Polic¨ªas talib¨¢n rondan los hospitales en busca de posibles infractoras. Y suelen azotar sin contemplaciones.
En los parques ning¨²n ni?o levanta ya cometas, tambi¨¦n prohibidas; ning¨²n hombre juega al ajedrez; ninguna mujer se descubre... La delaci¨®n se ha convertido en parte inequ¨ªvoca de la vida cotidiana. Nada es m¨¢s tr¨¢gico que el sometimiento a la represi¨®n pol¨ªtico-religiosa. Pero, ?qui¨¦n se atreve a enfrentarse a quienes basan su poder en la brutalidad?
Aislados del mundo, encerrados en una urna fan¨¢tico-religiosa de consecuencias imprevisibles, los talib¨¢n contin¨²an su cruzada homogeneizadora y totalitaria en un pa¨ªs sin pasi¨®n ni compasi¨®n. En un pa¨ªs inexistente. Las ruinas de Kabul producen una melancol¨ªa silenciosa.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.