Qu¨¦ historia com¨²n
Lo que empez¨® como justa reclamaci¨®n del catedr¨¢tico Rodr¨ªguez Adrados sobre la ense?anza de las humanidades fue convertido por la ministra Esperanza Aguirre en un decreto sobre lo que hay que creer como com¨²n en la historia de Espa?a. Su intenci¨®n, y la de los ''expertos e intelectuales de prestigio'' que la inspiran, no es muy distinta de la que guiaba a la generaci¨®n del 98, y, concretamente, a Men¨¦ndez Pidal cuando en 1947 escrib¨ªa Los espa?oles en la historia para definir los ''caracteres hipanos'' permanentes, identificados por ¨¦l con un destino unitario basado en el pueblo godo y protagonizado por Castilla - la nueva fuerza de Espa?a (''robur Hispaniae'')-, que culminar¨ªa Isabel la Cat¨®lica poniendo a cada uno en su sitio: ''Los hombres de armas en campa?a, los obispos en pontifical, los ladrones en la horca'', en una acci¨®n providencial proseguida por el emperador Carlos en al edad ''m¨¢s feliz que vivi¨® la naci¨®n''. Como ahora para la generaci¨®n del 98 esta visi¨®n, adem¨¢s de un sentido cultural, tuvo un objetivo pol¨ªtico manifiesto, contrario a las aspiraciones de los pueblos peninsulares que reclamaban otra historia y el autogobierno.Frente a lo pretendido por el proyecto de decreto, los Estados constituidos no est¨¢n ya en situaci¨®n de monopolizar el pensamiento pol¨ªtico y la interpretaci¨®n hist¨®rica, no aconsejando las espec¨ªficas circunstancias del Estado espa?ol, por otra parte, la aplicaci¨®n unilateral de medidas legales que afecten a la diversidad cultural y pol¨ªtica de las nacionalidades. En todo caso, y de esto en concreto queremos tratar aqu¨ª, la historia que explique lo que hoy somos puede estar en lo definido oficialmente como perif¨¦rico o ajeno, suceder en ¨¢mbitos supraestatales o poner en cuesti¨®n la forma de Estado.
Tomando a Galicia como paradigma. Si en la historiograf¨ªa oficial el fundamento de Espa?a se atribuye al reino godo, el de Galicia se sit¨²a en el reino suevo, en una tradici¨®n que comparte Portugal. Jos¨¦ Antonio Maravall hace notar que Gallaecia era reconocida como un pa¨ªs distinto aun despu¨¦s de la dominaci¨®n del reino suevo visigodo: ''Totius Hispaniae, Gallie et Gallecie'', se dec¨ªa de la procedencia de los obispos asistentes a un concilio de Toledo. Esta tradici¨®n diferenciada contin¨²a en la Alta Edad Media con el reino de Gallaecia, estructurado en un amplio territorio nunca ocupado por los musulmanes, que ya en el siglo VIII se aproximaba a Lisboa, como muestran la Cr¨®nicas Carol¨ªngias. Gallaecia fue durante siglos la principal entidad pol¨ªtica constituida ante Al-Andalus o Spania, que se extend¨ªa por el sur de las Coordillera Central y el este peninsular hasta la proximidad de los Pirineos. Maravall confiesa que en la Alta Edad Media se daba ''el nombre Galicia a la mitad noroeste de la Pen¨ªnsula, pareci¨¦ndose reservar la denominaci¨®n de Espa?a para la mitad oriental''. Alfonso III es llamado por el Papa ''Regi gallaeciarum'' , seg¨²n reconoce el propio arzobispo de Toledo Jim¨¦nez de Roda, creador medieval de la ideolog¨ªa castellanista. Men¨¦ndez Pidal se?ala que Sancho III de Navarra reconoc¨ªa al rey Vermudo III como ''Imperator commus in Gallaecia''. Desmintiendo a la fantasiosa Cr¨®nica de Castilla o de los Reyes de Castilla -escrita en el siglo XVI y a¨²n hoy sustrato de la historiograf¨ªa oficial-, las fuentes documentales evidencian que fue un monarca galaico, Alfonso VII, proclamado rey en Compostela y consagrado emperador en Le¨®n, qui¨¦n le dio naturaleza pol¨ªtica permanente a Castilla, cuando con este nombre dej¨® por herencia una parte de sus territorios a su hijo Sancho en 1157, m¨¢s de cuatro siglos despu¨¦s de la existencia del reino medieval de Gallaecia.
