Sangre f¨¢cil
El olor de la sangre despu¨¦s de una masacre ha sido reflejado por la mayor¨ªa de los cronistas de la guerra, desde Tuc¨ªdides o los autores b¨ªblicos, hasta, en nuestro tiempo, un Tolst¨®i o un Malaparte, pasando, como es de imaginar, por los insuperables versos de Shakespeare: un olor denso, nauseabundo, que est¨¢ adherido al aire durante d¨ªas enteros, y aun meses, sofocando la tierra por la que se esparce.A grandes rasgos la descripci¨®n es similar en las distintas ¨¦pocas. La visi¨®n de la sangre, en cambio, es muy variable seg¨²n los testigos y los siglos. En la captaci¨®n de esta vertiente, la de la crueldad, los escritores han cedido el paso a los pintores y, desde el siglo pasado, ¨¦stos han sido desplazados por los fot¨®grafos. El cine y la televisi¨®n han completado el trabajo.
Por lo general, la ¨¦poca moderna ha otorgado sinceridad a la naturaleza de la guerra, despoj¨¢ndola visualmente de los filtros aleg¨®ricos que la revest¨ªan ¨¦picamente. Aunque Rubens da, a este respecto, un paso muy importante, hay que esperar a Goya para que los desastres de la guerra, desnudos de connotaciones m¨ªticas, sean mostrados en su desacralizada brutalidad. El artista aragon¨¦s es el testimonio privilegiado de las invasiones del primer ej¨¦rcito de ciudadanos y de la primera movilizaci¨®n total.
Desde Goya la sangre de las masacres se ha sido acumulando en la retina moderna. La invenci¨®n de la fotograf¨ªa es casi contempor¨¢nea a su bautizo de fuego en la guerra civil norteamericana, y la difusi¨®n comercial de la cinematograf¨ªa corre paralela, 50 a?os despu¨¦s, a la I Guerra Mundial. En el siglo XX la presentaci¨®n y la representaci¨®n de la sangre b¨¦lica se proyecta hasta el ¨²ltimo rinc¨®n del planeta.
Ninguna ¨¦poca ha sido colocada globalmente, como lo ha sido la nuestra, ante el espejo de la destrucci¨®n. Todas las anteriores lo fueron asimismo, claro est¨¢, pero siempre fragmentariamente: un escenario, un territorio, una memoria circunscrita a los protagonistas del conflicto. Ahora el escenario, el territorio y la memoria son universales. Tras el alud de im¨¢genes provocado por nuestro siglo todos sabemos, sin excepci¨®n y sin excusa, cu¨¢l es el color de la sangre vertida por la guerra. El cad¨¢ver despedazado no descubre honor y gloria, sino v¨ªsceras que se escapan de la vida sin importar la bandera de la v¨ªctima.
Todos sabemos y todos estamos en condiciones de saber. Parad¨®jicamente, esta capacidad sin precedentes nos ha situado, simult¨¢neamente, ante una pantalla oscura. En ella la sangre es inodora e incolora, y nosotros estamos dispuestos a creerlo. Lo experimentamos la primera vez en la guerra del Golfo de 1991. Acostumbrados al v¨®mito barroco de la muerte que hab¨ªa alcanzado su cenit en la guerra de Vietnam aceptamos, casi sin resistencia, la nueva imagen aleg¨®rica m¨¢s que virtual que recib¨ªamos de aquella otra: una guerra en la que pr¨¢cticamente no vimos sangre y en la que la muerte se disolv¨ªa entre alegres fuegos artificiales. No hubo lugar para el sufrimiento.
Nos olvidamos f¨¢cilmente de ella, sin paramos a averiguar si los cad¨¢veres hab¨ªan sido unas decenas de miles o unos centenares de miles. A¨²n no lo hemos averiguado, cuando estas ¨²ltimas semanas se nos ha convocado a una reedici¨®n de aquella sangre f¨¢cil. La pantalla se ha oscurecido de nuevo. ?Por qu¨¦ ahora? No lo sabemos. Nuestros dirigentes, a los que hemos elegido, tampoco lo saben probablemente, pero estaban dispuestos a seguir la cadena de complicaciones que conduce al oscurecimiento.
