La sociedad parlanchina
"El Cielo no habla", dec¨ªa, Confucio. Y as¨ª seguimos. Pero ahora el pueblo habla otra vez. ?sta es la gran novedad de los 90, tras 15 a?os de afasia. La mercadotecnia, la encuesta a cada instante ha introducido un nuevo modo de tratar a las masas. Hace poco, la gente se hab¨ªa quedado tan muda que una cuesti¨®n central era la de la "mayor¨ªa silenciosa". Bajo los ruidos de la televisi¨®n, el fragor de los estadios, el discurso de los parlamentarios, se desplegaba una muchedumbre a la que no hab¨ªa modo de sonsacarle nada. O bien le daba todo igual o hab¨ªa concluido que daba lo mismo lo que dijera. Esa mole, desarrollada como una inmensa excrecencia, parec¨ªa corresponderse con la met¨¢fora de unos agujeros negros donde quedar¨ªa absorbida toda ilusi¨®n. En definitiva, ven¨ªa a ser como si la masa, consciente de su incapacidad de influencia, hubiera apagado cualquier inter¨¦s pol¨ªtico. Consecuentemente, en vez de temer que las masas explotaran alguna vez en una acci¨®n subversiva, se hablaba de "implosi¨®n", lo que ven¨ªa a ser peor: una suerte de adi¨®s a todo. El fen¨®meno de la mayor¨ªa silenciosa preocup¨® mucho a los pol¨ªticos, pero tambi¨¦n a los estudiosos del sistema democr¨¢tico. De hecho fueron a?os en los que el porcentaje de ciudadanos que acud¨ªan a las urnas no cesaba de bajar y fue cuando empez¨® a notarse como nunca la cantidad de gente que cambiaba de canal cuando sal¨ªa un gran Presidente. El cambio del entusiasmo por la apat¨ªa, la sustituci¨®n, de la acci¨®n de masas por la pasividad, su viveza por su muerte, dejaba a los l¨ªderes sin funci¨®n. Es decir: d¨ª-funtos. No exclusivamente solos sino fiambres, lo que a¨²n no ha dejado de ocurrir.Lo que ha cambiado, ahora, es el silencio. La mayor¨ªa se ha vuelto muy parlanchina, chismosa, muy locuaz. Y no porque haya recobrado confianza en su salud, sino porque los laboratorios demosc¨®picos no cesan de sondearle los entresijos. La masa habla no porque crea en los efectos de su habla sino porque, como a los mu?ecos, se le hace hablar. A diario, aqu¨ª o all¨ª, no falta una encuesta por tel¨¦fono, por buz¨®n, por radio, por Internet, que no presione para que las masas profieran s¨ªes, noes, igual, mejor, peor, m¨¢s o menos sobre el terrorismo o la homosexualidad, el euro, el racismo o los ni?os.
A la mayor¨ªa silenciosa no se la deja ya callar. No significa esto que se les haya otorgado voz a los ciudadanos, se trata s¨®lo de haberlos conferido ruido, indispensable para que parezcan vivos. Ni los agujeros negros, faltos de fulgor, ni el silencio, desprovisto de fragor, valen para una sociedad donde 24 horas sobre 24 debe gobernar un animado espect¨¢culo de luces y sonidos.
Efectivamente, no significa que la pr¨¢ctica de los sondeos haya devuelto a los ciudadanos confianza en los pol¨ªticos. La estrategia aplicada es una de orden psicol¨®gico, consistente no tanto en reintegrar a los ciudadanos la estima por la autoridad como en una artima?a para estimularles la autoestima. Todo queda igual, pero hay m¨¢s barullo. A los ciudadanos se les pone en movimiento; se les agita antes de que se agiten. O mejor: ante la duda de la agitaci¨®n que podr¨ªan estar preparando en sigilo y oscuramente, se les agita controladamente con las preguntas seleccionadas y se reordena con los porcentajes milimetrados y el bar¨®metro de temporada.
La apat¨ªa pol¨ªtica es la misma pero eso cuenta ya menos. A diferencia de los males que podr¨ªan derivarse del tedio anterior, la modernidad ha desarrollado la vehemente amenidad de la demoscopia. Es decir: la atracci¨®n de verse perentoriamente reclamado por alguien, ser interrogado por un entrevistador profesional, sentirse, aun por un instante, reclamado como individuo, y verse -entre la indiferencia general- visitado o sondeado como un enfermo con privilegios.
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