Virtuamables
MARUJA TORRES
Tengo una interlocutora que me recomienda qu¨¦ hacer cada vez que meto la gamba con el Internet. Nunca la he visto. Hablamos por tel¨¦fono. Conozco su nombre de pila, pero no s¨¦ si realmente se llama as¨ª. Un d¨ªa le ped¨ª que se describiera. Al cabo de unos segundos de recelosa mudez me dijo que era corriente. Ni alta ni baja, ni gorda ni flaca, ni rubia ni morena. ?Ni joven ni vieja?, a?ad¨ª. Ah¨ª concret¨®. Era joven. Lo bastante como para no entender mi ansia de adivinar su aspecto. Era joven, dijo. Pertenece, conclu¨ª, a una generaci¨®n laboralmente tan explotada y diluida que no concibe la necesidad de relacionarse profesionalmente de otra manera que no sea por tel¨¦fono. No me cont¨® c¨®mo es su lugar de trabajo, si tiene cuadros o calendarios colgados en la pared. No le parece un tema interesante.Me ha ense?ado a conectarme bien con otros cuya corporeidad tambi¨¦n ignoro. A la larga, me he acostumbrado a sus instrucciones precisas, que obedezco como si la tratara en persona. No me queda m¨¢s remedio. Soy sujeto pasivo de su eficacia oral. Si un mal d¨ªa decidiera abandonarme, tras comunicarme que el servidor de Internet para el que trabaja se ha fugado a Suiza con la pasta de todos los colgados de la red, una parte importante de mi confianza me abandonar¨ªa, pues ya me he convertido en una abyecta virtual. Me quedar¨ªa sonada. Ahora bien, le he prohibido que se comporte con amabilidad. Odio a la dependienta o al camarero que te desean un buen d¨ªa sin mirarte -un invento gringo que se extiende peligrosamente a nosotros: el lenguaje pol¨ªticamente correcto del vendedor, ¨²nica relaci¨®n social sancionada como impecable-, y la est¨²pida costumbre de agradecer nuestra inevitable sumisi¨®n: "Gracias por elegirnos a nosotros".
Cuanto m¨¢s nos lo dicen, menos podemos elegir.
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