El novelista Ray Loriga inicia un prometedor pero torpe viaje en el relato cinematogr¨¢fico
Wolfgang Becker se adentra con solvencia en las mutaciones que vive Berl¨ªn
El alem¨¢n Wolfgang Becker realiz¨® su primer largometraje, La vida en obras, a los 43 a?os, y tras un largo aprendizaje del oficio de filmar. Se nota, en la solidez de su indagaci¨®n visual dentro de las mutaciones, que ahora mismo est¨¢ viviendo Berl¨ªn, que emprende esta aventura con las espaldas a cubierto y sus herramientas de trabajo bien engrasadas. No es el caso del novelista espa?ol Ray Loriga, que, en La pistola de mi hermano, maneja una materia narrativa viva y rica, que est¨¢ pidiendo pantalla, pero que llega a ella con mucha torpeza, pues su escritor y director se ha precipitado en un temerario viaje, desde el lenguaje literario al cinematogr¨¢fico, sin dominar las articulaciones de este ¨²ltimo.
Hay un singular y poco conocido rinc¨®n de la historia del cine en el que se confrontan el derecho y el rev¨¦s de la pasi¨®n de algunos (no muchos) literatos por convertirse de la noche a la ma?ana en cineastas. No se trata de escritores de pel¨ªculas, cuyo desdoblamiento en directores de ellas es frecuente y de gran fertilidad, como lo enuncian una serie de nombres de este calado: John Ford, John Huston, Preston Sturges, Billy Wilder y Joseph Mankiewicz, entre otros muchos cl¨¢sicos; y con ecos m¨¢s cercanos Ettore Scola, Paul Schrader, Agust¨ªn D¨ªaz Yanes, Howard Franklin y Steven Zaillian, entre decenas.Se trata de otra cosa: de la conversi¨®n s¨²bita -sin un laborioso aprendizaje previo de la din¨¢mica de las articulaciones del lenguaje esc¨¦nico y, m¨¢s grave a¨²n, cinematogr¨¢fico- de un literato en cineasta, conversi¨®n que ejemplifican los rar¨ªsimos, por no decir ¨²nicos, casos de Pier Paolo Pasolini, que un d¨ªa confes¨® que comenz¨® a dirigir su primera pel¨ªcula sin tan siquiera saber distinguir las consecuencias estil¨ªsticas de rodar una toma con un objetivo angular o con uno de 35 mil¨ªmetros; y de Andr¨¦ Malraux, que asumi¨® la direcci¨®n de La esperanza -una pel¨ªcula genial- sin preparaci¨®n profesional alguna, urgido por la necesidad de contribuir del modo que fuese a la victoria del lado libre en la guerra civil espa?ola.
Batacazos
La norma, por debajo de esas dos casi milagrosas excepciones, la representan los batacazos que literatos tan sonoros como VIad¨ªmir Maiakovski, Norman Mailer, Peter Handke, Alain Robbe-Grillet y, hace s¨®lo unos meses, Bernard Henry Levy, entre otros, se dieron cuando se embarcaron en la temeraria pirueta sobre el vac¨ªo de intentar (sin una previa mutaci¨®n de las leyes de su oficio) trasladar a una pantalla lo que eran expertos en componer con una pluma sobre un folio en blanco. El joven literato espa?ol Ray Loriga pertenece desde ayer a este segundo grupo, pese a los destellos de fuerza dram¨¢tica y visual que en ocasiones imprime en algunos momentos de La pistola de mi hermano, destellos que ponen de manifiesto que, si se empuja con constancia a s¨ª mismo en una b¨²squeda personal de los entresijos del lenguaje del cine, es posible que pueda llegar alg¨²n d¨ªa a poseerlos y dominarlos.Pero hoy por hoy Loriga no es due?o del complejo y resbaladizo subsuelo de las formas cinematogr¨¢ficas de construcci¨®n narrativa, por lo que aquello que emerge de este subsuelo a las evidencias del celuloide que filma es casi en su totalidad amorfo y s¨®lo est¨¢ verdaderamente formalizado en escasas r¨¢fagas que no crean continuidad. Un ejemplo: en las tres escenas vertebradas por dos curtidos y magn¨ªficos actores -el vasco Karra Elejalde y el argentino Viggo Mortensen- el poder de secuestro del relato sube vertiginosamente. ?Qu¨¦ ocurre? Que no hay interrelaci¨®n de int¨¦rpretes, choques de rostros sobre tiempos y espacios elaborados.
No consigue Loriga poner en marcha ritmos medianamente convincentes por debajo de sus superficiales encadenamientos. Cuenta o m¨¢s bien ilustra su (literariamente) intenso relato a trav¨¦s de tomas imprecisamente medidas y pegadas o engarzadas mec¨¢nicamente, no org¨¢nica o secuencialmente, de modo que los personajes flotan aislados y err¨¢ticos por la pantalla, se pisan, unos a otros las r¨¦plicas y no abren campos esc¨¦nicos con sus miradas, mientras las m¨²sicas y los silencios no son incorporados al transcurso de la imagen, sino que quedan adheridos a ¨¦l en forma de subrayados, que no logran trazar un itinerario emocional en el espectador.
Pero en medio de este desconcierto de balbuceos brotan inesperados signos de esperanza en el futuro de Loriga como cineasta. Hablo de rasgos del desgarro suicida del muchacho protagonista y su chica; y hablo de algo que se sale de la secuencia y flota entre ella y quienes la intentamos hacer nuestra: que, aunque Loriga no sabe todav¨ªa representarlo (cosa que puede aprender), posee un don indefinible y que no se aprende: algo intransferible, que representar, aunque todav¨ªa no sepa c¨®mo hacerlo.
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