Repasando los cuadernos de Aza?a
(Una reflexi¨®n tard¨ªa, in¨²til y quiz¨¢ inoportuna sobre m¨ª mismo)Al repasar aquellos diarios de Aza?a que durante la guerra civil fueron robados y deturpados por sus enemigos, el recuerdo del episodio que en su d¨ªa viv¨ª muy de cerca me ha llevado a volver ahora sobre m¨ª mismo en aquel tiempo, y a reflexionar sobre mi peculiar relaci¨®n con la actividad pol¨ªtica.
Fui profesor de ciencia pol¨ªtica, observ¨¦, estudi¨¦ y padec¨ª la pol¨ªtica desde siempre; pero es lo cierto que si alguna vez me hubiera pasado por las mientes la tentaci¨®n de apostar en alguna de esas tablas de juego a las que me asomaba en calidad de mir¨®n sin esperar recibir coima ni barato, o de arriesgar alguna m¨ªnima postura en semejante tinglado, pronto, de inmediato, descubrir¨ªa mi innata incapacidad para participar en una clase de maniobras que, por lo dem¨¢s, eran objeto, no s¨®lo de mi atenci¨®n profesoral, sino tambi¨¦n de mi intelectual curiosidad y hasta, a veces, de cierta emocional participaci¨®n. (A lo largo de mis a?os, me he abstenido siempre, en verdad, de participar no s¨®lo en el juego pol¨ªtico, sino en toda clase de juegos, los de azar, donde la apuesta es pasiva y todo queda fiado a la mera suerte, tanto como aquellos cuyo resultado depende mayormente de la inteligencia y habilidad del jugador, consciente como estoy de que son bien escasas las m¨ªas. De tales limitaciones me consol¨® hace poco el saber que un ordenador derrotaba al hasta entonces invencible campe¨®n mundial de ajedrez. El ajedrez es juego sometido a reglas f¨¦rreas, frente a las que ha de claudicar cualquier fallo de la retentiva, cualquier desmayo de la atenci¨®n, cualquier error del c¨¢lculo, debilidades humanas de las que una m¨¢quina regida por el puro rigor matem¨¢tico est¨¢ exenta).
En el juego de la pol¨ªtica -para volver al tema concreto de mis relaciones con ella- entra desde luego por mucho el raciocinio, pero de ning¨²n modo funciona ah¨ª con infalible tino, demasiado sujeto como este juego se encuentra a las injerencias del elemento azaroso que, tal en los dem¨¢s tr¨¢mites de la vida humana, desbarata a veces las m¨¢s astutas tramas, derrota las mejor pensadas apuestas; pues al fin y al cabo la pol¨ªtica no es sino el entrejuego de la com¨²n vida humana llevado al terreno del poder p¨²blico; la ordinaria actividad social en que todos los hombres nos fatigamos a diario, desenvuelta ahora alrededor del gobierno de la comunidad.
En los a?os de mi juventud lleg¨® un momento en que todo parec¨ªa empujarme a participar en la pol¨ªtica espa?ola. La ca¨ªda de la monarqu¨ªa en 1931 hab¨ªa abierto la cancha, y yo me encontraba colocado en medio de ¨¦sta. Era letrado de las Cortes, era catedr¨¢tico de Derecho Pol¨ªtico, y estaba as¨ª en contacto de familiaridad amistosa con los nuevos gestores de la res publica reci¨¦n elevados a posiciones de gobierno por los mecanismos de la democracia. Entre ellos, con don Manuel Aza?a, quien, desde la digna penumbra de alto funcionario y escritor de restringida popularidad en que viv¨ªa, ascendi¨® hasta la cima del poder con una rapidez fulminante.
Encumbrado ahora, este hombre hura?o, ¨¢spero y solitario, a cuya parca tertulia literaria hab¨ªa solido concurrir yo con cierta asiduidad durante a?os, se encontr¨® en un instante rodeado y envuelto, arropado, por esa clase de gentes a quienes en M¨¦xico designan con un apropiado si no muy propio t¨ªtulo: "los lamerones del presidente". Casi por instintiva repulsi¨®n, me mantuve yo entonces alejado de esa caterva que de continuo envolv¨ªa y acompa?aba a mi amigo y antiguo contertulio, limit¨¢ndome a intercambiar con ¨¦l ahora tan s¨®lo saludos pasajeros o acaso breves momentos de charla, pronto ahogados por la afluencia de los importunos lamerones. ?Hubiera de haberme abierto paso yo, a empujones y codazos, para mezclarme al grupo de los ¨¢vidos buscones de favor? (Escrito esto, pienso que quiz¨¢ sea por mi parte pensar demasiado bien de quienes adulan al poderoso el achacar a ambici¨®n o codicia sus imp¨²dicos afanes. Lo que m¨¢s me ha, chocado siempre, y nunca ha dejado de asombrarme de nuevo, es comprobar en multitud de casos la gratuidad de su empe?o; pues, cosa curiosa, la conducta del turiferario resulta ser con frecuencia totalmente desinteresada. Tan abyecta es su condici¨®n, que la mera proximidad -con s¨®lo llegar a tocar en la orla el manto p¨²rpura del poderoso, o sea, ?perd¨®n!, con s¨®lo poder besarle el culo- se encuentra ya satisfecha. Cuesti¨®n distinta ser¨ªa la de saber si ¨¦ste, el poderoso, soporta con asco caricias tales, o si las agradece y disfruta).