La realidad hist¨®rica de Galicia pone en cuesti¨®n la idea de un Estado espa?ol predestinado en la forma terrritorial actual. Bastar¨ªa con recordar e origen de Portugal y decir que en la decisiva jurisdiccional eclesi¨¢stica la separaci¨®n galaico-portuguesa no se produjo hasta el Cisma de Occidente (1378-1417), cuando las di¨®cesis se vieron obligadas a adaptarse a las jurisdicciones pol¨ªticas, por apoyar una corona al Papa de Avignon, con Francia, y la otra al de Roma, con Inglaterra. Hasta ese momento, Lisboa, ?vora y Guarda depend¨ªan de Compostela como metr¨®polis, y las otras di¨®cesis gallegas formaban parte de la de Braga. La misma dimensi¨®n y el car¨¢cter del Estado de los Reyes Cat¨®licos fueron el resultado de circunstancias contingentes, inclinandose hacia el Mediterr¨¢neo por la acci¨®n de los Trastamara herederos del rey de Arag¨®n Fernando de Antequera -despu¨¦s de batallas que duraron todo el siglo XV contra sus primos Juan II y Enri que IV -frente al otro proyecto estatal, de tendencia atl¨¢ntica y de ra¨ªz galaico-portuguesa, que represent¨® la leg¨ªtima reina Juana, la Excelente Senhora, quien, sin renunciar a sus derechos a la corona, vivi¨® en Portugal hasta 1530.
El centro de la hist¨®ria com¨²n posterior no corresponde a la estructuraci¨®n del Estado espa?ol. Carlos V quiso realizar la unidad de la Cristiandad medieval cuando se afirmaban los Estados soberanos modernos. Educado en la corte de Borgo?a emparentada con los Habsburgo, Carlos, de habla francesa, consigui¨® entidades pol¨ªticas y territorios inmensos, pero no form¨® un Estado. Perdido el Imperio, y tras las derrotas de la guerra de los Treinta A?os (1618-1648) y de la guerra de Sucesi¨®n en el inicio del siglo XVIII, la corona se vio privada de todo el patrimonio exterior europeo, mientras que Francia y Gran Breta?a ya estaban consolidadas como Estados.
En esas centurias, Galicia conserv¨® una personalidad derivada de su pasado como reino independiente; su lengua continu¨® siendo hablada por toda su poblaci¨®n a pesar de estar absolutamente negada en las castellanizadas Administraci¨®n e Iglesia; mantuvo su singularidad econ¨®mica y social, sin disponer de derechos pol¨ªticos espec¨ªficos a pesar de conservar la Junta del Reino de Galicia. Mientras tanto, no existi¨® la acci¨®n posible de un Estado moderno, en infraestructuras de comunicaci¨®n, urbanismo, edu caci¨®n o el fomento de las actividades econ¨®micas.
Ca¨ªdo el absolutismo e independizados los pa¨ªses americanos, en la formaci¨®n tard¨ªa de un Estado moderno y como manifestaciones de la soberan¨ªa popular, aparecieron dos expresiones contradictorias de la batalla por la democracia y la modernizaci¨®n. Heredando el poder de la monarqu¨ªa absoluta, una tendencia dominante se bas¨® en la centralizaci¨®n pol¨ªtica y administrativa y en la uniformizaci¨®n territorial y cultural. Otra se manifest¨® en la voluntad pol¨ªtica de autogobierno de las nacionalidades. Ambas expresiones contrapuestas forman parte de la historia peninsular . En la d¨¦cada de 1840, asumiendo reivindicaciones pol¨ªticas y sociales hijas de la Revoluci¨®n Francesa, Antol¨ªn Faraldo ya fundamentaba sus posiciones autonomistas en el pasado de Galicia, ''un pasado de cultura y de nacionalidad en el que las grandes palabras de patria e independencia se asociaban al nombre gallego".
Los estatutos de las autonom¨ªas aprobados en la Segunda Rep¨²blica constituyeron un primer reconocimiento de la diversidad nacional integrada en el Estado. Los regulados por la Constituci¨®n de 1978 confirmaron la voluntad de autogobierno de las nacionalidades, al tiempo que descentralizaron positivamente las instituciones estatales. Aun as¨ª, no recogen la aspiraci¨®n al autogobierno de las naciones internas, que se inscribe en el propio proceso pol¨ªtico hist¨®rico de formaci¨®n y cambio de los Estados Modernos, y que tendr¨ªa una expresi¨®n adecuada en un Estado plurinacional.
Justamente, la perspectiva que el decreto niega.
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