El problema est¨¢ en que esta cadena nos hace tambi¨¦n c¨®mplice a nosotros. No podemos alegar que desconocemos el color y el olor de la sangre, puesto que nuestro siglo nos ha educado en sentido contrario ni, tampoco, que estamos bajo el arbitrio de dictadores ya que hemos elegido libremente a nuestros representantes. La representaci¨®n democr¨¢tica act¨²a en doble direcci¨®n: si nuestros dirigentes se manchan las manos de la sangre f¨¢cil de una guerra, nosotros, por delegaci¨®n, tambi¨¦n nos las estaremos manchando.
Gozamos, a este respecto, del dram¨¢tico privilegio de un conocimiento y una libertad de elecci¨®n que ninguna de las sociedades envueltas en guerras del pasado hab¨ªa tenido. Hasta nuestra ¨¦poca el hombre, o bien no ha tenido informaci¨®n suficiente, debido a la fragmentaci¨®n del mundo, o bien, por pertenecer a comunidades predemocr¨¢ticas, no ha tenido libertad suficiente. Nosotros poseemos una y otra.
No podemos, por consiguiente, escudamos, como representados pasivos, bajo la delegaci¨®n de poderes en nuestros representantes, m¨¢ximo si ¨¦stos, a su vez, se escudan asimismo bajo el manto protector de un poder supuestamente supremo pero al que nosotros no hemos otorgado ninguna representaci¨®n. En ausencia de legitimidad y autoridad algunas, nuestra participaci¨®n, junto a "nuestros amigos y aliados" de EE UU, en una nueva masacre en Irak, hubiera puesto en marcha la rueda de complicidades de la destrucci¨®n.
Ante una disyuntiva semejante, tenemos, como ciudadanos, tres opciones. La primera es ¨ªntima: mancharnos las manos de sangre, simulando que lo ignoramos. La segunda es pol¨ªtica: rebelamos contra la irresponsabilidad de nuestros representantes, exigiendo incluso su destituci¨®n por hacemos c¨®mplices de una acci¨®n indeseable e indeseada. La tercera es pedag¨®gica: exigir que la pantalla, iluminada otra vez, nos muestre el color de la sangre, con tanta fuerza que sintamos, asimismo, su olor nauseabundo, mientras uno a uno contamos los cuerpos que contribuimos a destrozar. Si hemos de participar en la violencia debemos estar en condiciones de vislumbrar el sufrimiento que provoca.
No podemos huir de esta encrucijada puesto que ni siquiera tenemos el beneficio de lo inadvertido. Al contrario: estamos sometidos a una reincidencia que nos recuerda que la anterior guerra del Golfo, hace siete a?os, tuvo un balance, adem¨¢s de desolador, decididamente hip¨®crita. Sadam Husein, el tirano de entonces y ahora, pero antes el fiel aliado de Occidente, no fue derrocado cuando pod¨ªa serlo con toda facilidad. El castigo sangriento y las posteriores privaciones afectaron exclusivamente al pueblo iraqu¨ª. Al ser reincidentes est¨¢bamos advertidos.
Esto ha a?adido un siniestro patetismo al g¨¦lido c¨¢lculo de nuestros dirigentes y a los discursos amenazadores de los dirigentes de nuestros dirigentes. Pero tambi¨¦n ha implicado a los ciudadanos: no pod¨ªamos, como entonces, sentamos ante la televisi¨®n para asistir c¨®modamente a un as¨¦ptico banquete de la guerra, alegando que ignorabamos lo que suced¨ªa detr¨¢s del gran tel¨®n de espect¨¢culo. Aunque s¨®lo sea a causa de nuestra reincidencia, lo sabemos a la perfecci¨®n.
Tras la sofisticada tecnolog¨ªa y el fuego de artificios se levanta, como en las p¨¢ginas de Tuc¨ªdides, Shakespeare o Malaparte, el olor denso y nauseabundo de la sangre. No recurramos otra vez a la c¨ªnica explicaci¨®n aleg¨®rica o virtual: las muertes son abrumadoramente concretas, como las que pint¨® Goya, pero infinitamente multiplicadas.
Quiz¨¢ tengamos la tentaci¨®n de creer en una sangre ficticia, como nos dijeron que fue aqu¨¦lla. Pero ser¨¢, inevitablemente, una tentaci¨®n pasajera. La sangre, aunque sea f¨¢cil, no es neutra, inodora, invisible. Ti?e nuestros votos y nuestras conciencias.
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