En fin, durante todo el periodo republicano, mi trato con Aza?a se redujo a esos cortos encuentros casuales, casi siempre en los pasillos del Congreso -mientras que con el alma en un hilo segu¨ªa este observador las brutales alternativas de aquellos cortos a?os-, y termin¨® para siempre con la visita que, en mayo de 1936 y en v¨ªsperas de mi viaje a Am¨¦rica, cre¨ª deber m¨ªo hacerle al se?or presidente de la Rep¨²blica: de dicha visita doy somera cuenta en mis Recuerdos y olvidos.
El juego de la pol¨ªtica es -como antes dije- no m¨¢s que aplicaci¨®n al terreno de las relaciones de poder p¨²blico -y ah¨ª, con exacerbada crudeza del juego mismo en que consiste la dif¨ªcil e ineludible tarea de convivir en sociedad. Nadie, en la pr¨¢ctica de su vida ordinaria, puede eludirlo, escapar; todos estamos sometidos a sus reglas. Y cada cual procura servirse de ellas seg¨²n le aconseje o quiz¨¢ imponga su individual car¨¢cter. En cuanto al m¨ªo, desde siempre me hizo retra¨ªdo y -m¨¢s quiz¨¢ por efecto de la soberbia que de la timidez- refractario a participar en los tejemanejes, a veces muy divertidos, pintorescos, a que la gente suele entregarse para mejor prevalecer y medrar en la diaria lucha social; tejemanejes que, por lo dem¨¢s, en mi calidad de soci¨®logo, constitu¨ªan el objeto de mi atenci¨®n curiosa y profesional an¨¢lisis. Desde muy temprano en mi vida o¨ª con claridad y escuch¨¦, y segu¨ª sin vacilar, la vocaci¨®n que me llamaba hacia el cultivo de las artes y del pensamiento. Los habituales modelos heroicos de la infancia (ya sea caudillo militar, o campe¨®n deportivo, o heroico bombero) no
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sedujeron la m¨ªa, sino m¨¢s bien la apacible figura del literato; y a seguir este camino me apliqu¨¦, no sin buenos resultados, desde mi primera juventud.
En fin, mis sedentarias actividades de escritor me procuraron entre tanto alg¨²n relieve y cierto grado de autoridad p¨²blica; y as¨ª han abundado las ocasiones en que se me apremiara y se me urgiera para que apoyase con mi firma alguna causa pol¨ªtica; pero una y otra vez y siempre, indefectiblemente, me he negado a ello bajo la alegaci¨®n un tanto burlona de que siendo escritor profesional, cuando quiero expresar mi opini¨®n sobre algo, en lugar de suscribir textos ajenos, yo mismo redacto y publico las opiniones que me parece conveniente.
Aparte de esta clase de insistentes, variados y casi mec¨¢nicos requerimientos, que por momentos llegaron a hacerse rutinarios, tampoco han faltado los de quienes, alguna que otra vez, consider¨¢ndome baza aprovechable a favor de tal o cual empe?o, y sin darse cuenta de mi pat¨¦tica inutilidad para servir como pe¨®n de brega en el tablero pol¨ªtico, me invitasen a tomar parte activa en el juego; invitaciones que, por supuesto, hube de declinar siempre... Y as¨ª he llegado a esta mi edad provecta, mero espectador como siempre del escenario pol¨ªtico.
Leo y releo en estos d¨ªas los "diarios" robados a Aza?a, un episodio cuyos detalles pusieron, en medio de la tragedia b¨¦lica, una nota grotesca que a m¨ª, como a tantos otros, me hizo pasar verg¨¹enza ajena. Repaso hoy sus inestimables anotaciones renovando aquellos sentimientos m¨ªos; pienso en los penos¨ªsimos que debieron de afligir entonces a mi don Manuel Aza?a, y -a la distancia, m¨¢s all¨¢ de la imagen del estadista tan aclamado y tan vituperado, del m¨¢ximo orador, de la figura hist¨®rica digna de admiraci¨®n tanto como susceptible de cr¨ªtica; m¨¢s all¨¢ de su gloria y de su amarga pasi¨®n- reconozco a trav¨¦s de ellos la voz del amigo a quien tanto hab¨ªa respetado en horas de segura expectativa. Y por un instante recupero la atm¨®sfera, el sabor de aquellas tardes madrile?as, ya remot¨ªsimas, de entendimiento cordial y de t¨¢cito afecto, cuando, reunidos con ¨¦l alrededor de una mesa de caf¨¦, un peque?o grupo de intelectuales especul¨¢bamos ?cu¨¢nto optimismo! acerca del hermoso porvenir que, una vez desembarazada de la ya para entonces claudicante Dictadura militar, le aguardar¨ªa a una Espa?a democr¨¢tica.
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